También recoge las últimas palabras del héroe, tres días después. El agonizante preguntó a cuántos estaban del mes. Le contestaron que a treinta. «¡El día 30! El rey desembarca y yo me muero. ¡Viva el rey!»
Barcia aporta, hacia el final de su artículo, un recuerdo que me emociona. «Don Juan Prim era mi contrario —dice—. Los lectores saben que más de una vez le he juzgado con severidad, tal vez con dureza. El último escrito en que me ocupaba de su política le fue leído en su propia casa; y después de oírlo sin desplegar los labios, dijo: “Conozco bien que me daña; veo que me lastima; pero ese escrito no es hijo de odio, sino de una fe”.»
Casi lo más tremendo del relato, con todo, es el testimonio que publica Barcia de la afligida viuda mexicana del general, que ha dicho que no quiere seguir viviendo en el país donde han matado a su marido. Barcia entiende su grito de dolor y de rabia, pero le ruega que no juzgue a todos los españoles por la vileza de unos cuantos asesinos a sueldo.
Si bien rechaza la posibilidad de la participación de Montpensier en el complot, sin dar sus razones, deja la puerta abierta a otras complicidades en altas esferas de la sociedad. Quizás, sin querer decirlo abiertamente, compartía las sospechas de la viuda de Prim acerca de Serrano.
A las once menos cuarto del domingo el coche de punto que había alquilado Boyd en la Puerta del Sol penetró en la plaza de Santa Bárbara, casi en las afueras de la ciudad. Se paró delante de la sobria fachada del Saladero. El edificio, levantado por el famoso arquitecto Ventura Rodríguez en tiempos de Carlos III para matadero de ganado y saladero de tocino, hacía las veces desde 1831 de Cárcel de Villa, como se conocía oficialmente. Al no haber sido diseñado como presidio, tenía fama de ofrecer numerosas posibilidades para la fuga.
Hacía una espléndida mañana otoñal, embovedando la capital, sin el estorbo de una sola nube, el reluciente cielo azul tan celebrado por pintores españoles y extranjeros. Como era día de visita, pululaba por el patio del presidio una vociferante muchedumbre mezclada con guardias que trataban, sin gran éxito, de imponer entre el gentío siquiera una semblanza de orden y de respeto a la autoridad.
Patrick no tardó en confirmar que, como le habían dicho, el edificio carecía de los elementos más básicos de salubridad. Lóbrego, grasiento y apestoso, con oscuros pasillos estrechos y miserables celdas donde se hacinaban, indistintamente, viejos y jóvenes, demostraba, a su juicio, lo poco que habían mejorado los servicios penitenciarios en los cinco años transcurridos desde la Revolución de 1868.
Casi tres ya llevaba encerrado en el Saladero el preso Juan José Rodríguez López, alias Jáuregui, imputado por la tentativa de noviembre de 1870 contra la vida del general Prim. Gracias a las atenciones del alcaide, hombre de nociones humanitarias, que tal vez seguía órdenes de alguna instancia gubernamental, López gozaba de unas condiciones negadas a la gran mayoría de los encarcelados. Su habitación tenía dos pequeñas ventanas enrejadas que daban a la plaza de Santa Bárbara y permitían la entrada de luz solar. Había una mesa con dos sillas de anea, un armario que servía de escritorio, una rudimentaria cama en un rincón y alguna comodidad más.
—Bienvenido al Saladero —fue lo primero que le dijo a Boyd al abrir el guardia la puerta. Y, mientras el periodista le estrechaba la mano, añadió, sarcástico—: Como habrá podido apreciar usted al subir hasta aquí, en materia carcelaria España puede competir con cualquier país avanzado de Europa. ¡Ya lo creo!
Boyd calculó que su interlocutor tendría unos treinta años. De mediana estatura, facciones regulares y complexión robusta, hablaba con énfasis, con arrojo. Parecía muy seguro de sí mismo.
