Llegados a la terraza del campanario, atalayaban una panorámica espléndida. A sus pies se extendía toda Sevilla, el color predominantemente blanco del caserío matizado por el albero que enmarcaba ventanas y puertas, con algún toque de rojo teja.
Machado Álvarez cogió a Patrick por el brazo y casi le empujó hacia una de las ventanas.
—¿Ves allí, justo delante del río, un palacio con torres y rodeado de árboles y jardines?
—Espera, espera… Sí, sí, lo veo, sí.
—Pues es San Telmo, el palacio de Montpensier, de nuestro amigo don Antonio María de Orleans. Quería que lo vieras desde aquí, para estimularte en tus investigaciones. No hay palacio comparable en Andalucía.
Patrick se congratulaba de no haber olvidado su telescopio.
—Pero ¡es enorme! ¡Tiene que valer una fortuna!
—Sí. Además, el duque ha reunido una colección de obras de arte y una biblioteca formidables. Aquí trajo, antes de la Revolución, a numerosos escritores franceses, entre ellos a Alejandro Dumas. Los jardines ocupan no sé cuántas hectáreas. De vez en cuando se digna abrirlos al público.
Empezaron a bajar. Patrick no pudo resistir la tentación de parar otra vez en todos los huecos de la torre.
—Supongo que de niño viniste aquí a menudo con tus padres.
—Muchísimas veces.
—Son extraordinarios, de verdad. Me han impresionado.
—Sí, lo son. Les interesa todo, absolutamente todo. ¿Te explicó mi padre que dejó de profesar la medicina porque se le murió una muchacha? Pues así fue, le afectó de tal manera que juró que nunca volvería a tratar a nadie, sólo a enseñar.
Estaban ya en el patio de los Naranjos. Machado Álvarez tenía que ocuparse de un asunto urgente y casi se olvidó de comunicarle a Boyd una buena noticia. Y era que aquel jueves por la noche su amigo Silverio Franconetti ofrecía una sesión de cante en el Apolo. Iba a ser algo grande. Le había invitado a asistir con los amigos que quisiera.
—Trataré de convencer a Araceli, nuestra marquesa, para que nos acompañe —añadió Antonio—. Espero que sí. Le fascina el cante y es muy amiga de Silverio. Es una mujer fantástica, muy independiente, ya verás. ¡Una marquesa republicana! Le dije la última vez que la vi, hace diez días, que venías a Sevilla. Le puse al tanto de tu obsesión con el asesinato de Prim porque creo que te puede ayudar. Su marido aprecia a Montpensier, pero ella no le puede ver. Bueno, te dejaré una nota en la fonda.
—Muy bien, me hace muchísima ilusión —dijo Patrick—. Yo me voy a sentar aquí un rato. Quiero apuntar algunas cosas que me has dicho. Y pensar un poco. Muchísimas gracias por todo.
Unos segundos después el desgarbado Antonio Machado Álvarez cruzó el antiguo patio de abluciones de la mezquita almohade con una aceleración digna de su padre y desapareció, raudo, por la Puerta del Perdón.
Diario de Patrick Boyd. Sevilla, Fonda de Londres, miércoles, 10 de septiembre de 1873.
Estuve no sé cuántas horas anoche copiando extractos de
El Combate
. Me dormí muy cansado pero feliz, pues el material es de sumo interés.
Hoy vi otra vez a Machado Núñez en la universidad. Le devolví los periódicos y le comenté la tremenda impresión que me había hecho el de Paul Angulo.
—La Revolución nos trajo una libertad de expresión antes desconocida en España —me dijo—. Nunca en la historia de este país había habido tanta. Luego, con Amadeo, hubo menos, pero ha vuelto con la República. El problema es que hay mucha gente, muchísima, que ha abusado de ella. Paul Angulo, por ejemplo. Era un fanático, no sé si lo sigue siendo.
Quería que me dijera dónde puedo consultar la colección completa de
El Combate
. Me sugirió que a lo mejor en la Biblioteca Nacional.
Le pregunté por Ricardo Muñiz, el diputado, y confirmó lo que me dijo ayer su hijo: Muñiz estuvo con Prim justo después del atentado y el general le aseguró que oyó la voz de Paul en la calle del Turco, dando la orden de disparar. Machado me prometió escribirle esta misma noche para pedirle que me recibiera. Según él se trata de un hombre ecuánime y uno de los amigos más íntimos de Prim.
No quise prolongar la entrevista porque el hombre estaba muy atareado poniendo los últimos toques a su discurso para la «solemne apertura» del nuevo año académico, que tendrá lugar dentro de diez días. Me habló de su contenido y me leyó varios párrafos. Asustará, sin duda, a los elementos reaccionarios del claustro, que según me dijo no escasean, porque aboga con entusiasmo por las teorías evolucionistas de Darwin. Además es un apasionado alegato a favor de una instrucción pública libre de injerencias eclesiásticas. Sin la mejoría de ésta, insiste, el progreso de España es imposible.
