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Authors: Ian Gibson

Tags: #Histórica, Intriga

La berlina de Prim (2 page)

Falkland conocía personalmente a Darwin y era uno de sus discípulos más combativos en la capital británica.

Patrick —que estudiaba historia de Europa— había leído
El origen de las especies
en 1863, cuatro años después de su publicación, cuando arreciaba en torno al libro una polémica cada vez más virulenta. La verdad era que había sacudido violentamente los cimientos de la autocomplacencia de la Iglesia anglicana… y de los creyentes en general, en Inglaterra y fuera. Los últimos rescoldos del catolicismo de Boyd, heredado de su madre andaluza y luego trabajado a conciencia por los jesuitas irlandeses, se habían ido apagando ante el peso de la evidencia aportada por la asombrosa obra. Y era inevitable que, al conocer a Peter Falkland, siguiera creciendo su admiración por el genial científico.

Por Darwin se había puesto en contacto con Falkland Antonio Machado Núñez, catedrático de ciencias naturales en la Universidad de Sevilla, quien, gracias a las nuevas libertades traídas por la Revolución de 1868, era uno de los propagadores españoles más fervientes de las teorías evolucionistas. Teorías ferozmente combatidas por la Iglesia católica, para cuyos representantes en la capital andaluza Machado Núñez —por más inri republicano y masón— se les aparecía como poco menos que el diablo en persona.

A partir de entonces se habían carteado con frecuencia Peter Falkland y Machado —éste tenía un conocimiento razonable del inglés—, y en diciembre de 1871, fascinado por lo que el otro le contara de Doñana, el inglés le había visitado en Sevilla y conocido a su lado las marismas del Guadalquivir. Maravillado, divulgó en varias publicaciones sus impresiones al respecto, haciendo un llamamiento para su reconocimiento por la comunidad científica internacional.

Falkland, como no podía ser de otra manera, se había quedado muy sorprendido al constatar la presencia en Doñana de miles y miles de ánsares migratorios. Y con la colaboración de unos estudiosos escandinavos, no había tardado en poner en marcha una investigación preliminar del fenómeno.

A Patrick Boyd, informado por Falkland de todo ello, le había faltado tiempo para tomar la determinación de visitar él mismo el Coto cuanto antes.

El primer paso había sido entrar en contacto con Machado Núñez, quien, en el curso de la relación epistolar resultante, le fue informando no sólo acerca de las marismas, sino —dado el interés que mostraba el otro por la España contemporánea— de su participación en la Revolución de 1868, en cuyos primeros momentos, por lo que le tocaba a Sevilla, había desempeñado un papel relevante.

Cuatro días después de ver a McKinley, Boyd recibió en su casa de Regent Square, a dos pasos del University College, la visita de Falkland, quien, al tanto del próximo viaje a España de su amigo, le quería entregar unos libros para Machado.

Todavía caía la lluvia sobre Londres. Al no poder sentarse en el pequeño jardín trasero de la casa, los dos se acomodaron, con sendos whiskys en la mano, en el invernadero que daba al mismo.

—Espero que sea posible tu excursión a Doñana —dijo el catedrático de ciencias naturales—. No olvidaré nunca la mía. Fue demasiado breve y tengo muchas ganas de volver. Es un lugar absolutamente único. Y, claro, como guía, nadie mejor que Machado.

Peter Falkland y su mujer habían frecuentado con asiduidad la casa de Regent Square durante los terribles meses en que se iba muriendo Mary Boyd. Después habían hecho todo lo posible por consolar y animar a Patrick, que se sentía agotado y cerca de la desesperación. Gracias a ellos, así como a Edward McKinley y a otros amigos, se había ido recuperando poco a poco.

Como McKinley, Peter Falkland opinaba que a Boyd le vendría muy bien una estancia en España que combinara una indagación sobre el asesinato de su amigo Prim con una escapada a Doñana. En fin, que le permitiera volver a las raíces que, debido a su madre, tenía por tierras ibéricas. Estaba convencido de que todo ello actuaría sobre su sistema nervioso como un tónico.

—Cuento con que me mantengas al tanto de tus peripecias —le pidió antes de despedirse, mirando el cielo y desplegando su paraguas—. Además, no olvides que estamos en la era de la telegrafía. Si necesitas algo de mí, sabes dónde me tienes.

Una semana después Patrick Boyd avisó por telegrama a Antonio Machado de su inmediata salida para Gibraltar y embarcó en Southampton.

Capítulo 3

Revisar sus apuntes sobre la muerte de Prim, reunidos en un cuaderno, y releer el libro del diplomático estadounidense John Hay,
Días castellanos,
publicado hacía poco en Boston y donde se evocaba brillantemente el ambiente de Madrid un año después del triunfo de la Revolución… eran las tareas que se había asignado Patrick Boyd para sus tres días a bordo del
Adelphi
.

Representante de Estados Unidos en la capital española, Hay era un escritor de gran talento, con una extraordinaria capacidad observadora. Su testimonio de primera mano sobre el casi increíble cambio operado en la realidad nacional en poco menos de doce meses, con agudos comentarios sobre la conflictiva vida parlamentaria del momento así como las costumbres de la capital, era impagable.

