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Authors: Ian Gibson

Tags: #Histórica, Intriga

La berlina de Prim (3 page)

Después de comer alquilé un coche para llevarme a Europa Point. Le dije al cochero que fuéramos tranquilamente, que no había prisa, que no le atizara demasiado al caballo. Deseaba saborear cada segundo del trayecto, verlo todo, sentirlo todo, rememorarlo todo, disfrutarlo todo. No tenía muchas ganas de hablar, pero el hombre resultó tan simpático y locuaz que me resigné. Me dijo que se llamaba Pedro García y que era de La Línea. Frisaría los sesenta años. Mientras se abría ante nosotros todo el esplendor de la bahía de Algeciras, con su hilera de montañas detrás, le ofrecí un puro, recordando lo que dice Richard Ford en su famosa guía: que en España no hay nada como el tabaco para franquear las puertas de la confianza y de la comunicación. No le dije nada de mi nacimiento en Gibraltar, pero sí que mi madre era andaluza —lo cual explicaba mi dominio del idioma— y mi padre irlandés. Y que quería conocer el sur y a sus gentes.

Le pregunté por la República.

—¡La República! —exclamó con sorna—. ¡En España no hay República ni hay ná!

Y empezó a despotricar contra los políticos, todos los políticos sin excepción, con una letanía de expresiones despectivas que me sería imposible transcribir, y no todas las cuales entendí.

—Hace unos meses montaron un cantón en Cartagena y allí están todavía —siguió—. Luego en Valencia, en Murcia, en Cádiz, en Sevilla, en Málaga, yo qué sé. Vino el ejército y acabó con ellos. Ya le digo, aquí cá uno a lo suyo, y de República, ná de ná.

Entretanto iba yo mirándolo todo. Y recordando, recordando. Mi primera escuela, con aquel viejo maestro tartamudo… Nuestras visitas a Ronda, a Jerez… Las excursiones botánicas con mi padrastro, a veces a lo más alto de la Roca (hoy, después de la acción justiciera del sol de verano, sólo vi hojas resecas y algún pétalo marchito entre las grietas de los peñascos, pero la garriga mediterránea resiste como siempre, verde, espesa y lozana, con profusión de lentiscos y enebros).

Pedro seguía arremetiendo contra los políticos. Que si Salmerón, que si los federales, que si los carlistas, que si…

—¿Y el general Prim? —le interrumpí—. ¿Qué dicen en La Línea del general Prim?

—Dicen que fue de lo más grande. Un caballero y un valiente. El único capaz de poner orden. Y que por ello lo mataron. Por envidia vil y por odio.

—Pero ¿quiénes?

—Esto yo no lo sé. Alguien lo sabrá, digo yo. Y tanto. Él fue quien trajo al Macarroni, y no se lo perdonaron.

No pude contener la risa.

—¿A Amadeo, dice?

—Sí, al rey italiano, al Macarroni ese, que luego estuvo dos años. Dicen que mataron al general pá que no viniera desde Roma. Pero era demasiado tarde, claro, estaba ya embarcao y venía hacia acá, hacia Cartagena.

Mientras cruzábamos por Rosia aparecieron sobre nuestras cabezas unas águilas volando hacia el sur, hacia la costa africana. Y es que viene el otoño y pronto empezará la emigración masiva de aves rapaces al otro lado del Estrecho. Miré hacia arriba, hacia la Torre de O’Hara, donde presencié el espectáculo por vez primera. Águilas, miles y miles de ellas —grandes, más pequeñas—, milanos negros, aguiluchos, halcones de diversa índole, el cielo estaba lleno de ellos aquella mañana de mi infancia, ¿cómo olvidarlo?

Íbamos llegando a Europa Point. El nombre es un engaño, ahora me doy cuenta, porque la verdadera «punta» de Europa es Tarifa, a sólo ocho kilómetros de África, siete menos que Gibraltar. Una vez más, la intragable prepotencia inglesa.

