El lugar, para quien no esté al tanto, no ofrece un aspecto siniestro, al contrario. Unos pescadores, sentados sobre la arena, remendaban, charlando animadamente, sus redes. Había un par de chiquillos desharrapados jugando entre unos escombros, acompañados de un perro raquítico. Y nadie más. Volaban cerca de la playa tres o cuatro charranes con gritos estridentes que de repente caían en picado sobre su presa, unos pececillos brillantes, quizás boquerones. Salía del puerto un vapor rumbo a quién sabe dónde.
Me aproximé a las olas. Y casi con los pies en el agua musité, una vez más, el noble soneto que dedicara Espronceda a Torrijos y sus valientes:
Helos allí; junto a la mar bravía
cadáveres están, ¡ay!, los que fueron
honra del libre, y con su muerte dieron
almas al cielo, a España nombradía.
Ansia de patria y libertad henchía
sus nobles pechos que jamás temieron,
y las costas de Málaga los vieron
cual sol de gloria en desdichado día.
Españoles, llorad; mas vuestro llanto
lágrimas de dolor y sangre sean,
sangre que ahogue a siervos y opresores.
Y los viles tiranos, con espanto,
siempre delante amenazando vean
alzarse sus espectros vengadores.
Estaba conmovido imaginando lo ocurrido allí aquel nefasto amanecer. ¡Cincuenta vidas segadas por su «ansia de patria y libertad»! Pero no segadas inútilmente. No. Inspiraron a quienes vinieron después, entre ellos mi admirado Prim. Traicionado luego como Torrijos.
¡Pobre Prim! ¡Incauto! Es mi obligación descubrir cómo fue. No descansaré hasta conseguirlo.
Después alquilé un coche para que me llevase al cementerio inglés. Y qué ironía, ahora que lo pienso: se sitúa al inicio de la carretera de Vélez Málaga, es decir de la carretera que, de haber sido distinta la suerte, habría permitido a Torrijos conectar rápidamente con sus apoyos en la ciudad.
El cementerio creado por el cónsul William Mark es de una belleza extraordinaria. Se trata de un auténtico jardín botánico cercado por una impenetrable valla de chumberas. Y, además de los cipreses inexcusables en cualquier camposanto mediterráneo, ostenta una heterogénea profusión de árboles y plantas de brillante colorido, destacándose unas descomunales buganvillas de un rojo escandaloso.
El sol ya picaba, y al fondo, para que no faltara nada, palpitaba un mar azul turquesa.
En un rincón del lugar me sorprendió atisbar un diminuto y hermoso templo dórico. Más que a la Acrópolis ateniense tuve la sensación de haber sido transportado a una finca aristocrática de la campiña de Kent o de Dorset, sólo que la alocada lujuria de la vegetación circundante hacía imposible que tal espejismo durara más de unos segundos.
Un jardinero me llevó al plinto erigido por Mark en memoria de mi padre. Es una obra elegante, con verja de hierro alrededor y una placa de mármol donde se lee: «A la memoria del señor Robert Boyd, de Londonderry, Irlanda, amigo, y con ellos mártir, de Torrijos, Calderón y compañía, que cayó en Málaga por la sagrada causa de la libertad el 11 de diciembre de 1831, a la edad de veintiséis años».
Hubiera preferido estar solo pero el jardinero permanecía a mi lado.
—Mucha gente viene a verlo —me aseguró—. Muchos ingleses, ¿sabe usted? Y algunos lloran.
Yo también experimentaba ganas de llorar pero me contuve. Le pedí que me indicara la tumba de la víctima. Me llevó a un pequeño recinto rodeado de una tapia encalada, cincuenta metros más allá: el cementerio original. Sentí un escalofrío en el alma al irme acercando al sitio que me señaló, a la derecha de la cancela.
Dándose cuenta de mi perturbación, el hombre me dejó solo.
Se trataba de una tumba muy sencilla decorada con conchas marinas, sin inscripción alguna. Encima había unos geranios secos con una hoja manuscrita que decía: «Honor eterno al generoso irlandés que dio su vida por la libertad de España». ¿Quién la puso? No lo sabré nunca. Esta vez no pude impedir las lágrimas. Luego, más compuesto, le pedí al jardinero, que esperaba en la cancela, unas rosas rojas. Le dije que Robert Boyd era pariente mío. Me cortó cinco o seis y las dejé al lado de aquel mensaje. Y salí, hondamente afectado, del camposanto.
Volví a la ciudad andando, pensativo, y fui a visitar el noble obelisco levantado por el ayuntamiento liberal, en 1842, a la memoria de los héroes que, menos mi progenitor, están enterrados debajo. Está en el centro de la plaza de Riego. Me emocionó leer allí el nombre de mi padre, el único extranjero del grupo, entre los de aquellos patriotas. «El mártir que transmite su memoria no muere, sube al templo de la gloria», proclama una de las leyendas rimadas que adornan el monumento. Y otra: «A la vista de este ejemplo, ciudadanos, antes morir que consentir tiranos».