¡Alcolea! El nombre del pequeño pueblo cordobés resonaba insistentemente, como un
ritornello
, a lo largo del libro. ¡Alcolea! ¡Alcolea! Ochocientos hombres de dos ejércitos —los leales a Isabel II bajo el mando del general Pavía y los sublevados liderados por el general Serrano— habían encontrado allí la muerte, mayormente en el puente sobre el Guadalquivir y sus alrededores inmediatos.

Fue el 28 de septiembre de 1868.

Según una copla popular, la sangre vertida en Alcolea aquel día tiñó de rojo el río padre de Andalucía. Fue el triunfo de la Revolución, de «La Gloriosa». Horas después la reina Isabel II abandonaba España por Irún.

Al repasar las páginas del libro, Patrick rememoraba su primer cambio de impresiones con Hay en Madrid en marzo de 1870, hacía tres años y medio. Prim había invitado a ambos al Congreso y los presentó en uno de los descansos. A Patrick le resultó simpático aquel culto norteamericano que había sido secretario de Lincoln y estaba a su lado cuando lo asesinaron.

Tanto a Patrick como a Hay les preocupaba el anómalo y peligroso trance en que se hallaba entonces el país, con una Constitución monárquica pero sin rey a la vista. Y no les complacía el espectáculo de la búsqueda, por diversas naciones europeas, de un príncipe desocupado que reuniera las necesarias condiciones para asumir la corona española, una de las cuales, quizás la principal, era la de ser aceptable para Francia, Inglaterra y Alemania.

La posibilidad de que subiera al trono de España un candidato alemán, Leopoldo de Hohenzollern —luego desechada—, sería uno de los factores que precipitaría, cuatro meses después, la guerra franco-prusiana, objeto de una serie de crónicas enviadas por Boyd a su periódico.

A todo esto, mientras los carlistas arremetían en el norte, los seguidores de la reina exiliada depositaban sus esperanzas en su hijo Alfonso, que sólo tenía entonces trece años, y trabajaban para la restauración borbónica. Al mismo tiempo, la Iglesia sembraba cuanta cizaña podía y los republicanos estaban divididos entre centralistas y federales. Era una coyuntura tormentosa de muy difícil resolución.

La elección de Amadeo de Saboya por el Congreso en noviembre de 1870 le había parecido desafortunada a Boyd. ¿Un monarca italiano para los españoles? Era, desde luego, difícil de concebir. Reconocía que había sido casi imposible dar con un candidato a la vez competente y asumible para los poderes europeos, pero ¡un italiano!

Al retomar el libro de Hay, donde muchos pasajes subrayados daban fe de la intensidad con que lo había leído a su publicación, Patrick comprobó que aparecía con frecuencia en sus páginas el duque de Montpensier. Hijo del exiliado rey de Francia, Luis Felipe de Orleans, y de María Amalia de Borbón-Dos Sicilias, Montpensier, casado con una hermana de Isabel II, María Luisa Fernanda de Borbón, vivía desde hacía treinta años en el opulento palacio sevillano de San Telmo. Al ver que su cuñada, a quien no aguantaba, estaba en serio peligro de perder el trono, se había aliado con Prim y los demás conspiradores, razonando que, una vez derrocada Isabel, no habría mejor candidato que él mismo para ocuparlo. ¿No tenía en las venas sangre de dos casas reales? ¿No era probado amigo de España y su progreso? ¿No era oficial del ejército español? ¿Por qué no podía ser rey de su país de adopción?

«Si el duque de Montpensier hubiera estado aquel día en Alcolea —escribía Hay—, el ejército lo habría nombrado rey en menos de una hora.» «Quizás sí», pensó Patrick. Y quizás no. Ello habría creado enseguida un problema de envergadura, porque Prim, el todopoderoso Prim, alma de la Revolución y el militar más famoso y admirado de España, estaba decidido a que el nuevo monarca fuera elegido democráticamente por el Congreso. Y éste optó por Amadeo, para escarnio de Montpensier, que sólo obtuvo 27 votos contra 191 a favor del italiano. De ahí el rumor, muy extendido, de que el duque estuvo detrás del asesinato del general. Porque, con Prim muerto, cabía pensar que Amadeo no se habría atrevido a salir de Italia rumbo a Cartagena. Y que en lugar del italiano habría sido coronado con toda probabilidad, como medida de urgencia, el duque francés.

Antonio Machado Núñez le había dado a entender a Patrick que tenía más información sobre la posible implicación de Montpensier en el atentado. Era evidente que hacía falta investigar el caso. Pero ¿cómo? Quizás el eminente catedrático de ciencias naturales y revolucionario del 68, con quien mantenía tan cálida relación, le podría echar una mano realmente eficaz.

Por el momento, lo único cierto era que Montpensier encabezaba la lista de posibles culpables del vil crimen perpetrado el 27 de diciembre de 1870 en la madrileña calle del Turco.