Al otro lado del Estrecho se erguía Jebel Musa, hermano menor del Peñón, arropado de una tenue calima.

Me dijo Pedro, aportando sin duda una pizca de exageración andaluza, que, cuando sobrevino el cataclismo que separó Europa de África, se produjo «una catarata de 10.000 metros de altura» por la cual fue cayendo el agua del Atlántico para formar el Mediterráneo. La horrenda imagen me sacude todavía al escribir.

Me bajé del coche y estuve contemplando el maravilloso panorama durante media hora.

Volvimos al hotel. En el salón, después de comer, hojeé el
Chronicle.
¡No ha cambiado nada, ni su formato ni su contenido! Es exactamente como lo recuerdo en nuestra casa, como si no hubieran pasado tres décadas. Gibraltar y sólo Gibraltar es lo que le sigue interesando: qué es lo que ha dicho el gobernador, cuándo tendrá lugar la próxima fiesta en la Alameda, cómo avanzan las obras que se están llevando a cabo en el hospital militar, qué tiempo se prevé para mañana, qué barcos acaban de llegar o van a llegar… No había nada sobre la actualidad política española, sobre la marcha de la República. Nada en absoluto, ni una línea. Y es que, para Gibraltar, España no existe. Bueno, sí existe: para excursiones a los alrededores y la caza de jabalíes o zorros, o la visita de rigor a Ronda.

Se me ocurrió que sería muy interesante comprobar qué dijo el diario acerca de la trágica empresa de Torrijos. Y decidí visitar la biblioteca de la Guarnición.

Hacia allí me encaminé por la tarde.

La biblioteca es impresionante, con una amplia sala de lectura y cómodos asientos, como si de un club londinense se tratara. Le pregunté al encargado si podía consultar el
Chronicle
correspondiente a diciembre de 1831. Me dijo que sí, por supuesto, que tenían la colección completa encuadernada año por año.

Las ventanas estaban abiertas y daban a un jardín con césped esmeradamente cuidado y frondosos árboles. Cantaba un mirlo, como si estuviéramos en Hampstead o Richmond.

Me trajo enseguida el tomo. Lo abrí con emoción y fui repasando las páginas hasta llegar a la fatídica fecha del 11 de diciembre. No había nada el 12, el 13, el 14, el 15, el 16 ni los días siguientes. Seguí buscando hasta finales del mes y mediados de enero de 1832. Nada. Para el
Chronicle
no había ocurrido absolutamente nada en Málaga. ¿Qué les importaba a los militares de Gibraltar el fusilamiento de medio centenar de enemigos del régimen dictatorial de Fernando VII, aunque hubiera estado entre ellos un caballero británico de veintiséis años, un tal Robert Boyd, por más señas antiguo oficial del ejército de Su Majestad?

Experimenté algo así como una ráfaga de desdén, casi de odio. Y abandoné la sala sin más.

En Gibraltar siguen cerrando la frontera a las siete de la tarde y se impone en toda la Roca un silencio sepulcral. Es un espanto. Son ahora las nueve, y desde mi habitación, con la ventana abierta, no se oye voz humana. ¡Qué horror! Mañana por la mañana llegará, si no hay contratiempo, el buque de la Compagnie Transatlantique, con rumbo a Marsella, y me dejará en Málaga. Seguiremos casi la misma ruta que Torrijos y los suyos. Necesito este peregrinaje antes de meterme de lleno en mi investigación, como se lo dije a McKinley. Se lo debo al recuerdo de mis padres y a mí mismo.

Capítulo 5

Diario de Patrick Boyd. Málaga, Hotel Hernán Cortés, jueves, 4 de septiembre de 1873.

¡Qué alivio haberme escapado del presidio gibraltareño! Y qué estupendo el breve trayecto marino, con sus bonitas vistas de la costa andaluza, acurrucada al pie de interminables montañas calcinadas por el sol y, al fondo, dominándolo todo, la majestuosa y altísima cumbre de Sierra Nevada.