Tiene toda la razón, claro. Aunque el tono del discurso es comedido, no titubea mi amigo a la hora de expresar el férreo rechazo que le provocan todos los fanatismos, empezando con el de la Iglesia. ¡Seguramente le encantará a su enemigo Gago Fernández! Apunté algunas frases: «El espectáculo desgarrador de nuestras discordias»; «las doctrinas de lo sobrenatural y lo maravilloso», tan enemistadas con la razón y la ciencia, y desde hace siglos impuestas a los niños españoles; la locura de los extremistas republicanos andaluces, que «proclamando el dogma de la fraternidad humana, hieren a sus hermanos».
En los trozos del discurso que me leyó hay varias referencias al anarquismo. Es lo que más teme don Antonio en estos tiempos caóticos en que, casi exactamente cinco años después de «La Gloriosa», parece inminente un golpe de Estado que acabe con las libertades. «Sin el principio de autoridad y la obediencia de la misma —dice en un momento de su homilía—, es imposible el gobernar a los hombres.»
No se equivoca. Es precisamente la ausencia de tal principio lo que más se nota en la España de hoy. Don Antonio me ha transmitido su pesimismo. Como me decía Mac en Londres, tendré que darme prisa con esta investigación antes de que sea demasiado tarde.
Diario de Patrick Boyd. Sevilla, Fonda de Londres, jueves, 11 de septiembre de 1873.
Toda la tarde de ayer ordenando mis apuntes. Luego un paseo por Triana. Me apetecía visitar la iglesia de Santa Ana antes de conocer a la mujer de Antonio, a quien me va a presentar esta noche.
La iglesia está al final de la calle Pureza, una de las más bonitas que he visto en mi vida, con el Guadalquivir a tiro de piedra. Antes de penetrar en el edificio estuve hablando un rato con un viejo que se encontraba en la puerta. Me dijo que se conoce como «la catedral de Triana».
Es un templo muy amplio y muy bello. Me senté delante del retablo mayor, protagonizado por una simpática escena doméstica formada por Santa Ana —¡la Abuela de Dios!— y la Virgen, con el Niño Jesús en medio. Me complacía saber que la esposa de mi nuevo amigo había venido al mundo rodeada de tanta hermosura.
Volví al puente de Triana por la orilla del río, disfrutando el pintoresco espectáculo de la otra ribera, con sus barcos, la Maestranza y la Torre del Oro y el incomparable trasfondo de la catedral y la Giralda.
Quería terminar mi paseo echándole un ojo al palacio de las Dueñas, propiedad de los duques de Alba mencionado por Richard Ford en su guía. Se encuentra cerca de la universidad, en medio de un dédalo de calles estrechas. No tenía muchas esperanzas de poder entrar en el recinto. Mi sorpresa fue grande, pues, al descubrir que la cancela estaba abierta.
Me hallé de repente en un jardín maravilloso, encerrado entre altas tapias, que me hizo pensar en el huerto del Cantar de los Cantares: patios, fuentes, cipreses, arbustos exóticos, flores de todos los colores, setos de mirto y hasta un bosque de naranjos y limoneros… ¡un paraíso terrenal!
Me fui paseando lentamente por las veredas. Sentado en un banco de piedra, cerca de un surtidor, había un hombre de cierta edad dibujando. Me saludó y nos presentamos. Se llama Gumersindo Díaz y vive desde hace tres años en el palacio. Me explicó que el actual duque está en el extranjero y arrienda dependencias a personas de su confianza, entre ellas artistas. Me confesó, esbozando una sonrisa, que él se especializa en cementerios y ruinas.
—Tal vez sea porque tengo poca fe en el futuro de nuestro desdichado país —me comentó con acento lúgubre.
Fue el inicio de una breve pero intensa conversación, entre las flores y las fuentes, sobre la situación actual de España. Le expliqué que había venido a Sevilla a ver a mi amigo Antonio Machado Núñez. Lo conocía bien, dijo, y lo admiraba, así como a su hijo, a quien por lo visto siempre aconseja que se mude a las Dueñas con su mujer, sobre todo cuando empiecen a tener familia.
—Para un niño esto sería la gloria —me dijo, no sin razón—. Te despiertan los mirlos, te arrullan durante el día las palomas y te acuestas con los mochuelos. Como si la ciudad no existiera. De nacer aquí sería poeta, artista o músico.
Le dije que le hablaría a Antonio de nuestro encuentro.
—¡Convénzale por favor de que vengan aquí a vivir! —exclamó el pintor de cementerios—. ¡Así me hará compañía y organizaremos juergas, que a mí también me gusta el cante!
Diario de Patrick Boyd. Sevilla, Fonda de Londres, sábado, 13 de septiembre de 1873.
¿Por dónde empezar?
Simpatiquísima de verdad me resultó la mujer de Antonio; simpatiquísima, delicada y bonita. Debe de tener siete u ocho años menos que él. Es decir, unos veinte. Viven en un piso de la calle de San Pedro Mártir, cerca de la iglesia de la Magdalena, y juntos parecen la imagen misma de la felicidad.