—Me honra su visita —dijo, invitando a Patrick a sentarse a la mesa frente a él—. Todos los españoles de buena fe e ideas avanzadas admiramos profundamente a su padre, muerto por la misma causa que defendemos nosotros. El problema es que nunca nos ponemos de acuerdo sobre cómo sacar al país del atolladero en que yace desde hace siglos.
Durante media hora hablaron de la actualidad española: de lo que pudiera ocurrir ahora que Castelar había tomado las riendas del Poder Ejecutivo, de la guerra con los carlistas, que hacía todo infinitamente más difícil para la República, de la posibilidad de un golpe alfonsino, de la aparente reconciliación —comentada por algunos diarios— de Montpensier y su cuñada Isabel…
López le explicó que era de La Rioja, de un pueblo llamado Santa Eulalia, donde su padre había ejercido de maestro nacional. Como todos los españoles arribados a Madrid desde provincias, hablaba de su patria chica con pasión, con nostalgia.
—Bueno, señor Boyd —dijo, efectuados ya los preámbulos—, usted ha venido a verme para que le hable de algo muy concreto, del asesinato de nuestro llorado general Prim. Todo lo que sepa de aquel vil crimen, que fue un desastre para el país, está a su disposición. Confío en don Ricardo Muñiz y en usted para que no me comprometan.
—Le agradezco profundamente su disposición —respondió Patrick, sacando su cuaderno—. Tengo decenas de preguntas y no le quiero abrumar. En otra visita podremos seguir hablando, si usted lo permite. En primer lugar, le quiero decir que he estado en la Biblioteca Nacional leyendo
El Acusador
. Su nombre no aparece allí por ningún lado, pero supongo que usted fue el único responsable de la publicación.
—Exactamente. Me alegro mucho de que esté en la Biblioteca Nacional —replicó López, con un ademán de sorpresa ante la revelación de su invitado—. No lo sabía. Allí se quedará para la historia, ¡si alguien no se ocupa de hacerlo desaparecer!, y para vergüenza de los españoles. Y digo vergüenza porque yo, su autor, llevo en este tugurio ya tres años y todavía no se me ha hecho justicia.
—Espero que se le haga pronto —dijo Patrick—. Si quiere, me gustaría que me explicara primero, con más detalles, cómo se puso en marcha, en París, la sociedad secreta que, según cuenta en
El Acusador
, logró penetrar luego la organización de Montpensier.
—Hay que remontarse un poco en el tiempo —contestó López—. Yo fui amigo de Prim, amigo bastante íntimo, estuve con él en el exilio, me apreciaba mucho, si bien yo no soy monárquico y él sí lo era, aunque, ¡ojo!, férreamente antiborbónico. Decía que, vivo él, «jamás, jamás, jamás» se volvería a sentar sobre el trono de España un Borbón. Yo estimaba que, una vez derrocada la reina, giraría hacia los republicanos, pero no fue el caso. Además cometió el gran error de aceptar como aliados a los que, en el fondo, eran sus peores enemigos, los de la Unión Liberal, los ricos, los generales retirados…
—Capitaneados por Montpensier.
—Sí, claro. Prim no se fiaba para nada del duque, que no ocultaba su deseo de ser rey de España, y me encomendó a mí, en marzo de 1869, que me trasladara a París y buscara la manera de vigilarlo allí, a él y a su entorno, de seguir de cerca sus movimientos, sus pasos. Porque Montpensier iba y venía mucho entre París y España, ¿sabe usted?, siempre conspirando y maquinando. La misión mía era la de cumplir fiel y exactamente aquellas órdenes en contacto con la embajada española, que desempeñaba muy dignamente don Salustiano Olózaga. Y así fue como puse en marcha, en París, una sociedad secreta que, simulando ser adicta a Montpensier y su pretensión de acceder al trono, trabajaba en realidad para todo lo contrario, para frustrar sus planes. Yo me ofrecí a comprometer en su favor las guarniciones de Barcelona, Valencia y distintos puntos de Andalucía. Aceptó la propuesta y logré convencerle de que allí tenía importantes apoyos.