No pude por menos de pensar, mientras contemplaba el obelisco, en el violento fin del sanguinario Vicente González Moreno, inmisericorde brazo ejecutor de aquella barbarie, despedazado unos años después, sin contemplaciones, por sus propios soldados.
¡Qué prisa nos damos los hombres por matarnos los unos a los otros! Parece ser que no aprendemos nada de la historia, nada de la filosofía, nada del sentido común.
Después fui a ver al cónsul británico. Me recibió correctamente pero sin amabilidad. Me agradeció mi telegrama, en que le había informado de mi deseo de ver la tumba de mi padre, y me dijo que sólo llevaba un año en el puesto. No tardé muchos minutos en percibir que no estaba muy al tanto de lo ocurrido con Torrijos y sus valientes.
Le pregunté por su opinión sobre la actualidad política. Se mostró muy escéptico acerca de las posibilidades de que pudiera sobrevivir la República. El gran problema, insistió, es que aquí nadie se pone de acuerdo con nadie, no hay nunca consenso. Todo se reduce a una exuberancia verbal indisciplinada, según él, y está cundiendo otra vez la fatal tendencia al separatismo.
Me interesaba saber algo de lo ocurrido recientemente en Málaga.
—¡Fue un desastre! —me aseguró, no sin cierto desdén—. Los federales locales, cansados de esperar a que el gobierno actuara, se salieron con la suya y proclamaron sin más el cantón. ¿Usted se imagina? ¡El cantón independiente de Málaga!
Mientras hablaba, yo recordaba mi conversación con Pedro, el cochero de Gibraltar.
—El cantón fue un desastre —siguió—, como no podía ser de otra manera. Si usted hubiera estado aquí hace tres semanas habría visto cómo acabó el ejército con aquella farsa. ¡Menudo es el general Caballero de Rodas! Y ahora los federales y sus amigos mandan y cortan en Cartagena. En cuanto a los carlistas, traerían otra vez, si pudiesen, la Santa Inquisición y los autos de fe. Por no hablar de los catalanes, que lo que quieren en el fondo es su propio Estado.
Era evidente que las simpatías del cónsul no estaban con la República. Tenía facciones duras, ojos suspicaces. No me caía nada bien. Además tenía un acento inglés de élite que me reventaba.
—Desde la Revolución han pasado exactamente cinco años —continuó perorando el individuo—. Cinco años de libertades como jamás ha habido en España. ¡Y el país está peor que nunca! La República sólo lleva siete meses y ya estamos con el tercer presidente del Poder Ejecutivo. Figueres duró dos meses, Pi y Margall, tres, y Dios sabe cuánto tiempo podrá resistir Salmerón. España no puede seguir así, señor Boyd, créame. La restauración borbónica es inevitable… y está a la vuelta de la esquina.
—¿Y Amadeo? —le pregunté, para ver su reacción—. ¿Cómo fue posible que Prim optara por un duque italiano, y que encima lo votara el Congreso?
—Amadeo era el mal menor —me respondió—. Prim ofreció la corona primero a Fernando de Portugal, que no la quiso, y luego a Leopoldo de Hohenzollern, iniciativa que fracasó ante la negativa de Napoleón III, que temía una alianza hispano-prusiana. Aquello, claro, enfureció a Bismarck y fue la chispa que encendió la guerra franco-prusiana. Pero, perdóneme, todo esto no hace falta que se lo diga a usted.
«Ah —pensé—, sabe más de mí de lo que yo creía.»
—Estuve en París al final de la guerra —le contesté—. En mayo del 71, con la Comuna. Fue una guerra atroz. Una locura. Dicen que hubo doscientos mil muertos entre ambos ejércitos y el doble de heridos. Una monstruosidad.
El hombre luego volvió a Prim para insistir en que el general no estaba en contra de la institución monárquica como tal y que lo que quería para España era una monarquía constitucional, moderna, europea, no una República como la que ahora, por desgracia, estaban padeciendo los ciudadanos.
La pomposidad del personaje me empezaba a molestar seriamente.
—Y lo consiguió en 1869 —tercié, para decir algo.
—Sí —continuó—. Ahora bien, Prim era muy consciente, cómo no, de que había que encontrar cuanto antes a un rey. Que había que resolver sin demora el problema sucesorio. Y optó, finalmente, como mal menor, por Amadeo. Si no le hubiesen asesinado, las cosas habrían ido, a mi juicio, razonablemente bien. Pero con Prim muerto el experimento estaba abocado sin remedio al fracaso.
Le dije que estaba de acuerdo con él… y allí terminó nuestra conversación.
Pasado mañana estaré en Sevilla y podré empezar mi trabajo. Qué ganas tengo. Espero que Machado Núñez haya recibido mi telegrama. Me hace muchísima ilusión nuestro encuentro.
El domingo 7 de septiembre de 1873, a eso de las dos de la tarde, el tren, bordeando la ribera izquierda del Guadalquivir, llegó a las afueras de la capital andaluza. Se apoderó entonces de los viajeros extranjeros —no tanto de los españoles— una intensa excitación, a la cual Boyd en absoluto se podía sentir ajeno. «Quién no ha visto Sevilla, no ha visto maravilla», ¿no lo proclamaba así la copla que recogían todos los libros?
