—¿Y cómo le cae a usted el duque?
—Le detesto —repuso Araceli—. ¡Es un engreído repelente y, además, con las mujeres se cree un dios!
Gracias a la marquesa Patrick ya tenía unas pistas nuevas. Le rogó que, si encontraba algún dato nuevo, se lo comunicara. Ella le dijo que le escribiría en cuanto tuviera noticias, o que se las comunicaría a través de Antonio. Añadió que si surgía algo importante que quisiera comunicarle, se lo podía hacer a la lista de correos.
—Además —agregó—, Benito ha comprado un piso en Madrid y tendrá que ir pronto allí a arreglar unas escrituras. Creo que le voy a acompañar. Allí nos podremos volver a ver.
Patrick había vuelto a acariciar una de las granadas mientras la escuchaba. Y le iba a explicar que la famosa y mortífera bomba de mano del mismo nombre fue inspirada por la fruta cuando, de repente, apareció a su lado Gago.
—¡Bueno, bueno, de modo que, no contento con ser ornitólogo, usted también es botánico! —exclamó el canónigo con un ademán de disimulada jovialidad.
—Le explicaba a la marquesa —improvisó Patrick— que la granada es la fruta de Afrodita, regalada por la diosa al pueblo de Chipre, tras su nacimiento, allí cerca, entre la espuma del mar.
Araceli sonrió ante la ocurrencia.
—Efectivamente —asintió Gago, mirándole con intención—. Por algo hay quienes mantienen que la famosa manzana bíblica, símbolo del pecado original, fue en realidad una granada.
«No se pierde ni una —pensó Patrick—. Los Machado tienen razón. ¡Qué bicho!»
—De todos modos —dijo Araceli, acariciando a su vez la reluciente fruta— hay que estar de acuerdo en que es hermosísima.
—Su amigo Machado Álvarez me ha dicho que usted se va pasado mañana a Madrid, señor Boyd —dijo Gago, cambiando la dirección de la conversación.
—Así es. Necesito ver a mucha gente allí. Pero dentro de un par de meses volveré… para la cita con los ánsares que usted sabe.
Cuando Machado y Boyd se despidieron de Gago y los marqueses, Patrick notó que Araceli le escrutaba con la misma intensa mirada, acompañada de una sonrisa enigmática, que había desplegado durante la escena del granado. ¡Qué mujer! Desde la muerte de Mary ninguna le había llamado especialmente la atención, hasta el punto de que a veces se preguntaba si sería capaz un día, con el tiempo, de superar su pérdida e iniciar una relación nueva. Pero Araceli era diferente. Entre ellos se había establecido, en unas pocas horas, una corriente de mutua complicidad.
¿Sólo de complicidad?
Se vería. Por el momento lo que importaba era meterse de lleno en la misión que le había traído a España.
Dos días después Patrick Boyd bajó del tren en la madrileña estación de Mediodía.
Mandó su equipaje al Hotel de las Cuatro Naciones y se dirigió sin perder un momento a la tumba de Prim, todavía provisional, en la cercana basílica de Atocha. Era consciente de que, al hacerlo, imitaba el proceder de Amadeo, cuyo primer acto en la Villa y Corte, al llegar desde Cartagena el 2 de enero de 1871, había sido arrodillarse delante del cadáver de su valedor, todavía de cuerpo presente.
Desde entonces habían pasado casi tres años durante los cuales la justicia había sido incapaz de identificar a los responsables del magnicidio.
Contemplando el sepulcro, Patrick Boyd volvió a jurar que no cejaría en su empeño de identificar a aquellos malvados, con las pruebas en la mano.
Carta de Patrick Boyd a Edward McKinley. Madrid, Café Imperial, Puerta del Sol, miércoles, 17 de septiembre de 1873.
Querido Mac:
Ya estoy en el Hotel de las Cuatro Naciones, que se acaba de mudar a un espléndido edificio nuevo al final de la céntrica calle del Arenal. Cuando vine en 1870 era una fonda, ahora es un
hotel
muy
fashionable
. Ambas palabras están de moda en Madrid, así como el término
comfort
. Hay una auténtica obsesión por estar a la altura de París y Londres, y en algún teatro hasta se ofrecen números de cancán, con el debido escándalo de beatos y reaccionarios.
Te escribo desde mi cercano cuartel general en la Puerta del Sol, el café Imperial, que de todos los que pueblan el meollo de la ciudad es el que me ofrece la mayor cantidad de alicientes. Sus grandes ventanas permiten observar el continuo espectáculo que se desarrolla en esta plaza «solar» tan famosa en los anales del país, espectáculo que no termina de día o de noche (no cierra hasta las dos y media de la madrugada como mínimo).
No puedo olvidar que en este gran teatro de la vida española el pueblo madrileño se cubrió de gloria imperecedera luchando contra los franceses en 1808. Tampoco que, si aquí se leyó la proclamación de la Constitución de Cádiz en 1812, en él también fue quemada la misma a la vuelta del miserable Fernando VII, el responsable luego de la muerte de mi padre.
