Hice bien en reservarme una plaza en primera clase. Un poco del hoy tan cacareado
comfort
nunca viene mal, por lo menos a mí (Galdós no está de acuerdo y, según me ha dicho Hartzenbusch, va siempre en tercera para escuchar a la gente y apuntar sus frases y comentarios).
Salimos de Madrid a las cinco de la tarde, cuando ya oscurecía. Me acompañaban un matrimonio que iba a Burgos, un alemán, ingeniero de minas, y un hombre de negocios vasco muy charlatán que nos aburrió a todos hablando de su empresa en Bilbao, dedicada a la exportación de no sé qué productos metalúrgicos. Hice lo posible por sumergirme en
Trafalgar
, pero cada vez que levantaba la cabeza de la página el personaje empezaba a contarme algo.
El tren hace constantes paradas. Para dar paso al que bajaba desde el norte en dirección a Madrid hubo una larga en una estación de la sierra de Guadarrama. Me dijo el interventor que es la más alta de España —se llama La Cañada—, a más de mil metros sobre el nivel del mar. Hacía muchísimo frío. Después de una cena apresurada en la cantina de Ávila logré dormir bastante bien, envuelto en mi abrigo, pese al traqueteo de las ruedas, los golpes que a veces se producían entre los coches en las curvas, el chirrido de los frenos, los pitidos de la locomotora, las visitas del revisor y, en las estaciones, la algarabía de los vendedores y el cambio del calorífero.
Cuando me desperté acababa de amanecer y cruzábamos la inmensa paramera que se extiende entre Burgos y el pórtico montañoso de las provincias vascongadas. «Ancha es Castilla»: al contemplar las vastas soledades de la meseta recordé el refrán. Ancha es Castilla, en efecto, anchísima, y casi sin un árbol, excepto al lado de los escasos arroyos, donde suele hermosear en el desnudo paisaje una hilera de álamos. Mirando la hosca llanura se me vino a la memoria otro célebre dicho, el referido al clima de estos contornos: «Nueve meses de invierno y tres de infierno». Aquí, en enero o febrero, deben de soplar unos vientos helados de todos los diablos.
Paramos unos minutos en Pancorbo, tan caro a los pintores románticos (y tan exagerado por ellos) como Despeñaperros, su hermano del sur. El lugar es ciertamente impresionante. Al contemplar los acantilados recordé el grabado del desfiladero que vi no hace mucho en una galería de Londres. En su ángulo inferior esperaba, detrás de unos peñascos, un grupo de bandidos armados con carabinas. Hacia ellos, por el camino que serpenteaba entre los riscos, venía la esperada diligencia. Dentro de unos segundos se habría cometido el atraco, quizás con sangre derramada. Así veían los románticos la España de entonces. Hoy, en vez de bandidos hay carlistas —que también lo son a su manera—, pero por fortuna a nosotros no nos asaltó nadie.
Estamos ahora en el País Vasco, yendo hacia Vitoria. El paisaje ha cambiado dramáticamente. Esto ya no es Castilla sino una tierra de altas cumbres a veces arropadas de bruma, en cuyas laderas verdes, espesamente tapizadas de hierba, pacen vacas entre los caseríos. El tren no tiene más remedio que avanzar despacio por túneles, viaductos y angostos valles.
Siento unas ganas intensísimas por llegar a Hendaya. ¿Allí me estará esperando de verdad Paul, o se habrá zafado con alguna excusa?
Extracto del diario de Patrick Boyd. Hendaya, Hôtel Voltaire, noche del lunes, 13 de octubre de 1873.
Mientras el tren cruzaba por el puente del Bidasoa pensé: «Por aquí entraron en España en 1823 los miserables Cien Mil Hijos de San Luis para acabar con Riego y la libertad del pueblo y reponer en su trono al traidor Fernando VII. ¡Cien Mil Hijos de Satanás!».
Luego recordé que por el mismo puente, cuarenta y cinco años después, se vio forzada a salir huyendo del país la reina Isabel II, mala hija de aquel mal padre, echada por los revolucionarios de 1868.
Puente mítico, de verdad, el del Bidasoa, que a lo largo de los años ha visto el flujo y el reflujo de la historia de dos naciones a veces aliadas, a veces enemistadas.
A mi llegada al hotel el gerente me entrega un sobre. Lo abro. Alivio. Es una nota de Paul. Me da la bienvenida a Francia y me confirma que nos vamos a ver mañana por la mañana, a las nueve y media. El
rendez-vous
tendrá lugar en una casa muy cerca de aquí. Qué emoción.
El hombre que esperaba a Boyd en la cancela de Villa Hernani, acompañado de una joven, era de mediana estatura y extremadamente delgado. Su descripción, que Patrick había leído unas semanas antes en la providencia del juez González Martínez, era bastante exacta. Llevaba barba corta y grisácea (más que rojiza), patillas negras, y el pelo, también negro pero con alguna cana, casi rapado. Lo que más llamaba la atención de su aspecto eran las numerosas viruelas que tachonaban su cara demacrada, y unas gafas azules, ahumadas, que hacían imposible apreciar el color de sus ojos y le prestaban un aire de entre estrafalario y siniestro. Ensayó aquel inquietante visaje, con todo, una amable sonrisa al estrechar su dueño, con energía, la mano tendida por el periodista.
