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Authors: Ian Gibson

Tags: #Histórica, Intriga

La berlina de Prim (21 page)

BOOK: La berlina de Prim
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—Sí, claro, y arremetiendo contra nosotros. La tarde del 28 de diciembre, en la sesión del Congreso, el presidente de la Cámara, Ruiz Zorrilla, mirando hacia los bancos republicanos, insinuó que los hombres de
El Combate
éramos los responsables del atentado. Yo me levanté y dije que a mí personalmente me repugnaba el asesinato como procedimiento, que me disociaba en absoluto del homicidio como arma política. Ruiz Zorrilla contestó que estimaba en lo que valía mi declaración, luego añadió que le habría gustado ver en la Cámara a otro diputado redactor del periódico. Se refería, claro, a Paul.

—Y empezaron pronto las detenciones…

—Sí, el primero fue Rispa Perpiñá, luego Córdova y después yo. Paul estaba escondido, también Guisasola.

—¿Y a usted en qué fecha lo prendieron? —preguntó Boyd.

—A mí me arrestó un capitán de la Guardia Civil, en Jerez, el 20 de febrero del 71 —contestó Cala—. Tengo la fecha grabada en la memoria. Me trajeron aquí esposado y me encarcelaron en las prisiones militares de San Francisco. Estuve treinta y cuatro días preso, de ellos veintiocho en la más horrible incomunicación concebible. Estaba enfermo y creía que me iba a morir. ¿Usted se imagina la vergüenza y la humillación que suponía para mí, que había conocido las cárceles de Isabel y ayudado a traer la Revolución, encontrarme incomunicado en un vil calabozo de la monarquía constitucional, acusado de ser cómplice del asesinato de Prim? No lo olvidaré en mi vida. Aquí el régimen penitenciario era y es todavía casi medieval. Necesita ser reformado de cabo a rabo.

—El caso de Roque Barcia era muy parecido al de usted, ¿no? —dijo Patrick.

—Sí, muy parecido. Roque no tuvo nada que ver con lo de Prim, pero sus enemigos, que eran muchos, estaban decididos a que se pudriera en la cárcel. La represión contra nosotros, y contra otros muchísimos federales, fue brutal. Querían arruinarnos, acabar con nosotros, hundirnos en la miseria y el deshonor. Por suerte Roque no estuvo en la cárcel mucho tiempo. Allí escribió su famoso artículo sobre el asesinato.

—Sí, lo he leído. Y cuando a usted lo liberaron, se fue a París, ¿no?

—Sí, decidí que no aguantaba más lo que pasaba aquí y me fui a París, donde viví intensamente la Comuna, hice muchos amigos y aprendí la mar de cosas útiles. El año pasado publiqué un libro sobre mi experiencia.

—Pudimos habernos conocido entonces. A mí me envió mi periódico a París y mandé crónicas. Aquello fue tremendo, desde luego… Y ahora está usted otra vez en el Congreso y trabajando en la redacción de la nueva Constitución republicana…

—Sí, Constitución que me temo que no veremos nunca votada. La situación es muy grave, señor Boyd, muy grave y muy confusa, cualquier día puede haber un golpe de Estado. ¡Pobre España!

Había llegado para Patrick el momento de suscitar el asunto que tanto le traía ya de cabeza.

—Don Ramón —dijo—, voy a ver a Paul Angulo en Francia la semana que viene.

Constatando el ademán de sorpresa que había producido la revelación en las facciones de su interlocutor, Patrick añadió:

—Sí, no se asombre, mi jefe lo ha localizado. Paul le ha dicho que me recibirá. Usted, y perdone la franqueza con la cual se lo planteo, ¿es de quienes creen que estuvo en la calle del Turco la noche del 27 de diciembre?

