No le iba a decir toda la verdad al cura, desde luego.
—¡Válgame la Virgen! Conozco bien Galway. Pero perdone usted, no me he presentado: Francisco Mateos Gago Fernández, canónigo de la catedral, doctor de sagrada teología y catedrático de hebreo y árabe del seminario conciliar de Sevilla, para servirle a usted.
Y le tendió la mano.
—Patrick Boyd, periodista —dijo éste, estrechándosela.
El cura le miró con interés.
—Conque periodista, ¿eh? ¿Y va a escribir sobre nosotros?
—Sí, sí. Me interesa mucho lo que está ocurriendo actualmente en el país. Dentro de algunos días iré a Madrid para hablar con políticos allí, pero primero deseaba ver Sevilla. Luego creo que volveré en octubre o noviembre, un amigo mío me ha invitado a acompañarle al Coto de Doñana. Soy ornitólogo en mis minutos libres, y me desvivo por ver los ánsares que allí pasan el invierno.
—Me han hablado de ellos.
—Parece ser que hay decenas de miles, y que vuelan en bandadas inmensas a las dunas cada amanecer, para comer arena.
—¡Para comer arena! —exclamó Gago Fernández, incrédulo—. Nunca he oído tal cosa. ¡Para comer arena! ¿Y para qué iban a comer arena unos gansos, si se puede saber?
—Para ayudarles a digerir las castañuelas. Son su alimentación principal en el Coto, una especie de tubérculo. Los ánsares no tienen jugos gástricos y la arena les sirve para triturar las partes duras del bulbo. Vamos, les purga el estómago. Quiero ver el espectáculo con mis propios ojos.
—¡Válgame la Virgen! —repitió el sacerdote.
Todavía charlando llegaron a la calle del Gran Capitán, y después de pasar delante de la entrada principal de la catedral, con su panoplia de santos, a la plaza de la Virgen de los Reyes, donde Boyd había iniciado media hora antes su vuelta al perímetro del ingente templo.
Decidido ya a servir de guía al alto extranjero, Gago Fernández le dijo, indicando la catedral:
—Si usted permite, me gustaría mostrarle algo que creo será de su interés. Está aquí a dos pasos.
Boyd empezaba a sentirse agredido en su intimidad por la insistencia del cura, pero decidió aguantarle un poco más, juzgando que quizás aprendería algo.
Unos segundos después contemplaban, en el muro del templo, un imponente escudo de armas del emperador Carlos V.
Patrick intuyó que el cura le iba a soltar una arenga patriótica. No se equivocaba.
—Antes de que los españoles descubriéramos América gracias a los Reyes Católicos —empezó—, las Columnas de Hércules marcaban el término del mundo conocido. Esto lo sabe usted muy bien, pues nació en una de ellas, ¡si se puede nacer en una columna! —Se rió estrepitosamente—. Pues bien —siguió—. Los antiguos decían que más allá de las Columnas de Hércules no había nada, NON PLUS ULTRA. Pero cuando nosotros descubrimos el Nuevo Mundo había que cambiar aquel lema, claro. Había que ponerlo al día. Y quitamos el «NON» y lo dejamos en «PLUS ULTRA». Es decir, donde antes decía «nada más allá», nosotros contestamos: «Sí, señores, sí hay algo más allá, y ese más allá lo hemos descubierto los españoles con nuestro esfuerzo, con nuestra valentía, con nuestro arrojo y, sobre todo, con nuestra fe en Dios».
—Es decir —observó Patrick para complacerle—, que a partir de entonces cambió la significación de las Columnas de Hércules.
—Sí, sí, veo que usted me entiende. Los Reyes Católicos no estaban dispuestos a arredrarse ante el consejo tan timorato de los antiguos y decidieron apoyar, con razón, la empresa de Colón. A partir del descubrimiento de América las Columnas ya no sólo marcaban el límite oeste del Mediterráneo, sino que se convirtieron en pórtico del Nuevo Mundo.