El Imperial ocupa toda la fachada occidental de la plaza y da también a la calle de Alcalá y a la Carrera de San Jerónimo (donde, más abajo, está el Congreso). El local es inmenso. Y está siempre abarrotado. Aquí se agrupa en tertulias la sociedad madrileña en casi toda su variedad: toreros, políticos, periodistas, músicos, banqueros, agentes de la bolsa; yo qué sé… y los que, sencillamente, «hacen tiempo», entre ellos un montón de cesantes siempre a la espera de un cambio político que les vuelva a dar trabajo. El ruido de la gente discutiendo es indescriptible.
De día, los únicos parroquianos son hombres (a no ser que entre, casi por error, alguna turista francesa o alemana, lo cual siempre provoca jolgorio). A las primeras horas de la noche van llegando grupos familiares, de vez en cuando con alguna hija casadera, con la esperanza de que se fije en ella un «pollo» en condiciones. La consumición de tostadas es algo que hay que ver, me aseguran que Madrid despacha más que todo el resto de España y que el Imperial es la catedral de la especialidad.
Entrada ya de lleno la noche todo el mundo va al teatro, de modo que hay un poco de calma, pero hacia las doce empieza a acudir la clientela galante, la gente del cante, actores y actrices, bailarinas y bastantes individuos de aspecto
louche
, todos hablando alto, casi gritando, bueno, un verdadero pandemónium. Hay cenas, brindis, convites, discursos. Y todo el mundo opinando sobre política, por supuesto, de si Salmerón, de si Castelar, de si los carlistas, de si los ingleses, de si el cantón de Cartagena… y recetando sus arbitrios para arreglar el país. En fin, un mundo alocado.
Lo que pasa fuera no es para menos. El bullicio es perpetuo. En el centro de la plaza se ha colocado una fuente circular dotada de unos juegos y saltos de agua de gran mérito… pero que no funcionan nunca y son meta de constantes chistes. Hay un enjambre de vehículos de todas clases, desde los humildes simones, coches de punto y tartanas, pasando por góndolas y galerines, hasta el tílburi, el landó, las aristocráticas carretelas y victorias y el faetón último modelo. Todos mezclados con los ómnibus. ¡Piccadilly Circus en versión española, se diría! Además, se acaba de instalar el primer tranvía de la ciudad, que va desde Sol hasta el nuevo barrio de Salamanca, barrio de ricos. (A propósito, he conocido en Sevilla a una marquesa despampanante y ¡republicana!, muy útil para mi trabajo, cuyo marido tiene en dicho barrio un piso.)
Hay dos amplias aceras para los peatones, que van y vienen sin parar, una multitud. A las madrileñas les gustan los colores muy vivos. A los hombres los apagados. Y todos charlando y discutiendo sin pausa. Prevenidos, siempre, contra los rateros, que pululan (la gente se queja mucho de la falta de policía y de seguridad pública). El otro día conocí a un mexicano que me dijo que los españoles charlando dan la impresión de que en cualquier instante van a llegar a las manos. «Hablan muy golpeado», me dijo. Me gustó la expresión, lo dice todo: «muy golpeado».
Madrid está creciendo, se derriban tapias y edificios y está en el aire la palabra «ensanche». Es todavía minúsculo comparado con Londres o París —se cruza a pie en media hora—, con una población, según me dicen, de sólo trescientas mil almas en comparación con los casi cuatro millones nuestros, que es una monstruosidad.
Te interesará saber que, gracias a la Revolución, la capital jamás ha tenido tantos periódicos. Veinte, treinta… no sé cuántos exactamente, de todas las tendencias. Ya empezaba cuando estuve en 1870 y ahora es un alud. La gente discute diario en mano y hay que ver las disputas que se producen. Nadie convence a nadie, claro, cada uno se aferra a sus prejuicios. Lo que no se les puede negar a los españoles es su vitalidad, que es de una intensidad que a veces casi da miedo.
Dime enseguida si hay noticias de Paul Angulo. Es imprescindible que le localicemos.
Mañana voy a ver a un gran amigo de Prim, Ricardo Muñiz, que estuvo con él cuando se moría. Creo que me podrá ayudar. Te tendré al corriente…
Desde que le llegara la carta de Antonio Machado Núñez pidiéndole que tuviera la amabilidad de recibir a su amigo Patrick Boyd, Ricardo Muñiz esperaba con gran interés aquella visita. No sólo por tratarse del hijo del joven y generoso irlandés inmolado al lado de Torrijos, sino por la obsesión con el asesinato de Prim que, según el catedrático de Sevilla, no le dejaba en paz, como tampoco a él. Machado Núñez le había puesto al tanto de los encuentros de Boyd con el general en Londres, y rogado que, como íntimo de la víctima, le ayudara con su investigación. Muñiz le había contestado que sí, naturalmente, y que el periodista fuera a verle cuando quisiera.
