Al llegar a la entrada expliqué lo que quería y, ante la negativa de los guardias, pedí ver al alcaide. Accedieron. El hombre estuvo muy correcto y me dijo que lo sentía mucho pero que el señor López ya no estaba allí, que lo habían llevado a las prisiones militares de San Francisco para unas ruedas de presos y otras diligencias. Que no sabía cuándo volvería al Saladero pero que, si me presentaba en las prisiones, a lo mejor me lo podrían decir.
Mañana hablaré con Muñiz, a ver si una vez más me puede echar una mano.
Diario de Patrick Boyd. Madrid, Hotel de las Cuatro Naciones, lunes, 27 de octubre de 1873.
Esta mañana fui a ver a Muñiz. Eran las once y, en el momento en que llegué delante de su casa, salía a la calle. Iba al Ministerio de la Guerra y me invitó a acompañarle en el coche, diciéndome que, si quería, me podía mostrar la berlina de Prim, conservada allí en un sótano.
Acepté, claro. ¡Cómo no!
Durante el trayecto le conté lo de ayer en el Saladero. Me prometió hablar con alguien en el ministerio para ver si me dejaban visitar a López en las prisiones militares.
Me conmovió profundamente la contemplación de la berlina. Pequeñísima, frágil como un juguete roto abandonado en una cuneta, es la imagen más desgarradora de desvalimiento que creo haber visto en mi vida. Y, también, de lo quebradizo de la vida política española.
El vehículo no le ofrecía al general la menor protección contra los trabucos o carabinas de aquellos ocho o diez miserables asesinos, de aquellos cobardes asalariados, al tanto, supongo —para más inri—, de que los ayudantes iban sin armas con las cuales hacerles frente. Imaginé la escena cuando uno de los energúmenos rompió la ventanilla de cristal y le disparó al general, quizás profiriendo un soez insulto.
En la parte trasera izquierda de la berlina, justo donde estaba sentado Prim, quedan tres o cuatro agujeros como testimonio del magnicidio. Un día habrá que exponerla en un museo para que la gente no se olvide nunca de lo ocurrido aquella noche en la calle del Turco. Ni de los asesinos que, es de esperar, ya para entonces habrán sido identificados, así como el instigador o los instigadores del crimen. Haré lo posible porque así sea.
Salí del ministerio casi llorando de rabia. Y más convencido que nunca de que Paul Angulo jamás pudo participar en un acto tan vil.
Muñiz me dijo, cuando nos separábamos, que me tendría al corriente de sus gestiones para mi posible visita a López en las prisiones de San Francisco.
Fiel a su palabra, y sin duda deseoso de merecer su sueldo, Horacio Pérez había estado consultando sus apuntes, sobre todo los relacionados con Solís y Pastor. Para evitar sospechas, él y Boyd se vieron la segunda vez, la tarde del 28 de octubre de 1873, en casa de una prima suya en la Corredera Baja de San Pablo, esquina a la popular plaza de San Ildefonso.
Patrick tenía interés en saber cuándo prendieron a Solís y en qué circunstancias.
—Fue en septiembre del año pasado —contestó Pérez—. Es decir, un año y pico después de su fuga. Lo he comprobado.
—Un año para ir forjando sus coartadas —musitó Patrick, tomando nota.
—Pues sí. Estuvo en Londres un año más o menos. Luego no pudo resistir el deseo de ver a su madre, que estaba en Villafranca. Entró por Portugal, alguien le delató, supongo, y allí le cogió la Guardia Civil y le trajeron a Madrid.
—¿Y qué le dijo al juez?
—Que se marchó a Inglaterra para poder reunir con toda libertad los datos que necesitaba para contrarrestar las viles calumnias que iba propalando contra él Fernando Jáuregui, o sea López. Que Jáuregui se había presentado al duque con la oferta de tenerle informado acerca de las maniobras de republicanos y carlistas. Que le entregaron algunas pequeñas cantidades de dinero en relación con tales trabajos. Que en absoluto se libraron fondos para la compra de armas. Que para nada se trataba de matar a Prim. Que despidió a Jáuregui en septiembre de 1870, al enterarse de sus «malos antecedentes». Y que no le volvió a ver nunca más. En fin, negó todo lo que decía López. La declaración seguía casi palabra por palabra la de Montpensier en Francia, creo que se habían puesto de acuerdo. Luego la amplió varias veces, siempre insistiendo en que todo eran calumnias, y lo soltaron a los tres meses.
—¿Por la influencia de Montpensier?
—Es muy probable. Hubo una campaña a su favor en la prensa adicta al duque. Y tenía un abogado muy bueno. Intervino también José María Pastor, con quien coincidió en las prisiones. He estado revisando lo que tengo sobre Pastor, como usted me pidió, y además he podido ver alguna declaración suya en el sumario. Le puedo dar algunos datos concretos acerca del sujeto.
—Por favor. Me ayudará mucho poder contrastar lo que viene allí con la versión de su participación en los hechos dada por López en
El Acusador
.