—Llevo tres años sin verle —contestó el diputado—. Tres años haciéndome la misma pregunta. Él era un volcán, casi un fanático republicano, pero no creo capaz de matar fríamente a nadie. Y quienes mataron a Prim lo hicieron así, fría y premeditadamente. Ignacio Sastre, el administrador de
El Combate
, me dijo algo muy interesante: que él, Sastre, al enterarse de que los conjurados estaban reunidos en la taberna de la calle del Turco, esperando a Prim, fue allí, sospechando lo peor, y que trató, inútilmente, de disuadirlos.

—¡Un momento! —exclamó Boyd—. He estado con Muñiz en la taberna, hemos hablado con el dueño, que es el mismo que entonces. Se llama Manuel García. Insiste en que los asesinos no pusieron los pies en la taberna y que así se lo declararon él y otros al juez. Además, le creo.

—No sé la verdad del caso —repuso Cala—, sólo le estoy contando lo que me dijo Sastre. «Me quisieron retener —me dijo—, para que no los descubriese, pero me abrí paso y fui en busca de Pepe Paul.» Añadió que cuando lo localizó, dos horas después, todo había terminado y Paul se jactaba de haber participado en el crimen. Pero de las jactancias de Paul, digo yo, no hay que fiarse nunca.

—¿Y por dónde anda Sastre ahora?

—No tengo ni idea, no creo que esté en Madrid. —Cala reflexionó unos segundos. Luego añadió—: Había un individuo muy duro que sí creo estuvo en la calle del Turco. Se llamaba Paco Huertas y luchaba con nosotros contra la partida de la porra. Me consta, y salió en los periódicos, que la policía trató de detenerlo aquella misma noche en el Café de Madrid y que, en medio de un gigantesco escándalo, sus amigos atacaron a los agentes y le ayudaron a escabullirse. Desapareció de la vista y luego resultó que se había escapado a Montevideo. ¿Se imagina usted lo que le habrá costado a alguien sacarlo de España, y a otros de la misma pandilla? Porque Huertas no es el único que ha desaparecido.

—Muchísimo dinero —dijo Patrick.

—Sí, muchísimo. Y luego para asegurar el silencio de cada uno y el de sus familiares.

—¿Usted cree que Montpensier estaba detrás?

—Creo que sí. Pero le digo una cosa. Si vuelven los Borbones, no sabremos nunca la verdad. Y creo que su vuelta es casi inevitable. Montpensier está ya hablando otra vez con su cuñada, con Isabel, que al parecer le ha perdonado por su participación en la Revolución, de modo que es probable que el próximo rey de España sea su hijo Alfonso, con Montpensier como consejero. ¡Y la causa por la muerte de Prim sobreseída!

—¿Y Serrano?

—Sólo le puedo decir que Serrano tenía todo el interés del mundo en que Prim desapareciera para siempre del escenario político, porque le hacía mucha sombra, mucha. Además… —Cala esperó unos segundos antes de seguir— le voy a decir algo que seguramente no sabe. Según me ha manifestado Pi y Margall, los asesinos se ocultaron unas horas, después del atentado, en casa de Serrano. Pi lo oyó de labios de un sereno, que además le contó que la mujer de Serrano había dicho que, mientras vivía Prim, España no tenía esperanza alguna de salir adelante, o algo por el estilo.

—¿Y los negreros de Cuba?

—Los negreros de Cuba no podían ver a Prim porque estaba decidido a acabar con la esclavitud. Es posible que aportasen fondos a la conspiración, no lo sé. Pero a los inductores principales hay que buscarlos entre la clase política de aquí. En los alcázares de los poderosos, como dijo Barcia en su famoso artículo, y no en las casas mucho más modestas de los republicanos.

Antes de que se despidiesen, Ramón de Cala meditó en voz alta, para rematar la entrevista, sobre la terrible angustia de aquellos históricos días.