Le conté que acababa de visitar su iglesia en Triana, y que me había gustado mucho. Se puso muy contenta. Pero cuando Antonio me dijo que su amiga Araceli había prometido acompañarnos al Apolo, creí notar en la expresión de su mujer un ligero ademán de disgusto. Se apresuró a decir que ella no podía ir con nosotros, pues su madre estaba todavía algo indispuesta y la necesitaba.
«¿Qué tendrá contra la marquesa?», pensé yo. No podía concebir que Antonio fuera amigo de una persona que molestara de alguna manera a su joven esposa.
Mientras nos dirigíamos hacia el café, Antonio me confió, no sin orgullo, que se había casado con Ana por lo civil, allí mismo en el apartamento, sin intervención alguna de los curas. Era la demostración, dijo, del profundo cambio operado en la sociedad española desde 1868.
«Si viene abajo la República —pensé—, adiós a los matrimonios civiles. Y a las demás libertades conquistadas.»
A las diez de la noche ya nos encontrábamos en el cuarto reservado del café cantante que había puesto a nuestra disposición Silverio Franconetti. Antonio me había dicho en el camino que con Araceli no se podía contar nunca, que iba y venía a su aire, y que igual no llegaba. Confiaba, sin embargo, en que mantendría su palabra. Después de la reacción de Ana, yo ya sentía una viva curiosidad por conocerla. Entretanto pedimos una botella de manzanilla y nos pusimos a escuchar sin gran entusiasmo a los artistas que abajo, en el tablao, empezaban a calentar el ambiente mientras se llenaba la sala. Al poco tiempo las mesas estaban todas ocupadas, yendo y viniendo entre ellas los camareros con botellas de vino.
Noté que unos turistas ingleses miraban a su alrededor algo azorados, como sorprendidos de hallarse allí, el blancor de sus caras contrastando con la morenez de las de los circundantes.
Mi amigo me iba hablando de la vida y milagros de Silverio Franconetti. Resulta que es hijo de un italiano así apellidado y de una muchacha de Alcalá de Guadaira. Aunque nacido en Sevilla, pasó la mayor parte de su infancia en Morón de la Frontera, donde a los diez años, en una fragua, oyó por vez primera los melancólicos cantes de los gitanos. A partir de aquel día no hubo manera de apartarlo de allí. Los padres insistieron en que aprendiera el oficio de sastre con su hermano, que tenía dicha profesión, pero en sus ratos libres volvía siempre a la fragua. Y vino el momento en que, bajo el misterioso embrujo de tan primitiva música, empezó a cantar como los calés.
—Hay una copla que lo explica todo —dijo Antonio. Y canturreó:
Aunque canto a lo gitano
no soy gitanillo, no.
Un año viví con ellos
y er cante se me pegó.
Por aquellas fechas, me siguió contando, un cantaor muy famoso, de nombre El Fillo, se quedó impresionado escuchando al niño Silverio y les aconsejó a los padres de la criatura que le dejasen seguir su inclinación, pues a su juicio tenía facultades extraordinarias para el arte. Cuando la familia se mudó a Sevilla, el prodigio no tardó en hacerse un nombre. Unos años después se fue solo a Madrid y, después, a Buenos Aires y a Montevideo. Hace diez volvió a Sevilla y se empezó a dedicar en cuerpo y alma a lo que ya entendía como su misión en la vida: elevar a la categoría de espectáculo público aquellos tristes cantares que escuchara de niño en la fragua.
Abajo el ruido era ya ensordecedor. Se notaba una creciente excitación en la sala. La gente bebía, hablaba animadamente, miraba hacia el escenario, tocaba las palmas.
En ese instante irrumpió en nuestro cuarto reservado el cantaor. Le dio un gran abrazo a Antonio y a mí me saludó efusivamente. Silverio es un hombre gordo y jovial, de unos cincuenta años, de aspecto pueblerino y estatura mediana, con el pelo muy corto, manos poderosas y, bajo cejas negras densamente pobladas, ojos oscuros y expresivos. Preguntó por «la señora marquesa». Machado le dijo que sin duda llegaría pronto. Se despidió con un «luego nos vemos».
Diez minutos más tarde se abrió la puerta y apareció Araceli.
Me quedé maravillado. Guapísima, opulenta de carnes, morena y sonriente, con abundante pelo negrísimo y más alta que el promedio de las españolas, se había vestido de maja para la ocasión. Le cubría la cabeza y los hombros un manto negro, llevaba un jubón malva con solapas ajustado al talle, mangas ceñidas y una falda roja con volantes.
Calculé que tendría unos treinta años.
Antonio la colmó de elogios. Era evidente que había entre ellos una relación de respeto y genuino cariño.
Lo primero que ella me dijo, después de un apretón de manos y mirándome directamente a los ojos, con desenfado, era que Antonio y su padre le habían hablado mucho de mí, de mis encuentros con Prim en Londres y de mi proyecto de investigar el asesinato del general.
—Haré todo lo posible por ayudarle —me dijo—. A mí también me interesa que se aclare todo.