Era evidente que el duque no quería que nadie entretuviera dudas acerca de quién era el dueño de la propiedad.
Le franqueó la puerta una vieja criada. En el hall le esperaba un hombre bien conservado, de quizás unos cincuenta años, alto y delgado, con el pelo grisáceo, bigote espeso y aire inconfundiblemente militar. ¡De modo que así era ahora el ex ayudante de Montpensier! Patrick se lo había imaginado más viejo y bajo, y a lo mejor calvo.
El coronel le recibió con cortesía, si no con afabilidad, y le invitó a acompañarle a una galería que daba a un frondoso jardín y donde había unas cómodas butacas.
Explicó que estaba en Castilleja para resolver algunos asuntos suyos relacionados con Su Alteza —que seguía en Francia— y cerrar la venta de su propia hacienda en la localidad. Le había citado en el palacio, agregó, por considerar que sería de su interés conocerlo, tal vez sobre todo por el hecho de haber muerto en él el conquistador Hernán Cortés, circunstancia que le había intrigado al duque y quizás sugerido, además de la reconocida salubridad del pueblo en verano, la compra de la finca.
—Dicen que, como Cortés, don Antonio también es un aventurero nato —observó Boyd.
—Así es —repuso Solís—. Y como usted sabe, sin duda, la gran meta para él siempre ha sido conseguir el trono de España. Se consideraba el mejor candidato a ocuparlo, no sólo por la sangre real que lleva en las venas sino por haber contribuido con muchísimo dinero al éxito de la Revolución que echó a su cuñada. Pero muchísimo. Yo creo sinceramente que habría sido un gran rey. Y que todavía podría serlo si le tocara en suerte, cosa, por otro lado, ya muy difícil.
Boyd le habló a continuación de la amistad que le había unido con Prim en Londres y su intenso interés, como periodista, en las posibles causas del asesinato.
—¿Es un hecho —le preguntó— que, pese a su oposición inicial, Prim llegara a estar de acuerdo con la candidatura del duque?
—Sí, sí —contestó el coronel—. Acabó creyendo que Su Alteza era el candidato más idóneo. Yo tenía amistad con el general y se lo puedo asegurar. Pero, por desgracia, intervino el trágico duelo, con la muerte de don Enrique de Borbón, y el exilio de un mes impuesto al duque. Si no hubiera sido por el duelo quizás se habría salido con la suya. Fue el golpe de gracia, o de desgracia, a sus pretensiones.
—Tengo entendido que usted fue su padrino aquella mañana —dijo Patrick.
—Es cierto —repuso Solís—. Tengo la fecha grabada en la memoria, como usted comprenderá: el 12 de marzo de 1870, en las afueras de Madrid. Traté de disuadirle, pero el honor es el honor y se sentía ultrajado por lo que había publicado el otro sobre él tres días antes en los periódicos, y que tuvo una enorme resonancia. No sé si usted lo sabe, pero dijo, entre otros insultos, que era un «hinchado pastelero francés» sólo movido por la fiebre de la ambición. Al duque no se le pasó por las mientes que pudiera matar a don Enrique aunque, eso sí, era un tirador excepcional. Cuando se dio cuenta de que lo había hecho estaba consternado.
«Claro —tuvo ganas de observar Patrick—, comprendió que acababa de perder el trono.»
—Repito que, a mi juicio, Su Alteza era el mejor candidato —siguió Solís—. Además tenía el mérito de ser un hombre muy práctico, muy al día, muy de su tiempo. ¡En Sevilla le pusieron el apodo de «Monsieur Cuánto Vale» porque siempre preguntaba el precio de las cosas! —Solís se rió y siguió—: heredó una fortuna inmensa, pero la invirtió en la compra de terrenos y propiedades de los cuales siempre ha sacado la mayor rentabilidad posible.
—Casi como un emprendedor
gentleman farmer
inglés —dijo Boyd.
—Exactamente —replicó Solís—. En Inglaterra la aristocracia no se considera incompatible con el comercio o con la agricultura. El qué dirán les importa un bledo. En España no es así. Creen que es ensuciarse las manos. Quizás el duque tomó nota allí. —Solís indicó los arcos neomudéjares de la galería en que estaban sentados—. Todos los Orleans han sido grandes reformadores de casas y fincas —continuó—, y el duque no es excepción a la regla. Yo diría que es casi lo que más le gusta. Reformar y mejorar. Y sacar réditos de sus inversiones, claro. Este palacio era una ruina cuando lo compró y lo ha rehecho totalmente, así como San Telmo y las otras propiedades. Ya le digo, es un hombre práctico, un hombre que lleva sus cuentas con meticulosidad, un hombre a quien le interesan todos los adelantos de nuestra época: el vapor, el ferrocarril, la telegrafía, los modernos coches… ¡Hay que ver su viñedo de Torre Breva!
—¿Torre Breva?
