—Veo que usted no pierde el tiempo —comentó Paul, sonriendo—. Me parece muy bien. ¿Sabe lo que estoy escribiendo ahora?
—No, claro.
—Pues una serie de cartas abiertas poniendo a parir a Castelar, Figueras y Pi y Margall. La primera saldrá dentro de unos días en un nuevo diario republicano de Madrid,
La Fraternidad
. Allí digo que Castelar es un cobarde y un inútil y que ha prostituido sus dones. Y que además me ha tratado fatal, pues, cuando tenía proyectado entrar en España desde Lisboa hace poco tiempo, me enteré de que me iban a detener. ¡A mí que todo lo he dado por el ideal republicano!
—He visto la providencia ordenando su busca y captura.
—Claro, me quieren meter en un calabozo por el resto de mis días. Las cartas a Figueras y Pi verán la luz en otro periódico republicano madrileño,
El Reformista
. Les echo en cara a los tres haber traicionado a su pueblo.
—Pero volvamos un momento a la sublevación federal de 1869, si me permite —dijo Patrick—. ¿Qué era lo que realmente les impulsó a ustedes a levantarse?
—Resolvimos hacerlo porque era cada vez más evidente que el pueblo soberano, soberano según la Constitución, pero no en la práctica, no deseaba que el Congreso le impusiese un rey extranjero traído por Prim y su gente. Aquel Congreso dominado por ellos no reflejaba la voluntad nacional, no era verdaderamente representativo. Mire usted, el pueblo español, por su historia y por su espíritu provincial, tiene una marcadísima tendencia a la federación. Y quería, y quiere, no sólo una República sino una República Federal.
«Esto ya es mucho decir —pensó Boyd—. No estoy tan convencido. El pueblo quiere comer, tener trabajo… pero ¿se siente de verdad republicano? Lo dudo.»
Paul se inclinó hacia su interlocutor como si le fuera a hacer una confidencia íntima.
—Fuimos más de 90.000 republicanos federales —dijo— los que tomamos las armas el mismo día en 1869 por orden del directorio del partido. ¡Ojo, por orden del directorio! Es decir, de Castelar, Figueras, Pi y Margall y Orense. Y ello contra un ejército disciplinado y obediente, con sus fusiles Remington y sus cañones Krupp. Ninguno de los cuatro acompañó al pueblo en su sacrificio. Se sublevaron veintisiete provincias, ¡se imagina! Murieron muchos valientes, muchos amigos míos. Yo me escapé de puro milagro. Nos machacaron, pero les habíamos demostrado nuestra fuerza numérica y moral. ¡Les habíamos demostrado que «la España con honra» existía todavía!
—Y luego, con ustedes en el exilio, prosiguió la búsqueda de un rey extranjero para los españoles —dijo Boyd.
—Sí. Yo estuve primero en París, luego me echó el miserable Napoleón III y me refugié en Ginebra. Siempre en contacto con los revolucionarios de allí, claro, y con Garibaldi. Cuando nos amnistió Prim, volví a Madrid con la idea fija de fundar un periódico y reemprender la lucha durante el poquísimo tiempo que nos quedaba para tratar de impedir la tragedia. Poquísimo tiempo de verdad porque Prim ya había conseguido los necesarios apoyos para Amadeo y se le iba a votar dentro de una cuestión de semanas. Y así nació
El Combate
. Una vez elegido Amadeo yo estaba convencido, absolutamente convencido, de que había que frustrar como fuera que llegara a España, que pisara tierra española, y que ir ya a la Revolución en toda regla era la única posibilidad que teníamos para evitar el desastre.
—Pues, siendo así —reaccionó Boyd— no sería extraño, pese a lo que me ha dicho, que usted no sólo viera la necesidad de eliminar a Prim sino de prestar su concurso para que se llevara a cabo su asesinato.
Paul se volvió a levantar y se apoyó contra la pared, cerca del fuego. Quizás se imaginaba otra vez en el Congreso, despotricando, provocando… o arengando en la calle a una multitud de trabajadores.