—Sería imposible imaginar un episodio más dramático —dijo—. Amadeo en alta mar, navegando hacia Cartagena, hay que suponer que muy ilusionado con la misión que le esperaba. Y Prim, que había orquestado su elección, tendido en su lecho de muerte, víctima de un vil atentado, él que había dicho que no existía bala en el mundo capaz de matarlo.

Se levantó. Patrick decidió quedarse un rato para corregir sus apuntes.

—Le deseo mucha suerte con su investigación —le dijo Cala, estrechándole la mano—. Y le ruego que abrace a Paul de mi parte. Si se me ocurre otra cosa que le pueda ayudar, le avisaré. De todos modos espero volver a verle pronto.

Boyd le siguió con la mirada. Cala saludó a varios amigos apostados en otras mesas del célebre café, luego salió a la barahúnda de la Puerta del Sol.

Capítulo 24

Carta de Patrick Boyd a Edward McKinley. Madrid, Cervecería Inglesa, sábado, 11 de octubre de 1873.

Querido Mac:

Aquí me tienes con el pie en el estribo, es decir, con el pie casi en el tren de Francia.

Estoy en la Cervecería Inglesa, así como suena, en la Carrera de San Jerónimo, frente al Café de la Iberia. El local me encanta. Ostenta la mejor selección de cervezas de Madrid, entre ellas una de Kent que sabe casi tan bien como en Londres. De los establecimientos que frecuento —y ya son muchos— es uno de los que más me gustan.

A propósito de Madrid, te anuncio que me entusiasma. Posee una vitalidad sobrecogedora y una personalidad muy abierta, muy cálida. Hablo con todo el mundo y todo el mundo habla conmigo.

A dos pasos de aquí está Durán, el mejor librero de la ciudad. Me he hecho muy amigo suyo. Su «covacha», como se la conoce, es lugar de encuentro de escritores y políticos, una verdadera tertulia.

Anteayer, curioseando, vi que tenía ocho o nueve números de una revista satírica estupenda de Barcelona,
La Flaca
, de orientación federalista, que se empezó a publicar en abril del 69 y se acabó hacia finales del 71. En la línea de nuestro gran
Punch
, fue la primera revista española en utilizar la cromolitografía, y se metía mucho con Montpensier (cuya enorme nariz se presta a usos satíricos) y con Serrano, además de con Prim. Se echa mucho de menos.

No pude resistir la tentación de comprarlos. Te envío con esta carta el número 31, publicado el 23 de enero de 1870. Cuídamelo bien. Como verás, los colores son extraordinarios. Mira bien la caricatura titulada «El último día de César», con Prim como el emperador. No reconozco las caras de todos los que avanzan amenazantes hacia él, pero desde luego son los prohombres de la Unión Liberal. En el ángulo superior izquierda, ¿ves la nariguda cabeza coronada observando la escena desde arriba, sin ocultar su complacencia? ¡Es Montpensier, con su arraigada pretensión de ser rey de los españoles! Y mira bien el subtítulo: «La historia es la ciencia del pasado para ejemplo del presente». ¡Y eso un año antes del asesinato! ¡Qué premonición más acertada y más escalofriante! Ya me comentarás.

He tenido una entrevista muy productiva con un amigo de Paul, Ramón de Cala.

Mañana por la tarde salgo para Hendaya. Espero que el fogoso revolucionario no nos falle. Ahora me tomo otra cerveza inglesa, llevo el sobre a Correos y vuelvo al hotel a escribir. Un abrazo, Pat.

P.S.: Viene pronto mi musa sevillana. Se llama Araceli. Me muero por volver a verla, no tienes idea.