El ómnibus de la Fonda de Londres, donde el periodista había reservado por telegrama una habitación, esperaba a sus clientes en la estación. Eran pocos —un matrimonio alemán y dos parejas francesas—, y al cabo de unos instantes, debidamente colocadas las maletas y otras pertenencias de los pasajeros, el vehículo transitaba hacia la plaza Nueva.
La Fonda de Londres, que ocupaba casi todo el lado oeste de la plaza, era el establecimiento preferido de los británicos que llegaban a Sevilla. Un anuncio insertado en la
Guía de Sevilla
para 1873 —que Machado había enviado amablemente a Boyd unos meses atrás— aseguraba que allí no echarían nada de menos los turistas más exigentes, y que el establecimiento, que contaba entre su distinguida clientela a un Rothschild, ofrecía a sus huéspedes un
comfort
y un ambiente
fashionable
sin parangón en la ciudad.
La habitación de Boyd daba a la plaza, dominada, justo enfrente, por el ayuntamiento. Una cómoda butaca invitaba a leer, y para los menesteres epistolares había una mesa con lámpara para su uso nocturno. Abajo, en la primera planta, un salón espacioso ponía a disposición de los clientes una selección de periódicos tanto locales y madrileños como extranjeros, y no faltaba un comedor elegante. Patrick se sintió enseguida a gusto. Además la oficina de telégrafos se situaba no lejos, al final de la calle de Sierpes, donde, según le aseguró el gerente, se pavoneaba cada tarde, cuando hacía buen tiempo, la flor y nata de la sociedad sevillana.
Nada más llegar a la fonda, la misma persona le había entregado un sobre. Era un mensaje de Machado. Le daba la bienvenida a la ciudad y confirmaba que le estaría esperando en el rectorado de la universidad a las once de la mañana siguiente.
Terminaba con una afectuosa invitación para comer con él y su familia después del encuentro.
Tras ordenar sus cosas y almorzar, Patrick se echó sobre la cama e, invadido por una irresistible somnolencia —hacía mucho calor— durmió profundamente dos horas.
Se despertó sobresaltado en medio de un sueño alucinante en que unos
bobbies
ingleses le perseguían con sus silbatos por las calles de Gibraltar. ¿Qué crimen había cometido allí? No lo sabía, sólo que le era imprescindible escapar con la mayor rapidez posible del enclave británico.
Poco después se dirigía hacia la Giralda, dispuesto a escalarla sin demora. Las calles estaban abarrotadas de gentes que acababan de salir de sus casas para gozar del frescor de la tarde.
Desde la plaza de la Virgen de los Reyes contempló absorto la airosa torre. El campanario cristiano añadido durante el siglo XVI le parecía de una elegancia que en nada desentonaba con el antiguo alminar musulmán. Al contrario, pensó, formaban juntos una incomparable síntesis de la arquitectura oriental y occidental.
Notó que allí en lo alto, justo debajo del Giraldillo, en un friso de grandes letras azules, se leían las palabras «PROVERB 18 TURRIS». Se trataba, evidentemente, del inicio de una cita de Proverbios. Algo sobre torres. Decidió dar la vuelta a la catedral para satisfacer su curiosidad al respecto.
Siguiendo su camino pudo leer pronto el resto de la inscripción: «FORTISSIMA NOMEN DNI». «Nomen» no dejaba lugar a dudas, pero ¿«DNI»?
—«Torre fortísima es el nombre de Dios» —dijo una voz a su lado—. «Proverbios 18, versículo 10.»
Un cura, pequeño y gordinflón, todo vestido de negro, se le había acercado silenciosamente.
—Usted es irlandés, por ello me he permitido la libertad de abordarle —explicó con una sonrisa de satisfacción.
—¡Qué me dice! —exclamó Patrick, cuya sorpresa se había convertido en desconcierto—. ¿Cómo diablos sabía usted que soy irlandés?
—Es que estuve tres años en un colegio de Tipperary. Me he dado cuenta por la configuración de su cara y por su piel, bastante pálida, con pecas, y también por este cabello rojizo que se asoma por debajo de su sombrero y que siempre delata a un hijo de la Verde Erin.
Boyd seguía boquiabierto.
—Bueno, si usted lo dice —murmuró.
—Nunca fallo, nunca me equivoco. Y mis víctimas siempre se quedan incrédulas, como usted. Le ruego —agregó— que perdone mi indiscreción, pero no lo he podido evitar.
—Me ha dejado usted confuso de verdad. Casi sin palabras, lo cual para un irlandés es muy difícil.
—Lo que no entiendo es cómo habla usted con tanta soltura nuestro idioma, casi casi como si fuera un español más. Esto sí que me está sorprendiendo.
—Es que nací en Gibraltar —explicó Patrick—. Mi padre era militar irlandés destacado en el Peñón y mi madre una andaluza de Algeciras. Me llevaron a Galway cuando tenía diez años y allí mi madre me siguió hablando en español. Así se explica todo.