—Sí, cerca de Chiclana. Cuando compró la finca era un coto de caza. La transformó en un viñedo de muchas hectáreas. Es una maravilla, todo organizado con precisión militar. Yo estuve mucho por allí, amigos míos en Manchester se encargaron de enviarnos aparatos de vapor último modelo para incrementar la productividad. ¡Y su naranjal en San Telmo! ¡Otra maravilla! También le apodaron «El Naranjero», sabe usted, porque vendía miles de kilos de naranjas cada año.
—Y luego el arte y la literatura…
—Sí, claro, el duque conoce a muchos escritores y pintores. En los años sesenta San Telmo era como un pequeño Versalles, llegaba gente de toda Europa. Estuvo incluso Alejandro Dumas. Tiene allí una admirable colección de cuadros. Y una biblioteca fabulosa. —Solís aproximó su silla a la chimenea y añadió en tono confidencial—: Mire, señor Boyd, yo fui el ayudante del duque durante más de veinte años. Si he dejado de serlo ha sido por decisión mía. Jamás tuvimos la menor desavenencia. Él quería que siguiera a su lado, pero no pudo ser. Al salir de las prisiones militares de San Francisco después de aquellos tres meses atroces, injustos, humillantes (fue la experiencia más desagradable de mi vida), decidí retirarme de todo y dedicar los días que me quedasen al cuidado de mis propiedades en Extremadura y a mi familia. Como dicen los franceses, resolví «cultivar mi jardín» y olvidarme de lo demás. El duque lo entendió perfectamente y me dio su beneplácito.
Boyd intuyó que había llegado el momento de preguntarle por López. Empezó explicando que había leído toda la correspondencia cruzada públicamente entre ellos en 1871 y, más recientemente, las alegaciones expuestas por el preso del Saladero en
El Acusador
. ¿Cómo había sido su relación?
—López se puso en contacto con nosotros por una sola razón: el afán de lucro. Él sabía, bueno, lo sabía todo el mundo, no era un secreto para nadie; él sabía, digo, que el duque ambicionaba el trono de España, y se ofreció a nosotros para tenernos al tanto de las maquinaciones en contra de tal pretensión por parte de los carlistas y los republicanos. A cambio de dinero, desde luego.
—Y ustedes aceptaron en principio…
—Aceptamos en principio y le dimos unas pequeñas cantidades, pensando equivocadamente que nos podría ser útil.
—López dice que el dinero era para la compra de armas y asesinos.
—¡Mentira! Nunca fue cuestión de armas, ni de matar a Prim ni de nada de eso. Todo ello es una ruin calumnia de López. ¿Alguien puede creer seriamente que el duque se iba a meter en un proyecto para asesinar a Prim, o a quien fuera? ¡El duque de Montpensier!
A Patrick le habría gustado contestar que sí, que era fácil imaginar que alguien lo pudiera creer, dada su inmensa ambición por conseguir el trono. Pero en vez de hacerlo siguió:
—López dice en uno de sus pasquines o cartas que era buen amigo de Prim y que usted lo sabía.
—No creo en absoluto que fuera amigo de Prim. Yo sí lo fui, como le he dicho. Es más, no creo que López lo conociera siquiera. Si hubiera sido amigo del general se sabría. Yo jamás he oído nada en este sentido. Jamás.
—Usted dice en una de sus cartas en
La Época
—continuó Patrick— que, al enterarse de los antecedentes de López, rompió con él y nunca lo volvió a ver.
—Sí, la última vez le despedí con cajas destempladas, lo cual no le gustó nada, por supuesto. Luego, aquel noviembre de 1870, me enteré de que lo habían detenido con otros en relación con una tentativa contra Prim. Nos escribió desde la cárcel, incluso con amenazas, y no le hicimos el menor caso. Y fue entonces cuando, por despecho, inventó toda la historia de que nosotros los habíamos contratado, a él y a sus socios, para matar a Prim. Y él, que era un criminal, me denunció ante el juez. Cuando me enteré de que me iban a detener, ¡por la denuncia de un forajido!, me escapé a Londres. Porque no me fiaba de la justicia y sabía que, por ser ayudante de Su Alteza, me podían hacer mucho daño, porque el duque, naturalmente, tenía y tiene numerosos enemigos.
—Entiendo. ¿Y José María Pastor? ¿Qué relación tenía usted con él?
—Lo conocí brevemente en las prisiones militares de San Francisco. Nunca le había visto antes. Me lo presentaron en el patio. Tenía fama de revoltoso y de hombre violento, pero la verdad es que a mí me cayó bastante bien, incluso me puso en guardia contra algunos elementos que había allí y se ofreció a protegerme en el caso de que me causaran algún problema. Pero más no sé.
Solís no había perdido ni un segundo su compostura. «Con él —pensó Patrick—, no van a funcionar mis preguntas indiscretas. No se inmutará por nada de lo que le pueda decir. Tiene ya preparadas sus respuestas, las ha ensayado mil veces. Pero hay que seguir probando el terreno.»
—Según López —dijo—, Pastor estaba muy cerca de Serrano y dirigía una ronda suya secreta. Y, como me imagino usted sabe, hay indicios de que estuvo entre los asesinos en la calle del Turco. ¿Usted considera, en consecuencia, que Serrano pudo ser uno de los instigadores del crimen?