Capítulo 25

Hombre de palabra, Ramón de Cala dejó para Patrick aquella tarde en el hotel un sobre con ocho o nueve páginas de providencias recortadas de la
Gaceta de Madrid
. Todas ellas de marzo y abril de 1871. La mayoría citaban y emplazaban a Paul Angulo en su calidad de director de
El Combate
, acusándole de haber cometido en sus columnas sedición, calumnias y otros delitos, y requiriendo su presencia en el término de nueve días. Pero en un edicto del 12 de abril de 1871, firmado por Servando Fernández Victorio, entonces titular del juzgado del distrito del Congreso, que instruía la causa motivada por el asesinato de Prim, ya se empezó a reclamar su comparecencia en relación con el crimen de la calle del Turco, así como la de Felipe Fernández (alias Carbonerín), Francisco Huertas, Francisco Lorenas (alias Capellán), José Montesinos, Benítez Rodríguez (alias Porrón) y Urbano Rozas.

A Patrick, de aquellos seis nombres, sólo le sonaba el de Francisco Huertas.

Los recortes demostraban que los juzgados no sólo se metían con
El Combate
, sino con otras publicaciones republicanas. Estaba claro que, después de consumado el asesinato de Prim, y con Serrano ya presidente del Consejo de Ministros, la libertad de expresión había empezado a padecer un grave retroceso.

Paul, según especificaban algunas de las providencias, era «ex diputado, soltero y propietario» y, antes de desaparecer, vivía en la Fonda de París, en la Puerta del Sol.

Cala también había dejado para Boyd los dos tomos de su libro
Los comuneros de París
, con una emotiva dedicatoria manuscrita en la cual aludía al «heroico irlandés» sacrificado al lado de Torrijos.

Boyd hojeó al azar algunas páginas del primer volumen, descubriendo con satisfacción que el antiguo redactor de
El Combate
tenía un estilo ameno. Resolvió llevarlos consigo en el tren. Le ayudarían, con el
Trafalgar
de Galdós y otras lecturas, a combatir el inevitable tedio del viaje, y sería interesante comparar su propia experiencia en París con la de su nuevo amigo.

La próxima vez que viera a Cala le preguntaría, además, si conocía a José López. Quizás le podría proporcionar alguna información objetiva acerca del maquiavélico individuo que alegaba, sin pruebas, haber sido tan amigo de Prim y haber tratado de evitar su muerte penetrando en la organización de Montpensier.

Capítulo 26

Diario de Patrick Boyd. Madrid, Hotel de las Cuatro Naciones, domingo, 12 de octubre de 1871.

Al volver al hotel después de visitar el Prado me espera un sobre que me ha llegado por el correo interior. No tiene remite. Lo abro. ¡Es un anónimo! Dice: «Le seguimos los pasos. Por su bien deje en paz al general Prim y Prats». Lo leo atónito, lo leo y releo. Me preocupa. Alguien quiere que no siga investigando y me amenaza. Pero ¿quién? Voy a tener que estar atento. Y poner al tanto a McKinley.

Mañana, antes de salir para Hendaya, le pondré unas letras a Araceli. Su imagen me continúa persiguiendo.

Capítulo 27

Diario de Patrick Boyd. En el tren de Hendaya, lunes, 13 de octubre de 1873.

La Revolución española de verdad es la del ferrocarril. Y, sobre todo, la del ferrocarril que une Madrid con Francia. Subirse al tren en Príncipe Pío —la estación todavía es provisional—, y sentirse ya en el país vecino, es todo uno, pues la compañía es francesa, algunos de los guardias son franceses, lo son los vagones, y es francesa también, lo más importante, la locomotora.

Se trata de un monstruo potentísimo que estuve inspeccionando antes de nuestra partida, y que, como luego pude comprobar, sortea con brío las fragosidades de este país tan accidentado, montañoso e «incomunicado» (
dixit
Richard Ford).

Desde que se terminó la línea hace unos diez años se ha venido produciendo, me aseguraba Muñiz el otro día, una profunda modificación en la conciencia de los madrileños. España ya no es la nación «romántica» de antes, con sus bandoleros y su tipismo. O lo es mucho menos. Y su capital, previamente muy aislada en el centro de la Península, ha entrado en la flamante era de la máquina y está a veintiséis horas de la frontera.

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