—Los seres humanos han visto imágenes fugaces de ciertas cosas a lo largo de su historia —había afirmado en cierta ocasión—, lo suficiente para inventarse el resto. Es todo una amalgama de cuentos de hadas con pinceladas de realidad aquí y allá.
—¿Y qué es real? —había querido saber ella.
—Si puedes matarlo, o te puede matar, es real.
Según aquella definición, el ángel era suficientemente real.
Él alzó la espada. Ella observó el gesto, atraída un instante por las líneas negras tatuadas en sus dedos —por un momento le resultaron familiares, pero la sensación se desvaneció tan pronto como había llegado—, levantó la vista hacia su asesino y se preguntó, atónita,
por qué
. Parecía imposible que fuera el final de su vida. Ladeó la cabeza, buscando desesperadamente en su rostro un atisbo de…
alma…
y entonces, lo vio.
El ángel vaciló. La máscara de su rostro desapareció solo un segundo, pero Karou percibió cómo afloraba cierto patetismo apremiante, una oleada de sentimiento que suavizó aquellos rasgos rígidos y ridículamente perfectos. Relajó la mandíbula, separó los labios y frunció el ceño en un momento de confusión.
Al mismo tiempo, Karou notó otra vez aquel pálpito en las palmas de las manos que la había empujado a cerrar los puños la primera vez que lo vio. Era un latido suave, una energía contenida, y le sobresaltó la certeza de que emanaba de sus tatuajes. Un impulso la empujó a levantar las manos, pero no en actitud de rendición servil, sino con las palmas dirigidas poderosamente hacia fuera, mostrando los ojos que llevaba en ellas desde siempre y sin saber por qué.
Algo sucedió.
Fue como una detonación —una inhalación profunda que absorbe todo el aire hacia un espacio hermético, para luego expulsarlo—. No hubo estruendo, ni destellos —los testigos boquiabiertos solo vieron a una muchacha que levantaba las manos—, pero Karou lo sintió, y el ángel también. Abrió mucho los ojos al darse cuenta de lo que sucedía, y un instante después una fuerza devastadora lo lanzó contra un muro situado a veinte metros de distancia. Cayó con las alas retorcidas, y la espada rodó por el suelo. Karou se levantó con dificultad.
El ángel no se movía.
Ella se volvió y escapó corriendo. Ignoraba qué había sucedido, pero había provocado un silencio que la perseguía. Lo único que oía era su propia respiración, extrañamente amplificada, como si estuviera en un túnel. Al final del callejón giró a toda velocidad, y tuvo que derrapar sobre los talones para esquivar un burro parado en medio de la calle. Podía ver el portal, una sencilla puerta en una hilera de puertas sencillas, pero ahora con algo diferente: una gran huella de mano quemada sobre la madera.
Karou se abalanzó sobre ella y la aporreó con los puños, con más desesperación de la que nunca había descargado sobre ningún portal.
—¡Issa! —vociferó—. ¡Déjame entrar!
Durante la larga y terrible espera, Karou no dejó de mirar por encima de su hombro, y por fin la puerta se abrió.
Se apresuró a entrar, pero se detuvo con un grito ahogado. Allí no estaba Issa ni el vestíbulo, sino una mujer marroquí con una escoba. Maldición, no. La mujer entrecerró los ojos y abrió la boca para reprenderla, pero Karou no esperó. La empujó hacia el interior de la casa, cerró la puerta de un golpe y permaneció fuera. De nuevo aporreó la madera frenéticamente.
—¡Issa!
Podía escuchar los gritos de la mujer y notaba cómo trataba de abrir. Karou blasfemó y mantuvo la puerta cerrada. Si estaba abierta, la magia del portal no podría actuar.
—¡Aléjate de la puerta! —chilló en árabe.
Miró por encima de su hombro. En la calle se había formado un gran alboroto: brazos que se agitaban, gente que gritaba. El burro permanecía impasible. Ninguna señal del ángel. ¿Lo habría matado? No, sabía que no estaba muerto, y que regresaría.
Golpeó de nuevo la puerta.
—¡Issa, Brimstone, por favor!