—¡Bravo! —aplaudió Patrick, que no tuvo más remedio, pese a su creciente irritación, que admirar aquella apasionada defensa de la Hispanidad.
—Pero sigamos con el escudo, si usted me permite —propuso el canónigo, muy pagado de sí mismo—. Como usted está viendo, el muro donde está colocado tiene forma semicircular. Pues es el ábside de la Capilla Real, que mandó edificar el emperador para albergar dignamente los restos de San Fernando, el conquistador de la Sevilla musulmana, así como la imagen de nuestra santísima patrona, la Virgen de los Reyes. ¡España, mi querido amigo, ya no es la España de San Fernando, de los Reyes Católicos y de Carlos V! ¡Y menos aún bajo esta ignominiosa República impía y desordenada que estamos padeciendo, y que quiera la Madre de Jesús acabe pronto!
—¿No está usted a favor de las nuevas libertades, pues? —aventuró Patrick para ver la reacción del cura.
—Yo no estoy a favor para nada de esta República atea. En aquellos tiempos esplendorosos los españoles teníamos el imperio más poderoso del universo, ¡mire usted las garras del águila bicéfala!, y se propagaba debidamente la palabra de Dios en nuestros dominios. ¿Usted se da cuenta? Habíamos conquistado Granada, el último reducto de los infieles, habíamos echado a los judíos y habíamos descubierto América. Los demás países de Europa nos temían y nos respetaban. Hoy no nos respeta nadie, no nos teme nadie, nadie se arrodilla ante nuestro poderío y sólo nos quedan unos pequeños vestigios de aquellos vastos territorios. Muy pronto, al paso que llevamos, no nos quedará ninguno.
¡Finis Hispaniae!
¡Que Jesús y su Santísima Madre nos ayuden!
«Mejor no decirle que voy a ver mañana al masón, republicano y ateo Antonio Machado Núñez», razonó Patrick para sus adentros.
—Dispongo de cuarenta minutos antes de decir misa. Me complacería grandemente mostrarle la Capilla Real, ahora que la estamos contemplando de alguna manera desde fuera. Es una joya única del arte plateresco. Luego le dejaré en paz para que siga con su itinerario sin más impertinencias mías.
Patrick consultó su reloj. Eran casi las siete de la tarde.
—De acuerdo, muchas gracias —dijo, estimando que al egregio personaje podría sonsacarle algo útil para su trabajo antes de volver al hotel, ponerse a escribir su diario y redactar unas cartas.
Penetraron en la catedral por la portada de los Palos.
Patrick conocía otros numerosos templos góticos, pero nunca había estado en uno de tan vastas dimensiones.
Entraron en la Capilla Real.
Gago tenía razón. Era una joya del plateresco.
—Mire la cúpula —dijo—. Allí están representados todos los reyes de España desde los visigodos hasta Carlos V. —Luego, cambiando de tono—: Aquí fue capellán hace unas décadas un pobre hombre que después resultó traidor. Se llamaba José María Blanco, se fue a Londres, se convirtió al protestantismo, tradujo su apellido al inglés y escribió libros atacando la Iglesia. Un traidor y un blasfemo.
—¡Un segundo! —reaccionó Patrick, algo indignado—. No sea tan duro con Blanco White, don Francisco. Fue un excelente escritor en ambos idiomas y luchó a favor de la abolición de la esclavitud.
—Bueno, bueno —respondió Gago con un gesto de resignación. Pasó a comentar la ostentosa urna de plata, colocada detrás del altar, que según fue explicando contenía los restos incorruptos de San Fernando. Luego señaló la imagen de la Virgen de los Reyes, que, desde el centro del retablo, presidía la capilla—. Fue regalada a Fernando por su primo, el rey San Luis de Francia. La llevaba siempre consigo en sus campañas y la Virgen le aseguraba la victoria. Todos los sevillanos la adoramos y veneramos. Mírela, ¡qué preciosidad!