—Ya le he dicho que yo no soy un asesino —recalcó, enfático—. Yo soy capaz de matar, lo he hecho, pero combatiendo como un hombre, cara a cara. Nunca matando por la espalda. Asesinar es de cobardes y yo soy un valiente, ¿comprende? Soy un valiente, no me amilano delante de nadie. No es jactancia, es así, es un hecho.
—No lo dudo —dijo Patrick.
—Lo demostré luchando contra los miserables matones de la partida de la porra, liderados por aquel cretino Ducazcal, con quien me vi forzado a batir en duelo. Yo no soy un asesino y no tuve nada que ver con la muerte del general. Otra cosa habría sido que Prim fuera condenado a la horca por un tribunal popular después de nuestro triunfo. Es posible que entonces hubiera aprobado que acabara así, pese a quererle. Pero jamás que se le asesinara.
—Le tengo que decir —dijo Patrick, consciente de entrar en aguas procelosas y armándose de valor— que los indicios contra usted son vehementes. O sea, el
circumstantial evidence
, como se llama en inglés, la acumulación de indicios. Según Ricardo Muñiz, por ejemplo (he estado con él), Prim le dijo en su lecho de muerte que había reconocido la voz de usted en la calle del Turco.
—¡Esto es mentira! —Paul perdió por un momento la calma—. ¡Muñiz miente o se equivoca de cabo a rabo! ¿Cómo iba Prim a acusarme a mí de tal villanía, a mí que había sido su íntimo amigo? Prim sabía que yo jamás, jamás, habría atentado contra él, por muchas diferencias que tuviésemos. Y hay quienes aseguran que dijo todo lo contrario, que dijo: «No han sido los republicanos».
—Pero con ello a lo mejor sólo quería decir que no había sido el partido como tal —insistió Boyd—. Además, según Muñiz, Moreno Benítez también le oyó decir a Prim que le había reconocido a usted por la voz.
—Moreno Benítez es un cerdo que me odiaba, tuve unos roces muy desagradables con él.
—También he hablado con Ramón de Cala, que por cierto le manda un abrazo. Me parece un hombre absolutamente honrado, incapaz de mentir. —Patrick era consciente de que la mirada de Paul, que estaba clavada en él, había adquirido una intensidad feroz—. Cala me ha dicho que lleva tres años dándole la vuelta a este asunto —siguió— y que todavía, con la mano en el corazón, no está seguro de si estuvo usted o no. Al parecer el administrador de
El Combate
, Ignacio Sastre, le dijo que aquella noche usted se jactó en su presencia de haber participado.
Paul se calló. Era evidente que lo que acababa de escuchar le había afectado.
—Según Miguel Morayta —prosiguió Boyd—, usted, cuando bebía, era capaz de todo y hacía cosas que jamás habría hecho normalmente. Y dice que por aquellos días bebía con exceso.
Paul siguió callado unos momentos más.
—Es verdad que me gustaba empinar el codo de vez en cuando —dijo luego—, pero beber con exceso en absoluto era mi norma. Y es posible que yo me jactara aquella noche de haber participado en el atentado, no recuerdo. Incluso de haber disparado contra Prim, cosa que nadie me ha achacado nunca, nunca. Es posible, lo reconozco. Pero insisto en que no fue así. Insisto en que, el 27 de diciembre de 1870, no puse los pies en la calle del Turco.
—¡Pero necesito pruebas! —porfió Patrick—. Soy periodista. No me basta su palabra, lo siento.
—Pruebas no tengo. Es mi sino. Y es cierto que los indicios contra mí son fuertes. Lo reconozco.
—Si usted no tuvo nada que ver con el asesinato —dijo Boyd—, y estoy dispuesto a creerle, ¿quién lo ordenó y pagó, señor Paul? ¿Quién o quiénes? Le ruego que me lo aclare, si puede.
Paul encendió otro puro.