—Su nombre completo es José María Pastor Pardillo —empezó Pérez, echando otra vez una ojeada a sus apuntes—. Tenía cuarenta y un años cuando le detuvieron. Es andaluz, natural de Osuna en la provincia de Sevilla. Le dijo al juez que, después de estudiar tres años de medicina, fue preso y procesado por unas proclamas contra Isabel II, y luego procesado tres veces más como redactor y propietario de un periódico crítico con el régimen. Dijo que tras la Revolución de 1868 entró en Orden Público. En el sumario consta la declaración del individuo que le delató, un soldado llamado Francisco Ciprés, a quien habían tratado de meter en el complot. Un complot que al principio no tenía nada que ver con el de López y Solís, un complot paralelo.
Patrick no perdía palabra.
—A los pocos días del asesinato —siguió Pérez—, Ciprés compareció por voluntad propia ante el juzgado que entendía en la causa, o sea mi juzgado, el del distrito del Congreso, aunque yo todavía no estaba. Declaró que a principios de septiembre de 1870, cuando prestaba sus servicios en la guarnición de Zaragoza, conoció en un prostíbulo a dos vascos. Hicieron buenas migas y le preguntaron si quería tomar parte en un negocio que le daría mucho dinero. Les dijo que sí. Unos días después le revelaron que se trataba de matar al general Prim, nada menos. Ciprés le contó al juez que, al oír esto, tuvo serias dudas pero que sin embargo viajó con ellos en tren a Madrid, donde les esperaba en la estación un señor «alto, delgado, con las patillas rubias y quebrado de color» al que los dos vascos conocían por «don José».
—¿Pastor?
—Sí, pero vayamos por partes. El señor alto y delgado los acompañó hasta la Plaza Mayor y allí se despidió de ellos hasta el día siguiente, no sin antes soltar unas monedas. Los vascos durmieron en una casa de huéspedes de la calle del Duque de Alba.
—¿La del guardia civil?
—No lo sé, no lo dice en el sumario, es probable. Ciprés pasó la noche en casa de un pariente y, según lo convenido, se presentó en Duque de Alba a la mañana siguiente. Ya había llegado el señor de las patillas rubias. Hablaron del proyecto de matar a Prim, luego fueron todos al café de Correos, en la Puerta del Sol. Al marcharse el tal don José les dio diez duros a cada uno, diciéndoles que, cuando les hiciera falta más dinero, se lo pidieran. —Horacio Pérez encendió otro cigarrillo—. Ciprés —siguió—, al ir reflexionando sobre la monstruosidad de lo que se le proponía, y al asistir a lo largo de los siguientes días a otras cuatro o cinco entrevistas con el misterioso don José (dijo que nunca supo el apellido del personaje) decidió curarse en salud, separarse de la conspiración y abandonar Madrid. No era un asesino, no quería mancharse las manos con la sangre de un inocente, y se fue. Pero no le dejaba en paz lo que sabía del atentado que se preparaba. Es más, le atormentaba. Y decidió actuar. Volvió a Madrid y, según su declaración, llegó hasta el mismo general y le puso al tanto de lo que se tramaba contra él. Y Prim le dijo que «no había cuidado», que estaba acostumbrado a recibir amenazas y no las tomaba en serio.
Patrick apuntaba todo en su cuaderno, sin apenas levantar la cabeza, absolutamente concentrado en su tarea.
—Cuando mataron al general —continuó Pérez—, Ciprés se presentó otra vez en Madrid y se lo contó todo al juez, que se quedó impresionado por lo que acababa de oír y resolvió actuar sin perder un momento. La policía acompañó a Ciprés al café de Correos, donde se ocultaron con la esperanza de que apareciera por allí el caballero «alto, delgado, con patillas rubias y quebrado el color». Pasaron varios días. Nada. Pero luego una noche entró el hombre y Ciprés lo reconoció enseguida. Los agentes lo siguieron, lo detuvieron en la entrada de la presidencia del Consejo de Ministros, en la calle de Alcalá, y le ocuparon todo lo que llevaba encima. Y resultó que se trataba de José María Pastor.
—¿Y qué dijo Pastor en su primera declaración? —preguntó Patrick, intrigado.
—Negó cualquier participación en el asesinato, por supuesto. Echó toda la culpa a los republicanos, empezando por Paul Angulo. Mantuvo, además, que no sólo tenía el encargo, procedente del general Serrano, «amigo suyo desde hacía veinte años», de desenmascarar a quienes habían matado a Prim, sino que también trabajaba a órdenes del ministro Sagasta, con la misión de procurar media docena de hombres de su confianza para vigilar y proteger a Serrano. Incluso le dijo al juez, con desparpajo, que no podía darle más detalles de su actuación para no comprometer las pesquisas encargadas por tan altos personajes. Afirmó haber presenciado la frustrada detención de Paco Huertas la noche del atentado, en el café de Madrid. Negó conocer a los dos vascos. Negó conocer a Ciprés y a José López.