Y persignándose, se arrodilló.
Propuso que viesen la cripta, a la que conducía una escalera situada cerca del retablo.
Se trataba de un pequeño recinto oscuro y húmedo iluminado por unas velas chisporroteantes. Sobre un altar de reducidas proporciones había una preciosa estatuilla de la Virgen.
—Es la Virgen de las Batallas —dijo el cura—. También la llevaba consigo San Fernando cuando guerreaba por ahí. Y, mire, su espada. ¡Cuántas cabezas de moros no habrá segado! —Colocados sobre unos vasares había quizás quince ataúdes y urnas—. Estamos en el Panteón Real. Quería que lo viera. Mire, aquí están el rey Pedro el Cruel y su barragana. Y aquí tres hijos suyos. Y aquí, mire, los ataúdes de dos hijos del duque de Montpensier.
De repente Patrick estaba alerta.
—¿De quiénes?
—De los hijos del duque de Montpensier. A ver qué dicen las inscripciones. —Y cogiendo sin miramientos una vela del altar, leyó—: «La infanta de España doña María de la Regla Francisca de Orleans y Borbón, hija de los duques de Montpensier, fallecida en 1861 a los cinco años». —Y aproximando la vela a la otra—: «El infante de España Felipe Ramón María de Orleans y Borbón, fallecido en 1864, a los dos años».
—¿Y cómo se explica que estén aquí?
—¿No le acabo de decir que éste es el Panteón Real? —contestó el canónigo, feliz al tener otra oportunidad para desplegar sus conocimientos ante el periodista—. El duque no sólo es hijo del rey Luis Felipe de Francia, hoy en el exilio, sino que está casado con doña María Luisa Fernanda de Borbón, hermana de la reina Isabel, ¡que Dios la proteja! Lleva quince años viviendo en Sevilla y goza entre nosotros de muchísimo predicamento. ¡Hay que ver su palacio, el de San Telmo, no hay nada comparable en Andalucía! Por todo ello pudo inhumar aquí a los dos angelitos, al lado de la Virgen de las Batallas y debajo del altar de la de los Reyes. En este lugar sacratísimo querríamos estar enterrados todos los sevillanos de bien, ya lo creo. ¡Y yo entre ellos!
Gago repuso la vela en su sitio y abandonaron el recinto.
Mientras iban saliendo a la calle Patrick le preguntó si conocía a Montpensier, y si el duque estaba entonces en Sevilla.
—Yo le conozco, aunque no íntimamente. Ahora está en Francia. No le gusta nada la República, claro. No llegar a ser rey de España le amargó la vida. Había ayudado a los revolucionarios con su fortuna y creía ser el candidato al trono con más méritos.
—Pero Prim estaba en contra, ¿no?
—Veo que está usted bien informado. Sí, Prim quería que el Parlamento decidiera la cuestión, y el Parlamento, influido por él, controlado por él, optó por Amadeo. Fue una decisión absolutamente irresponsable, porque el duque habría sido un gran rey, reunía todas las condiciones. Y aquí nadie quería un rey italiano, nadie.
—Se rumorea, según tengo entendido, que Montpensier fue quien tramó el asesinato de Prim —dijo Patrick—, esperando con ello impedir que viniera Amadeo a España y conseguir para sí, en un momento tan crítico, el beneplácito del Congreso.
—¡Es mentira! —exclamó el cura, muy alterado—. ¡Una infamia! El duque sería incapaz de ordenar un asesinato, me consta que es un buen católico, ayuda mucho a la Iglesia aquí en Sevilla. Es una calumnia propagada por sus enemigos republicanos y masónicos. ¡Una calumnia infame!
Patrick tuvo la convicción de haber cometido una grave imprudencia al suscitar el asunto, y ello nada más llegar a Sevilla. Menos mal que no había mencionado a Machado, a quien seguramente conocía Gago.