—Su director, el señor McKinley, ha sido muy profesional y correcto en sus comunicaciones conmigo —dijo—. Conozco y admiro la línea republicana de su periódico. Y sé que usted es una persona de confianza. Además me cae bien. Por todo ello le voy a decir exactamente lo que pienso. Usted luego deberá seguir investigando por su cuenta.
—Así lo haré —dijo Patrick.
—Quienes acabaron con Prim —siguió Paul, midiendo sus palabras— eran los que, desde el inicio de la Revolución, y antes, le profesaban un profundo odio mezclado con una inconfesable envidia. Se dice que la envidia es el gran pecado de los españoles. Lo creo, no lo dudo. La envidia nunca se confiesa, nunca dice su nombre. Mata por la noche, alevosamente. Escúcheme. A la cabeza del complot estaban tres generales sin principios políticos de la llamada Unión Liberal: el regente, Francisco Serrano Domínguez; Antonio Caballero Fernández de Rodas, ahora uno de los encargados de acabar con los cantones andaluces; y Francisco Serrano Bedoya. Tres execrables generalitos que participaron en «La Gloriosa» por razones que no tenían nada que ver con las nuestras. Por razones personales.
—Me cuesta trabajo creer que Serrano Domínguez, por execrable que sea, estuviera implicado en el asesinato —repuso Patrick— aunque lo he oído. ¡El regente de España!
—No sea usted un ingenuo, amigo Boyd. Prim constituía un grave peligro para la carrera política de Serrano, que siempre ha sido un ambicioso feroz. Sabía que, bajo Amadeo, Prim iba a seguir siendo el hombre fuerte del país y quien guiaba sus destinos. Mientras él sólo sería ex regente. Porque Prim, desde luego, no le iba a nombrar nunca ministro. ¿Cómo no pensar en las ventajas de su desaparición de la escena política?
«Es la tesis de López —pensó Boyd—. Y la de Cala.»
—Con los tres generales —prosiguió Paul— estaban confabulados los miserables políticos de oficio, hambrientos de dinero. ¿Nombres? Por ejemplo, Adelardo López de Ayala, mal dramaturgo y peor ministro, y Manuel Rancés Villanueva. Y para surtirles a todos de los cuantiosos fondos que hacían falta, y tenerlos en su bolsillo para luego, el duque de Montpensier, su candidato al trono y, así se esperaba, futuro proveedor de prebendas reales. Fueron ellos, indudablemente, en apretado contubernio, quienes decidieron la muerte de Prim.
—Para impedir que llegara Amadeo a España…
—Para impedir que llegara Amadeo y asegurar, así lo esperaban, la subida al trono del duque. Actuando en la sombra, por supuesto, a través de sus distintos agentes y cubriéndose bien las espaldas. Yo no dejaba de advertirle a Prim del peligro que corría al fiarse de tal escoria humana, pero no me hacía ni puñetero caso. Se creía invulnerable. Decía «a mí no hay bala que me mate». También decía que España no es país de asesinos. Y mira si se equivocaba.
Patrick no se esperaba la pregunta que le hizo Paul Angulo a continuación.
—¿Sabe usted que en Hendaya elaboran un aguardiente excelente? —Boyd confesó su ignorancia al respecto—. Pues vamos a probarlo.
El revolucionario fue a la puerta y llamó. Al cabo de unos segundos acudió la muchacha que estaba con él cuando llegó Boyd. Era linda, con marcadas facciones vascas. Paul le pidió que les trajera una botella del renombrado brebaje local. La chica no tardó en volver con ella y dos copas. Puso la bandeja sobre una pequeña mesilla situada al lado de la chimenea.
—Merci, Thérèse
—le dijo Paul con una sonrisa—.
Aujourd’hui je te trouve encore plus jolie!
La joven esbozó una sonrisa ligeramente incómoda. «De modo que el pícaro también las gasta de galán», apuntó mentalmente Patrick.
Paul sirvió dos copas.
—¡Por la República de Irlanda! —dijo, levantando la suya.