Capítulo 4

Diario de Patrick Boyd. Gibraltar, The Royal Hotel, martes, 2 de septiembre de 1873.

Mientras el
Adelphi
se iba aproximando al Peñón —eran las ocho de la mañana, había un poco de levante y cubría la cabeza del portento una montera de neblina—, el banquero londinense no se pudo contener. «¡Es cierto lo que dicen! —exclamó, ufano—. ¡Ningún británico puede contemplarlo sin sentir cuán fuerte es su nación!»

«Y ningún español —contesté yo para mis adentros—, sin lamentar su pérdida, sin que su contemplación le produzca rabia y humillación.»

Hoy guardián del Estrecho para mayor gloria de Su Majestad la reina Victoria, se me ha figurado esta mañana un león gigantesco erguido en la confluencia del Atlántico y del Mediterráneo, con la cabeza vuelta, previsora, hacia África.

¡Y pensar que vine al mundo aquí! Mientras al orondo banquero de la City se le inflaba el pecho de orgullo al constatar la grandiosidad de la Roca, yo la escudriñaba con mi telescopio de bolsillo y recordaba la pesadumbre con la cual salí de mi paraíso infantil a los diez años, rumbo a una isla lejana.

Ahora Gibraltar se me aparece como el máximo símbolo no sólo del imperialismo británico sino de todos los imperialismos que en el mundo ha habido. Basados, sin excepción alguna, en la explotación del otro, del más débil. En la codicia. En el robo. ¡Con la excusa de llevar la civilización, o la religión verdadera, a las razas incultas! Sueño con la liberación de Irlanda, machacada desde hace siglos por el invasor. Si fuera español, me reventaría que Gibraltar perteneciera a una potencia extranjera, por mucho tratado anterior que hubiera habido.

Heme aquí de regreso, de todas maneras, treinta años después, en esta fortaleza horadada de kilómetros y kilómetros de galerías que cobijan los cañones —centenares de ellos, tal vez miles— más tremebundos del universo. Con 6.000 soldados hormigueando dentro y alrededor.

Instalado en el hotel me faltó tiempo para salir y darme un largo paseo por la geografía de mi infancia. Estaba emocionado. A cada mirada, un recuerdo, a cada paso, una sorpresa. Me sentía como aquel personaje de la mitología irlandesa que vuelve a su patria un milenio después y, claro, apenas reconoce nada. Penetré en la iglesia de Santa María, donde tantas veces me he arrodillado al lado de mi madre. Entonces creía. Ahora no. Pero sigo amando a la Virgen, no lo puedo remediar.

Eran las diez de la mañana y ya picaba el sol, ¡el sol de Andalucía! La calle principal estaba atestada como antes por una pintoresca grey de moros, judíos, turcos, genoveses, malteses y representantes de no sé cuántas razas y naciones más. Todos gesticulando, mercadeando, haraganeando. Una Babel de idiomas y gentes diversas reflejada en los rótulos de las tiendas: Belotti Brothers, Sanguinetti, Opisso, Sacarello, Larbi Sharon, Moorish Market, Michael Baglietto… Los mismos olores de mi infancia, las mismas chilabas, pero, naturalmente, sin una sola cara de entonces. Busqué nuestra casa, con su pequeño jardín. Descubrí que ya no está, tampoco las que había al lado. En su lugar, qué horror, un templo metodista.

Me interné en la Alameda. La encontré bellísima, quizás aún más que antes. Caminando entre la tupida vegetación —adelfas gigantescas, heliotropos, jacarandás, buganvillas— fui reviviendo mis paseos en este paraje idílico con mi madre o con la muchacha (¿dónde estarás ahora, Inés, ya de muchacha nada?). Volví a oír las alegres músicas de las bandas militares los domingos, a ver con mis ojos de niño los vistosos uniformes de gala rojos y azules, a las mujeres elegantemente ataviadas.

Me detuve delante del monumento a Wellington, el Duque de Hierro a quien rendía entonces tan fervoroso culto. «Quizás un día —pensé—, cuando España recupere el Peñón, que espero sea pronto, habrá en la Alameda un recuerdo parecido para Torrijos y sus valientes compañeros de infortunio, puesto que de aquí, y no de otro sitio, salieron para no regresar nunca. Sería justo.»

De repente recordé que por la Alameda habían paseado juntos durante aquellos pocos meses mis padres, ya novios y quizás hablando de su boda, cuando Torrijos hubiera logrado conseguir la derrota de Fernando VII. De su boda que por desgracia no podría ser.

Volví sobre mis pasos y les envié sendos telegramas a Peter Falkland, Machado y McKinley para anunciarles mi llegada sin novedades a la Roca y mi próxima salida para Málaga. Peter tiene razón, ¡qué maravilloso invento la telegrafía! ¡Poder transmitir un mensaje instantáneamente a cualquier punto del globo! Todavía apenas me lo creo. Es, de todos los nuevos aparatos de este siglo de progreso, el que más me impresiona, como si hubiera desaparecido el espacio.

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