Hacía una tarde espléndida, apenas se movía el mar, apenas transitaba por el cielo una nube.

A mitad de la travesía me sentí impelido, irresistiblemente, a releer la carta de despedida de mi padre. Al sacarla de la carpeta, recordé la emoción con que la recibí de manos de mi madre poco antes de su muerte, cuando me contó por primera vez la verdad de mi alumbramiento:

Málaga, 11 de diciembre de 1831

Mi adorada Mercedes, mi luz, mi vida, prepárate.

Todo está perdido. Estamos en capilla. Hemos sido traicionados. No pudimos llegar a nuestro destino, que, como sabes, era Vélez Málaga. Nos esperaba un buque de guerra en Punta de Calaburras, avisado por un traidor, y tuvimos que desembarcar cerca de Fuengirola y huir hacia el interior. Torrijos estaba todavía convencido de que, al difundirse la noticia de nuestra presencia cerca de Málaga, nos secundaría —como se nos había asegurado— la guarnición. ¡Vana esperanza! En Mijas las milicias nos recibieron a balazos. Cruzamos la sierra a marchas forzadas y llegamos a Alhaurín de la Torre. Allí caímos en una trampa y nos apresaron. Fue inútil la resistencia, eran muchos y estábamos muy cansados y muy mal armados. Nos condujeron aquí a Málaga y nos encerraron en este convento de frailes carmelitas.

Te escribo a vuelapluma. Dentro de algunas horas vamos a ser ajusticiados sin piedad por haber querido sacudir el cruel yugo que oprime el cuello del desafortunado pueblo español.

El gobernador, el general Vicente González Moreno, dirigió personalmente nuestra persecución. Tiene fama de carnicero. Torrijos luchó a sus órdenes unos años atrás y sabe cómo es. Dicen que en 1808, durante la guerra contra Napoleón, masacró en Valencia a seiscientos ciudadanos franceses. No sabemos por qué no nos mató a todos allí mismo en Alhaurín de la Torre. Habría sido lo normal. La bestia, mal rayo le parta, envió enseguida un recado a Madrid, y el rey Fernando, implacable como siempre con sus enemigos, ha rechazado el indulto. Hoy llegó su respuesta. Ha firmado él mismo nuestra sentencia de muerte. Todos sin excepción seremos pasados por las armas, incluso un muchacho que se juntó con nosotros y que no tenía nada que ver con la empresa. No ha venido a verme el cónsul, William Mark. Quizás le fue denegado el permiso. Me imagino que desaprueba mi participación, de todas maneras, en esta malograda aventura contra un régimen, al fin y al cabo, aliado. Dicen que es excelente persona. No sé si ha pedido para mí el indulto. Aunque así fuera me negaría a aceptarlo por el único hecho de ser súbdito británico, y abandonar así a mis cincuenta amigos del alma. ¡Nunca! ¡Con mi honor por los suelos! Sabía perfectamente el peligro que asumía al meterme en este asunto y no tengo más opción que aceptar las consecuencias de mis actos.

Me creo capaz de afrontar la muerte con dignidad, pero lloro por Torrijos y los demás. Pusieron su vida al servicio de la libertad de su malhadado país y ahora la van a perder. Lloro por ellos y por sus familias, sus mujeres, sus hijos, sus amantes. Lloro por España. ¡Con qué ilusión salimos de Inglaterra y luego de Gibraltar! ¡Con qué orgullo! ¡Y ahora esto!

Tal vez venga todavía a verme Mark. Si no, uno de los frailes me ha dado su palabra de honor de que le entregará esta carta. Mark se sentirá en la obligación, seguramente, de hacértela llegar. Tengo que creerlo.