—Desde que tuve noticias de usted he esperado este momento con auténtica impaciencia —le dijo Paul Angulo, con marcado ceceo andaluz—. Todos nosotros, los que hemos luchado y seguimos luchando por la liberación del pueblo español, admiramos profundamente a su padre.
—Muchísimas gracias —dijo Patrick.
—Cuando ocurrió en Málaga aquella tragedia yo tenía ocho o nueve años. Los niños de Jerez cantábamos en corro unas coplas en que se lamentaba, así como la ejecución de Mariana Pineda en Granada por las mismas fechas. ¡Fernando VII fue un traidor, un miserable, el peor rey español de todos los tiempos, lo cual es mucho decir! ¡Un criminal, un verdugo inmisericorde! ¡Le odiábamos! Yo ya me sentía todo un revolucionario. Torrijos y Riego eran mis ídolos. Quería ser como ellos.
Patrick notó que le cosquilleaba en el estómago el «calor blanco» que nunca le faltaba en situaciones como ésta. Así había sido al llegar al Saladero para su entrevista con López y ahora con el hombre que, según no pocos indicios, fue uno de los autores materiales de la muerte de Prim. Tenía claro que, si no conducía bien la entrevista, sería perder una oportunidad irrepetible.
Era una mañana gris y la lluvia tamborileaba en las ventanas del salón a que le condujo el jerezano, y que daban directamente al Bidasoa. Al otro lado del famoso río que divide Francia y España se extendía, casi a tiro de escopeta, el caserío de Fuenterrabía. En medio de la habitación, que calentaba una estufa de leña, había una larga mesa de sólida madera cubierta de documentos, libros y periódicos tanto franceses como españoles. El ambiente era íntimo, propicio para las confidencias. Los dos hombres se sentaron frente a frente al lado del fuego. Patrick aceptó el puro habano que, antes de seleccionar uno para sí mismo, le ofreció el ex director de
El Combate
. ¡Otra vez el tabaco compartido que en España siempre servía para allanar posibles roces y facilitar el diálogo!
Hubo un silencio mientras prepararon y encendieron con la debida ceremonia su cigarro.
—Usted cree, no me lo negará, que yo fui uno de los que asesinaron a Prim —empezó aseverando Paul—. Digo, uno de los que participaron físicamente en el atentado. Me imagino que no pocas personas se lo habrán asegurado. Que le habrán dicho que fui yo quien dirigió aquellos infames tiros gritando «¡fuego, puñeta, fuego!» o algo por el estilo.
Ante el asentimiento de Boyd, Paul continuó:
—Es normal. Mucha gente sigue difundiendo la calumnia y, además, por mi campaña contra el general, campaña lícita, abierta, dura y pública, tanto en el Congreso como en mi periódico, que no por nada se llamaba
El Combate
, era fácil suponer que había sido yo uno de los culpables de tan bestial acto, incluso el principal. Lo comprendo.
—He visto el periódico —dijo Patrick—. Y no le oculto que me impresiona mucho su extremada virulencia.
Paul se rió.
—¡Claro que era virulento! Por supuesto. Mire usted, nosotros éramos los únicos que manteníamos entonces incólume, dos años después de la caída de la reina, la idea de la Revolución. ¿Comprende? Los únicos que seguíamos con la idea de «la España con honra», justa, bien administrada… la España de la soberanía popular de verdad. Nosotros encarnábamos las aspiraciones del pueblo español. Desde el periódico y en el Congreso, delante de todos, delante de la nación, yo fustigaba duramente a Prim, pero no deseaba ni recomendaba su asesinato. ¿Cómo iba a hacerlo, yo que había sido uno de sus mejores amigos, yo que le había ayudado como nadie a acabar con Isabel II? Lo que yo y los míos queríamos era provocar y dirigir un levantamiento popular contra el gobierno de quien considerábamos traidor al espíritu de la Revolución, y que estaba a punto de imponernos a un miserable reyezuelo italiano. Y, claro, recurríamos a una retórica de alta tensión agresiva. —Paul se calló unos instantes, inspeccionó su puro y luego añadió—: Estoy dispuesto a conceder, si usted quiere, que quizás influyó aquella retórica en la determinación de algunos malnacidos de acabar alevosamente con la vida del general. Me duele pensarlo, pero reconozco que es posible.
—Para mucha gente —dijo Patrick— la desaparición de
El Combate
justo antes del asesinato del general era otra prueba contra usted. Además, usted también desapareció. ¿Por qué, si no estaba implicado en el crimen?
Paul hizo un ademán de impaciencia.