—De esto no sé yo absolutamente nada, pero me parece una monstruosidad. Cuando mataron a Prim yo no estaba en Madrid, estaba aquí, en Castilleja de la Cuesta, como me fue fácil demostrar ante el juez, porque hubo muchos testigos.
«Esto no tiene nada que ver», pensó Patrick.
—¿Y Paul Angulo? ¿Usted le conocía?
Solís lo negó. Sabía quién era, claro, todo el mundo sabía quién era. Pero conocerle personalmente no le conocía, a no ser que se hubiesen cruzado de manera efímera sus caminos en algún momento, algo que no recordaba, cuando la Revolución.
—Algunos alegan que el duque financiaba
El Combate
y que un día usted apareció en la redacción del periódico —dijo Patrick.
—Lo niego. Ni el duque financiaba
El Combate
ni estuve yo jamás en la redacción del periódico. Son otras calumnias.
Patrick ya se percataba de que no iba a recabar ninguna información de Solís que cambiara el rumbo de su investigación. Era lo que había previsto. Sólo le quedaban unos cartuchos por quemar.
—A su juicio, don Felipe —le preguntó—, ¿quién o quiénes financiaron y organizaron el asesinato del general Prim?
—Un contubernio de carlistas y republicanos —contestó Solís, categórico—. Ambos, por distintas razones, tenían el mayor interés en la desaparición de Prim, y llegaron a un entendimiento. No digo cordial, obviamente, pero sí entendimiento. Los carlistas calculaban que, muerto el general, no vendría Amadeo, y pensaban que, así las cosas, quedaba la posibilidad de que su pretendiente accediese al trono. Y los republicanos estaban convencidos de que sin Prim, a quien consideraban traidor, ellos no tardarían en hacerse con el poder. Esto es lo que creo, pero es posible que me equivoque.
—¿Y usted piensa que los jueces llegarán al fondo de lo ocurrido? —insistió Patrick.
—Yo creo que no. Creo que nadie llegará al fondo. Hay demasiados intereses, los jueces están en manos de los poderosos, los van cambiando y me imagino que habrán desaparecido documentos y otros elementos de la causa…
—¿Y no piensa usted escribir sus memorias? ¿No nos contará su vida al lado del duque?
Solís sonrió y confesó que sí, que una vez definitivamente recluido en Villafranca de los Barros pondría manos a la obra.
—Creo, además, que es mi obligación dejar las cosas claras —añadió—. Tengo muchísima documentación y ahora me incumbe ordenarla.
Llegaba la entrevista a su fin. Aunque no había dado lugar a ninguna revelación, tampoco había sido una pérdida de tiempo. «He estado hora y media con el antiguo ayudante de Montpensier —recapituló Patrick mentalmente—. He escuchado la versión de los hechos que me ha querido dar, he tomado nota de todo, he visto cómo es físicamente, su encomio del duque me ha ayudado a tener una idea más clara del mismo… Más no podía esperar. Por otro lado nada de lo que me ha dicho demuestra que Montpensier no estuviera detrás del asesinato, con él mismo actuando como intermediario en la sombra…»
Durante el ligero refrigerio servido por la vieja criada, acompañado de un excelente rioja, la conversación discurrió por otros derroteros, entre ellos la tambaleante situación de la República, sobre la cual el coronel se guardó de emitir un juicio contundente.
Patrick empezó a hablarle de la visita a Doñana que le había organizado el catedrático de ciencias naturales de la universidad, Antonio Machado Núñez, y que empezaría a la mañana siguiente.
—Ya lo sé por un amigo mío, Francisco Mateos Gago —dijo Solís—, que estuvo aquí la otra semana en un acto de la parroquia de la Inmaculada. Me describió su encuentro con usted hace unos meses y su visita a la Capilla Real. Es un personaje celebérrimo en Sevilla y muy adicto a la causa de nuestro duque. Me contó que también van con ustedes los marqueses de Guadalcacil.
Patrick trató de encubrir su azoramiento ante la revelación del coronel. ¡De modo que no se había equivocado al intuir que Gago estaba al tanto de su visita a Solís, de la cual seguramente le habría informado éste! Se limitó a responder que por desgracia el marqués había tenido que trasladarse urgentemente a su finca por un problema con el pozo, pero que les acompañaría al Cerro de los Ánsares su esposa, tan amiga de los Machado.
—Yo he bajado muchas veces a Sanlúcar en el vapor con Su Alteza —dijo Solís, sorbiendo su vino—, y le he acompañado a menudo en sus cacerías. Más de una vez hemos estado juntos en Doñana. Le envidio su expedición, señor Boyd. Espero que la disfrute.
Terminada la merienda Patrick le deseó, por su parte, mucha suerte en su retiro extremeño, y que le cundiesen sus memorias.
Patrick creía que su reencuentro con Araceli iba a tener lugar en el muelle. Le sorprendió, pues, constatar que ya estaba con los Machado cuando éstos llegaron a la Fonda de Londres en el coche.