»Le digo una cosa, señor Boyd —siguió Pérez—, se trata de un tipo muy listo, listísimo y muy lioso, un tipo de cuidar, un ex policía con mil contactos entre la chusma, los bajos fondos, un tipo que sabe lo que hay que decir y lo que no. Al poco tiempo de ser detenido recusó al juez Fernández Victorio por injusto e inepto y editó un pasquín denunciándolo. Sigue preso, yendo y viniendo entre el Saladero y las prisiones militares. Ha hecho no sé cuántas declaraciones, cada vez con algún matiz nuevo, enredándolo todo. Incluso ha provocado serios disturbios entre los encarcelados.
Pérez añadió luego que, cuando se detuvo a Solís, después de su año en Londres, Pastor fue uno de sus más vehementes aliados y defensores en las prisiones, incluso hasta el punto de amenazar a otros presos. Todo ello quedaba reflejado en el sumario.
—Lo cual es otra confirmación, quizás, de que antes del asesinato de Prim había entre Pastor y Solís una complicidad —aventuró Patrick.
—Claro. Pastor esperaba, sin duda, al ayudar a Solís, que éste, una vez soltado, le respaldara a él. Pero hasta hoy no lo ha hecho.
—Daría todo por poder leer el sumario con mis propios ojos.
—¡Pues lo tiene muy difícil! —se rió el otro—. No sólo por la cantidad de folios que contiene, como ya le he dicho, sino por el hecho de estar bajo secreto y llave. Yo le puedo pasar información, como ya estoy haciendo, pero…
—¿Y si lograra entrar en el juzgado por la noche, con una lámpara…?
—Sería peligrosísimo. Hay guardias, le podrían sorprender y habría un escándalo de todos los diablos. Imagínese los titulares: «Periodista inglés detenido en el Palacio de Justicia…». Y para mí supondría la ruina.
—Bueno, a lo mejor no resultará necesario —dijo Patrick, riéndose a su vez. Luego agregó—: Veo que usted vive intensamente el sumario. Lo cuenta como un novelista.
—Es que es casi una novela, llena de personajes fascinantes, de incidentes, de engaños, de mentiras, de subterfugios, de rectificaciones, de acusaciones, de bajezas, de traiciones… Allí hay de todo. La verdad es que me intriga. La mujer que salía de los Bufos, por ejemplo.
—¿Los Bufos?
—Sí, los famosos Bufos de Arderíus, que actuaban en el teatro del Circo, en la calle del Barquillo, frente a la entrada del Ministerio de la Guerra. La tarde del 27 de diciembre salió de allí una señora justo en el momento de la llegada de la berlina de Prim, después del atentado, y describe lo que presenció. Otra mujer, María Josefa Delgado, declaró que vio a José María Pastor en la calle del Turco cuando se produjo el atentado, y que éste le dio una peseta para que se fuera. Hay el testimonio de los traperos de Cava Baja que les vendieron los trabucos… Y el del cochero del general, que describe lo ocurrido en la calle del Turco. Y de otro cochero, un tal Rodríguez García del Campo, que conducía uno de los carruajes utilizados por los criminales y que tuvo que rectificar su primera declaración. También está el de un matrimonio que bajaba por la calle de Alcalá con su hija… y del portero de la casa de al lado de la taberna… Ya le digo, una novela con una tremenda variedad de personajes y no sé cuántas historias y miserias.
Boyd decidió dar por terminada la entrevista, consciente de que ya no podía asimilar por el momento más información. Cerró su cuaderno y le rogó a Pérez que continuara rastreando el sumario en busca de pistas sobre Pastor y Solís. Una vez en posesión de los datos le sería más fácil decidir cómo seguir investigando.
Decidieron volver a reunirse en el mismo lugar el martes siguiente, 4 de noviembre, a la misma hora.
Carta de Patrick Boyd a Edward McKinley. Madrid, Café Imperial, miércoles, 29 de octubre de 1873.
Querido Mac:
Perdona si no te escribí antes, es que no sabes la intensidad con la cual estoy viviendo esto, que a menudo me hace imposible cumplir con lo prometido. El asunto es mucho más embrollado de lo que me imaginaba, y cada día, pese a lo que creía antes, me doy más cuenta de la casi imposibilidad de poder resolverlo. No por ello me voy a dar por vencido, claro.
Esta noche llega ella. Me encuentro muy nervioso, como te podrás imaginar.
Estoy todavía a la espera de que me conteste Solís (creo que te dije que le he pedido una entrevista).
Solís y José María Pastor son los personajes clave, Mac. Pastor está en la cárcel militar. Por casualidad —bueno, no sé si es casualidad— está allí ahora también López, para unas ruedas de presos y creo que otra indagatoria. Le he pedido a Muñiz que me eche otra vez una mano con las autoridades para conseguirme un permiso de visita. Necesito hacerle más preguntas a López. Quizás podré ver a ambos pájaros allí.
Un fuerte abrazo, y mis recuerdos de siempre para los chicos, Pat.