Otra vez en la plaza de la Virgen de los Reyes se despidieron. Boyd le agradeció al cura sus amables explicaciones, y éste le prometió que, al cabo de unos días, le buscaría en la fonda para mostrarle otros rincones sevillanos «desconocidos para los turistas».
«Dios me libre», se deseó el irlandés.
¡Con qué orgullo insistía la capital andaluza sobre su mítico origen, atribuido nada menos que a Hércules! Era cierto que por toda la ciudad proliferaba la imagen de la Virgen: la Virgen cariñosa y maternal con el Niño contra el pecho, la Virgen de pie sobre la luna, la Virgen llorando ante la cruz, la Virgen en incontables azulejos y hornacinas. Pero casi tan ubicuas e insistentes eran las referencias al héroe griego, que hasta tenía su propia Alameda, con dos altas columnas romanas yuxtapuestas, una coronada por una estatua del fundador y la otra con una representación del emperador Julio César, a quien se otorgaba el mérito de haber cercado el lugar de fuertes murallas.
Todo ello le llamó mucho la atención a Patrick Boyd.
A la mañana siguiente, camino de la universidad, se detuvo en la plaza de San Francisco, delante de la impresionante fachada plateresca del ayuntamiento, retablo pétreo animado por un apabullante despliegue de figuras mitológicas rodeadas de motivos decorativos finamente esculpidos. Luego se internó en la estrecha calle de Sierpes, entoldada contra los rayos de un sol que, a primeros de septiembre, todavía pegaba fuerte.
Poco a poco se iban abriendo las tiendas: camiserías, zapaterías, perfumerías, relojerías, joyerías, sombrererías, pastelerías y confiterías, lampisterías, sastrerías en abundancia, pasamanerías, peluquerías y barberías, cinco o seis restaurantes, alguna librería y un gabinete fotográfico. No faltaban los cafés, por supuesto, todos ya rebosantes de clientela: el de Emperadores, el Sevillano, el del Correo, el Europeo, el Universal… Bien se apreciaba que Sierpes era el centro de animación mercantil y social de la urbe, donde los ciudadanos afortunados, y los turistas, venían a hacerse con la última novedad. Y a ver y ser vistos.
Al final de la calle, tras admirar en La Campana el escaparate de una sofisticada tienda de ultramarinos, Patrick torció a la derecha, consultando su plano y, después de sortear con la ayuda de algún vecino un laberinto de pasillos dignos de Fez o Tetuán, se encontró a las once en punto delante de la portada de la Universidad Literaria de Sevilla, donde un ujier le indicó que le siguiera.
Anchas escaleras, largos corredores, un espacioso patio porticado. Y silencio: se notaba que todavía no se había iniciado el año académico.
Introducido por el ujier en la antesala del despacho de Machado Núñez, que no había llegado todavía, pudo contemplar un notable
San Jerónimo
de Lucas Cranach.
No tardó en irrumpir en el aposento el rector. A sus cincuenta y ocho años, Antonio Machado Núñez era la misma personificación de la energía. De mediana estatura —Patrick lo había imaginado más alto—, con pelo undoso, frente ancha, prominente nariz recta, generoso bigote y una desenfadada elegancia en el vestir, lo que más destacaba en su semblante era la mirada penetrante e intensa, la mirada de un hombre de acción que no cejaba ante la necesidad de tomar decisiones, de un hombre seguro de lo que creía y de lo que quería.
—¡Mi querido Patrick! ¡Un año escribiéndonos y por fin cara a cara! —fue lo primero que le dijo, agarrándole la mano y estrechándola con fuerza. Luego siguió—: ¡No sabe usted la emoción que me produce tener aquí delante al hijo de Robert Boyd! Vamos a sentarnos cómodamente y charlar largo y tendido, como los buenos amigos que somos.