—Mire, amigo Boyd, todos los revolucionarios del partido republicano contaban con mi liderazgo en aquellos críticos y dramáticos momentos. Mi obligación era estar en Madrid, seguir en Madrid, impidiendo por todos los medios posibles que las autoridades me prendiesen. Si a mí me cogen se viene abajo toda posibilidad de sublevación, ¿entiende? Había contra mí 28 causas criminales, sólo por
El Combate
, con más de 170 denuncias. En el Congreso habían nombrado una comisión de siete diputados para resolver el asunto de mis suplicatorios. ¡Todos ellos eran monárquicos, todos habían votado a Amadeo! ¡Deseaban quitarme la inmunidad parlamentaria y meterme enseguida en la cárcel! ¡A mí, que fui uno de los que más ayudaron a derrocar a Isabel! Yo no me ausenté de Madrid pero, claro, me acechaban por todas partes y tomé infinitas precauciones para que no me detuviesen.
Paul se había ido inflamando y se le notaba cada vez más el ceceo andaluz. A Boyd no le costaba trabajo imaginarle en el Congreso, arremetiendo contra Prim y los suyos, con sus ojos implacables tras los cristales ahumados, su poderosa voz resonando por hemiciclo y pasillos y en el Salón de Conferencias.
El revolucionario se levantó para atizar la estufa y añadirle más leña. Patrick esperaba conteniendo la respiración, cuaderno y lápiz en mano. Se había olvidado de chupar su puro, ya casi apagado. Lo reanimó. Tenía cien preguntas en la cabeza, pero su experiencia le aconsejaba, una vez más, que dejara hablar al otro.
—En los meses anteriores a la Revolución yo hice todo lo posible por convencer a Prim de que debía contar con nosotros, con los republicanos —prosiguió Paul, volviendo a sentarse—. Al principio no quería, pero finalmente aceptó mi propuesta. Y fue entonces cuando cometió un terrible error, un error fatal. Y es que decidió seguir contando también con los malditos políticos de oficio, los miserables que, seguros de que por fin iba a ser arrojada del trono la reina, sólo pensaban en sacar tajada del cambio que se avecinaba irremisiblemente. Ya sabe: los generales, los ex ministros, los banqueros, los especuladores de siempre. ¡Gremio fatal y sempiterno de la España de la picaresca! Ganada la partida, Prim los metió a ellos en el gobierno provisional y nos excluyó a nosotros. Con ello hizo inevitable que siguieran cundiendo la inmoralidad y la desidia administrativas, la maldición del país. No sé cómo fue capaz de tal ceguera.
Se volvió a levantar y se dirigió a una de las ventanas que daban al Bidasoa, donde se quedó meditando durante un rato. Boyd pensaba en López. Hasta ahora las versiones coincidían en líneas generales.
—Siento rabia cuando reflexiono sobre lo que podría ser una España republicana de verdad, bien administrada en beneficio del pueblo —continuó Paul, sentándose otra vez—. Con una Constitución digna. Con separación de Estado e Iglesia, la maldita Iglesia católica española. ¡Ah, y con una purga de generales! ¿Sabe usted que, proporcionalmente, hay en España más generales con sueldo, políticos de oficio todos ellos, que en ningún país del mundo? ¿Y más empleados que dependen del erario público? ¿Y más cesantes a la espera de un cambio de gobierno y la recuperación de un puesto? ¿Y más frailes y sacerdotes, incompatibles con la civilización moderna, que se encargan, ellos también, de engrosar el fenomenal presupuesto de gastos de una España arruinada, y al mismo tiempo de estropear a nuestra juventud con sus monsergas y su oscurantismo?
Patrick notó que en las comisuras de los labios del político exiliado se formaba, mientras peroraba, una leve espuma. Lo imaginaba ahora subido en una barricada —Agustina de Aragón en versión masculina—, aguijoneando a sus huestes contra tiranos, traidores e invasores.
Entendió que había que reconducir la conversación hacia el asesinato de Prim.
—Si comprendo bien —dijo—, usted se dio cuenta desde el primer momento del peligro que suponía Montpensier para la causa de «la España con honra».
—¡Sí, sí, claro! —respondió Paul—. Desde el primer momento… y antes. Prim no podía ver a Montpensier, con razón. Yo tampoco. Sabíamos que sólo le interesaba ser Antonio María I de España, y que de revolucionario no tenía nada. La única Revolución que quería Montpensier era que se echara a su cuñada y que lo sentaran a él en el trono.
—Y Prim insistió en que fuera el Congreso quien decidiera sobre la forma de gobierno.
—Sí. Prim deseaba una monarquía constitucional, decidida por el Congreso, y, claro, utilizó todo su peso, todas sus influencias, para salirse con la suya. Votaron por la monarquía constitucional unos doscientos diputados y unos cincuenta por la República.
—Y luego ustedes los federales recurrieron a las armas.
—Sí, cuatro meses después, en octubre del 69. Yo, entretanto, dirigí
La Igualdad
, el diario republicano más leído del país. Allí di a conocer primero, poco a poco, mis
Memorias de un pronunciamiento
.
—¿Ah sí? —dijo Patrick—. He leído el folleto en la Biblioteca Nacional. También sus
Verdades revolucionarias
.