—¿Y quiénes eran Sostrada y Acevedo?
—Eran mis auxiliares en Valencia. A ellos no los detuvieron, y a sus hombres sólo unos días después. Sostrada me traicionó. Cuando a nosotros nos prendieron, el 15 de noviembre (estoy convencido de que debido a una delación suya), se personó en la casa de huéspedes donde yo paraba, en la calle Duque de Alba, y le franquearon la puerta. Sabía que mi correspondencia con Solís, el ayudante de Montpensier, estaba en una cartera de viaje. Como no tenía la llave de la cartera pidió unas tijeras, la rompió y rasgó allí mismo todos los papeles que contenía. Pero yo, previendo su traición, los había sustituido por otros y metido los auténticos en lugar seguro. No se dio cuenta y le dijo luego a Solís que no se preocupara, que todos los indicios contra él habían desaparecido. Fue por ello por lo que Solís nos abandonó luego a nuestra suerte aquí en el Saladero. Se sentía seguro. Después, claro, entregué al juzgado la documentación comprometedora.
Boyd levantó la cabeza del cuaderno una vez apuntado lo que le acababa de decir López.
—Me ha dicho el señor Hartzenbusch, en la Biblioteca Nacional, que, hace dos años más o menos, usted polemizó en la prensa con Solís. ¿Es cierto?
—Sí, sí, es cierto —repuso López—. Cuando el juez dictó auto de prisión contra él, a finales de julio del 71, el miserable huyó enseguida a Londres. Supongo que lo sabe.
—Sí.
—Toda la prensa comentó su fuga. Quince días después publicó en el diario
La Época
una larga y enmarañada carta en la que la justificaba, diciendo que no había imparcialidad judicial entonces en España, que no se fiaba. Su comunicado no era más que una sarta de tonterías, de inconsecuencias y de mentiras.
—¿Se publicó en
La Época
, dice?
—Sí, sí, el diario monárquico, muy afecto entonces a Montpensier. Allí habló de su honradez, de su impecable carrera militar, de la vil persecución a que le sometían, así como al duque, y a mí me nombró como el calumniador y delator responsable de todo. «Un tal López», me llamó. Yo le repliqué a los pocos días con una hoja impresa titulada «Asesinato de don Juan Prim. Contestación al secretario de Montpensier».
—¿Una hoja clandestina? —preguntó Boyd.
—No, no, en absoluto, no era una hoja clandestina. Llevaba mi nombre, la indicación «Cárcel del Saladero», la fecha y el pie del impresor, Martínez, cuyo taller, por cierto, está a dos pasos de aquí, en la travesía de San Mateo. Le dije a Solís que no era yo el delator sino el delatado, y le recordé las órdenes que, para asesinar a Prim, me había dado en septiembre de 1870, en casa de Montpensier.
—¿En la calle de Fuencarral?
—Sí, al final de la calle, en el palacio de Montpensier. Terminé advirtiendo al público que mi hoja no era más que el prólogo de lo que iba a revelar. Se vendió mucho en Madrid y provincias, lo reprodujeron varios diarios y fue muy discutido en Sevilla, claro, el centro de operaciones de Montpensier y Solís. Allí se metió conmigo un periodiquillo católico y monárquico titulado
El Oriente
, cuyo lema era «Religión, Patria, Rey». Creo que ya no existe. Lo dirigía un presbítero y catedrático llamado Francisco Mateos Gago, un elemento reaccionario muy conocido en la ciudad.
Boyd se quedó de una pieza.
—¡Gago! ¡No lo puedo creer, si le conozco! —exclamó—. ¡Pero qué casualidad! Nada más llegar a Sevilla me abordó un cura cerca de la catedral y estuvo despotricando contra la República. Era él. Me llevó a ver la cripta de la Capilla Real y me mostró los ataúdes de no recuerdo qué hijos de Montpensier. Me aseguró que el duque no tuvo nada que ver con el asesinato de Prim.