No había ni día ni hora en que el ex militar, ex conspirador contra Isabel II y enérgico diputado no tuviera presente al insigne compañero con quien había compartido tantas peripecias bélicas y políticas a lo largo de dos décadas. Los responsables de privar a España de su adalid más eminente —en su opinión el único capaz de dirigirla hacia la modernidad, de devolverle su sosiego— no tenían perdón de Dios, fueran quienes fuesen. Muñiz lo tenía claro.
Le atormentaba el recuerdo de una conversación mantenida con Prim a principios de aquel aciago diciembre. El general estaba convencido de que la elección de Amadeo, superada la peligrosa «interinidad» de los dos años transcurridos desde la Revolución, iba a significar el inicio de una nueva era de prosperidad para España. Los Saboya eran la dinastía más liberal de Europa, razonaba, y Amadeo había demostrado su valentía y su inteligencia. Libremente elegido por el Congreso, sería el monarca que necesitaba el país. Y él, Prim, estaría a su lado para garantizar la buena marcha de la empresa. Muñiz estaba de acuerdo en todo.
«El gran mérito que tenemos, Ricardo —le había dicho el general en aquella ocasión—, y por lo que se nos hará justicia más adelante, mal que les pese a nuestros enemigos, es haber encauzado la Revolución. ¿Me entiendes? Haberla encauzado. Haber vencido a los partidos extremos con la libertad y por la libertad.»
Luego, después de expresar Muñiz su vigoroso asentimiento, Prim había añadido: «Verás cómo todo se va arreglando, y los espíritus se van calmando, a medida que se vayan convenciendo de su impotencia en el terreno de la fuerza».
El alentador comentario del general había sido provocado por unos ataques extremadamente virulentos contra Amadeo en
El Combate
. Muñiz había sugerido la posibilidad de amordazar el diario de Paul Angulo en momentos tan delicados, pero Prim no estaba conforme. La Constitución garantizaba la libertad de imprenta, le recordó, y había que tener paciencia con las provocaciones del violento jerezano. Más adelante verían qué hacer con quienes se saliesen de las normas…
Veinte días después el héroe estaba muerto y todos aquellos sueños se habían derrumbado. Amadeo sin Prim no era nada, reflexionó una vez más Muñiz, mientras esperaba la llegada de su invitado. No contaba con los apoyos necesarios, y su situación era ya imposible antes de desembarcar en Cartagena. Desde entonces habían pasado casi tres años y el ex rey estaba otra vez en Italia después de su fútil peripecia española.
A todo esto la República, condenada desde su nacimiento al casi inevitable fracaso, seguía incapaz de desvelar la clave del magnicidio de la calle del Turco. Era vergonzoso. Menos mal, pues, que un periodista extranjero —que además, según Machado Núñez, tenía fama de riguroso— estaba empeñado en arrojar luz sobre la autoría del crimen que tanto daño había hecho —y que le continuaba haciendo— al buen nombre de España. Claro que haría todo lo que estuviera en su poder por ayudarle.
A las once de la mañana en punto Boyd llamó a la puerta de la casa donde vivía Muñiz, en la calle de Atocha, a dos pasos de la iglesia de San Sebastián, cuyos alrededores reunían, esta soleada mañana de septiembre, un abigarrado tropel de mendigos.
El encuentro no pudo ser más agradable y estimulante para ambos, y en el despacho de Muñiz, con su acumulación de libros, papeles y recortes de periódicos, hablaron de diversos temas nacionales e internacionales, acostumbrándose el uno al otro, antes de abordar el asunto que les interesaba y preocupaba tanto a los dos.
Fiel a la promesa que le había hecho a Machado Núñez, Muñiz le contó a Boyd lo que sabía de la trágica muerte de su gran amigo. Todo lo fue apuntando el irlandés.
—El 26 de diciembre de 1870 —empezó—, es decir, el día anterior al asesinato, muy temprano por la mañana, llamó a la puerta de mi casa, aquí en la calle de Atocha, el director del diario
La Discusión
, don Bernardo García, con quien yo tenía, y sigo teniendo, una relación amistosa. El hombre estaba muy agitado, muy nervioso, y me entregó una lista de diez personas que, según me dijo, iban a cometer una tropelía en Madrid inminentemente. No me dijo de dónde procedía la lista, estuvo discreto. A su juicio urgía detenerlos a todos enseguida, y me rogó encarecidamente que, sin perder un segundo, pusiera al tanto a Prim. Miré la lista, vi que la encabezaba José Paul Angulo y deduje al momento que se trataba de atentar contra el general. Fui corriendo al Ministerio de la Guerra, donde tenía Prim su residencia oficial, el palacio de Buenavista, y se la mostré. Reaccionó con indiferencia. Me dijo que recibía cada día una amenaza o varias, que no les hacía nunca caso, que a él no le iba a matar ninguna bala asesina, que, de morir de manera violenta, sería en el campo de batalla, y así. Lo de siempre. Con todo, me pidió que informara del asunto al nuevo gobernador civil de Madrid, Ignacio Rojo Arias, para que procediera a la detención de los sospechosos. Fui inmediatamente a verle y le di la lista.