Mercedes de mi alma, nunca pensé, ni en mis más extravagantes sueños, que pudiera un día tener a una compañera como tú, tan bella, tan inteligente, tan buena. Los meses que hemos estado juntos desde aquel mágico encuentro en el Peñón me han llenado de felicidad. Me horroriza la idea de no poder casarme contigo, de nunca más tenerte entre mis brazos, de nunca más pasear por la Alameda contigo de la mano. Cuando conocí a Torrijos en Londres y me infundió su pasión por la libertad de España (a mí, a Tennyson, a Carlyle y a tantos más); cuando me hablaba de la esperanza que en su momento representaron para la causa las Cortes de Cádiz, esperanza luego hundida por la vuelta del rey felón; cuando evocó ante mis ojos la hazaña de su amigo Riego en 1820, y del júbilo de aquellos tres años liberales, arruinados por los malditos franceses y la reposición otra vez de Fernando sobre el trono del absolutismo… comprendí que tenía la obligación de ofrecer mi fortuna y mi vida para la salvación de España. Lo que no podía saber era que una consecuencia de aquella decisión iba a ser conocerte a ti y merecer tu amor.

Necesito ser fuerte, no debo desfallecer. Mis compañeros, los que así lo desean, están siendo confesados por los carmelitas. No tengo tal consuelo. Tampoco lo deseo. No creo en el Dios bíblico y tampoco en Cristo, como tú bien sabes, aunque su mensaje de amor al prójimo me parece sublime. Cuando venga el momento pensaré en ti, sólo en ti, mi Mercedes, mi vida. Y en el niño nuestro, o niña, que llevas en las entrañas y a quien yo deseo, como a ti, todas las bienandanzas del mundo.

Me han dicho que Mark acaba de inaugurar el cementerio inglés de Málaga, cerca del mar. Antes enterraban a los no católicos, protestantes y demás herejes e infieles en la playa, por la noche, para que las olas se los llevaran (o los perros se los comiesen). Pero ya terminó trato tan ignominioso y parece decisión del destino que yo sea el primer inquilino del nuevo camposanto.

Mercedes mía, sé que tú me llorarás amargamente. Pero eres joven y hermosa, ¡sólo veintitrés años!, y el tiempo todo lo curará. Te casarás con otro, y yo, cuando me recuerdes, seré como un querido hermano mayor muerto a destiempo. En mi testamento está todo previsto. Puedes confiar absolutamente en Webster, es de los nuestros y no te fallará. Deseo que seas feliz y te ruego, es lo único que te pido, que, con el paso de los años, no te olvides enteramente del loco pelirrojo irlandés que tanto te amaba y que hubiera querido pasar el resto de su vida contigo, buscando aventuras y quizás deshaciendo algún entuerto por esos mares de Dios.

¡Ah, eso también, que en su momento sepa nuestro retoño quién fue su progenitor! ¡Que le produzca orgullo llevar sangre mía en las venas!

Vendrán pronto a por nosotros, tengo que dejar de escribir.

Mi amor, mi vida, te estrecho contra mi corazón.

Eternamente, tu Roberto.

Como siempre, al releer la carta, me sentí invadido de una profunda tristeza. Y, mirando ahora la costa malagueña, más que nunca. Estábamos a pocas millas del litoral y se veía con claridad la Punta de Calaburras, que me señaló un comerciante de Almería. Saqué mi telescopio para verla aún mejor. «De modo que fue por aquí, más o menos —pensé—, donde salió al encuentro de los héroes aquel buque, iniciando así la debacle.» Me estremeció —y me estremece mientras escribo— imaginar su desaliento al darse cuenta de que las autoridades fernandinas conocían sus planes y les esperaban, armados hasta los dientes.

Una hora después, cuando ya oscurecía, fondeamos en el puerto de Málaga y me vine derecho a este hotel, por cierto no muy cómodo, donde ahora apunto todo esto.

Capítulo 6

Diario de Patrick Boyd. Málaga, Hotel Hernán Cortés, viernes, 5 de septiembre de 1873.

A las ocho de la mañana fui andando a la playa de San Andrés, que está a quince minutos del hotel. Me senté debajo de un pino que hay en su borde y traté de recomponer, emocionado, la terrible escena que se desarrolló allí hace ya casi cuarenta y tres años.

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