—¡Claro, si son amigos! ¡A lo mejor resulta que es su confesor! Gago es un mal bicho, una víbora.
El Oriente
me atacó con tal virulencia que le contesté desde
El Jurado Federal
, otro periódico fundado por mí. —Y añadió—: ¡Es que yo he sido y soy un impenitente fundador de periódicos! Estoy preparando otro que se titulará
Los Canallas
.
—¿Y Solís le respondió?
—Sí, sí, me respondió, ya lo creo, otra vez en
La Época
, y sin añadir nada de interés. Pura palabrería. Repitió que no se fiaba de la justicia española en aquellos momentos y que por ello no se presentaba ante el juez. Dijo que no se acordaba de haberme visto a mí nunca. Que un tal Faustino Jáuregui (que era yo, claro, era uno de mis seudónimos) le había tratado de extorsionar desde la cárcel. Que ni Montpensier ni él tuvieron nada que ver con el asesinato de Prim. Y así por el estilo. Sin aportar una sola prueba de nada. La carta era flojísima y me dio pie para publicar en otro pasquín, mucho más pormenorizado, mi segunda contestación. Tuvo una tremenda repercusión.
—Necesito leer todo esto —dijo Patrick—, necesito ver esos pasquines.
—Los verá, no se preocupe. No los tengo aquí. Hace dos años trataron de robarme documentos, incluso utilizando cloroformo para narcotizarme. No lo consiguieron gracias al alcaide, que se ha comportado magníficamente conmigo, pero a partir de entonces puse todo a buen recaudo. En la imprenta de Martínez se los darán. ¡Bueno, se los venderán! Creo que todavía hay ejemplares. Y si no, yo se los paso. Mi segunda contestación, ya le digo, tuvo una tremenda repercusión.
—¿Y qué decía, más o menos?
—Le pedí a Solís, ¡al valiente ayudante de Montpensier!, que refrescara la memoria en relación con los primeros contactos que él y el duque tuvieron conmigo en junio de 1870, y que los describiera públicamente, con pelos y señales. Mencioné los 20.000 reales que me pasaron entonces para nuestros trabajos preparativos. Sobre todo le recomendé que publicara la carta que, como consecuencia del acuerdo tomado para matar a Prim, se remitió desde Madrid a Barcelona, con letras por un importe considerable para la compra de armas. Le rogué que pusiera al tanto del público los dos intentos de asesinato fracasados…
—¿En Daimiel y Aranjuez?
—Sí, para dinamitar el tren en que iba el general. Intentos que saboteamos nosotros, claro, pues habría muerto muchísima gente inocente. Bueno, le reté luego a que saliera de su escondite y nos visitara aquí en el Saladero, donde me reconocería no sólo a mí, el célebre Jáuregui, sino a los otros a quienes él había comprometido en el que creía iba a ser el asesinato del general, y a quienes, conmigo, luego abandonó a su suerte. Solís, ya se lo he dicho, estaba convencido de que a mí me habían destruido los papeles que yo tenía sobre nuestras relaciones. Se sentía seguro y por ello nos dio la espalda.
—Todo esto es lo que dijo usted en
El Acusador
—dijo Boyd.
—Claro, allí consta. Pues a Solís yo le abrí los ojos. Le dije que los papeles estaban en manos del juzgado que entendía en la causa. Era verdad. Y le expliqué por qué yo había entrado a tomar parte en la conspiración contra el general. Le conté que era para enterarme, desde dentro, de los planes de quienes trabajaban en contra de los ideales de «La Gloriosa» y de Prim, que preparaban un movimiento armado para entronar a Montpensier. Le dije que entré en el complot para evitar víctimas, en primer lugar el general, e impedir que los verdugos de mi patria se saliesen con la suya.