—¡Por la República Federal Española! —contestó Boyd.
Patrick intuyó que con el brindis el revolucionario había decidido poner fin a la entrevista. Así fue.
—Amigo Boyd —dijo, extendiéndole la mano— hemos hablado a fondo y creo que basta por hoy. Además tengo que atender a varias personas (estoy aquí en misión republicana franco-española), y preferiría, si le parece, reanudar nuestra conversación mañana por la mañana. Entretanto puede ir organizando sus apuntes y preparando más preguntas. ¿A la misma hora le va bien?
Al salir Patrick de Villa Hernani se dio cuenta de que tenía un hambre feroz, justo como después de la entrevista con López en el Saladero. Le parecía una buena señal.
Antes de disfrutar el
cassoulet
que había visto anunciado en la ventana del acogedor
bistrot
de la plaza de la Iglesia, entró en Correos y le mandó un breve telegrama a McKinley.
Todo había ido muy bien, le aseguró, pero le quedaban muchas dudas. Esperaba despejarlas en la segunda entrevista.
Cuando se presentó Patrick Boyd a la mañana siguiente en Villa Hernani le dijo la atrayente Thérèse que el señor estaba abajo, en el jardín.
Hacia allí se encaminó.
Sentado en un banco de piedra, Paul Angulo miraba, envuelto en su capa, absorto, hacia España. Golpeaba el Bidasoa un recio viento procedente del cercano Atlántico, y las barcas de pesca ancladas en ambas riberas se agitaban como ménades. Detrás de la cumbre de Jaizkibel se amontonaba un torbellino de negras nubes, y ya empezaba a llover sobre el apretado caserío de Fuenterrabía.
—Buenos días, don José —le dijo Boyd.
Paul parecía no haber oído la salutación del periodista. Pero luego volvió hacia él la cabeza y le tendió la mano.
—¡Toda la sangre de Alcolea para llegar hasta aquí, cinco años después! —exclamó, volviendo a contemplar la orilla opuesta—. ¡Con la restauración a la vuelta de la esquina! Es para que cualquiera pierda la moral. ¡Cuánto sacrificio para que manden otra vez los mismos tunantes en dieciséis millones de españoles! —Se puso de pie y cogió a Patrick del brazo—. Vámonos dentro antes de que se nos eche encima el chaparrón.
Iban a franquear la entrada de la casa cuando Boyd oyó, allí arriba, unos lejanos graznidos. Levantó los ojos, escudriñando el cielo. En un claro entre las nubes cada vez más oscuras volaba hacia el sur, hacia la tormenta, en apretada formación de V, una bandada de quizás ochenta o cien ánsares. Sintió la emoción de siempre al escuchar la misteriosa llamada que le devolvía a su juventud y a las marismas de Galway.
—Quizás se dirigen a Doñana —murmuró—. Quizás los volveré a ver dentro de unas semanas.
Paul le había seguido la mirada y le observaba extrañado.
—¿A Doñana? ¡De modo que usted también es ornitólogo! —exclamó.
—Pues sí, cada loco con su tema —respondió Boyd—. Los ánsares son otro de los míos.
—¡He cazado en el Coto a más de uno, sí señor! —dijo el andaluz, sonriendo—. ¡Buenas piezas!
Lo llevó a la misma habitación del día anterior y se sentaron a la mesa, uno frente al otro.
—Usted habrá estado reflexionando, sin duda, sobre lo que le dije ayer —empezó Paul.
—Claro que sí —contestó Patrick.
—Yo también he estado reflexionando —siguió Paul—. Y me ha vuelto a llamar la atención el que, en los tres días que sobrevivió Prim al atentado, el juez no le tomara declaración. ¡Tres días! ¿Se da cuenta? Quiere decir que no permitieron que se la tomara. Se ve que había mucho interés en que no lo hiciera, porque, claro, si Prim declara ante el juez salen ciertos nombres, digo yo, y queda constancia en el sumario.