Nada, excepto airadas palabras en árabe. Karou sujetó la puerta con el pie y siguió golpeando.
—¡Issa! ¡Va a matarme! ¡Issa! ¡Déjame entrar!
¿Por qué tardaba tanto? Los segundos parecían
scuppies
en un collar, y se desvanecían uno tras otro. La puerta se movía frenéticamente contra su pie, empujada por alguien que intentaba abrir —¿sería Issa?—, y entonces notó una ráfaga de calor a su espalda. Esta vez no vaciló, sino que se volvió, sujetando la puerta con la espalda para mantenerla cerrada, y levantó las manos, como permitiendo que sus tatuajes
miraran
. No se produjo ninguna detonación, solo un chisporroteo de energía que erizó su cabello como las serpientes de Medusa.
El ángel la acechaba con la cabeza baja, mirándola desde lo alto con sus ojos en llamas. Se movía con dificultad, como si se enfrentara a un vendaval. El poder de los tatuajes de Karou que antes le había arrojado contra aquel muro obstaculizaba ahora su avance, pero no lo detenía. Sus manos eran puños a ambos lados del cuerpo, y su rostro mostraba una expresión feroz, dispuesta a soportar el dolor.
Se detuvo a unos pasos de ella y la miró intensamente con unos ojos que ya no parecían muertos, sino que recorrían su cara, su cuello, sus
hamsas
, y volvían a su cara. Una y otra vez, como si algo no cuadrara.
—¿Quién
eres
? —preguntó. Karou casi no reconoció que el idioma que hablaba era quimérico, ya que en sus labios sonaba muy dulce.
¿Que quién
era
?
—¿No es algo que se suele averiguar
antes
de intentar matar a alguien?
A su espalda, un nuevo forcejeo sacudió la puerta. Si no era Issa, estaba perdida.
El ángel se acercó un poco más y Karou se retiró a un lado, dejando que la puerta se abriera de golpe.
—¡Karou! —era la aguda voz de Issa.
Se volvió y de un brinco atravesó el portal, cerrándolo tras ella.
* * *
Akiva se lanzó hacia la puerta y tiró de ella para abrirla, pero se encontró cara a cara con una mujer enfadada, que palideció y tiró la escoba a sus pies.
La muchacha había desaparecido.
Permaneció allí un instante, casi ajeno al alboroto que lo rodeaba. La cabeza le daba vueltas. La chica avisaría a Brimstone. Debería haberla detenido, podía haberla matado con facilidad. Sin embargo, había lanzado golpes lentos, dándole tiempo para esquivarlos y moverse con libertad. ¿Por qué?
La respuesta era sencilla. Había querido contemplarla.
Qué loco.
Y ¿qué había visto, o creía haber visto? Imágenes fugaces de un pasado que nunca regresaría —¿el fantasma de la chica que le había mostrado el significado de la piedad, largo tiempo atrás, solo para que su propio destino desbaratara sus gentiles enseñanzas?—. Había pensado que, a esas alturas, todo rastro de compasión habría desaparecido de su interior, sin embargo había sido incapaz de matar a la muchacha. Y después, algo inesperado: las
hamsas.
¡Un humano con los ojos del diablo!
¿Por qué?
Solo existía una posible respuesta, tan sencilla como inquietante.
Que ella, en realidad, no fuera humana.
LA OTRA PUERTA
En el vestíbulo, Karou cayó de rodillas. Con la respiración entrecortada, se apoyó sobre el cuerpo de serpiente de Issa.
—¡Karou! —Issa la recogió en un abrazo que las manchó a ambas de sangre—. ¿Qué ha sucedido? ¿Quién te ha hecho esto?
—¿No lo has visto? —preguntó Karou aturdida.
—¿A quién?
—Al ángel…
Issa reaccionó de forma brusca. Echó el cuerpo hacia atrás como una sierpe dispuesta a atacar.
—
¿Un ángel?
—silbó.
Todas sus serpientes —repartidas por el pelo, la cintura y los hombros— se retorcieron con ella, y silbaron. Karou aulló de dolor cuando el repentino movimiento le abrió las heridas.
—Oh, querida, mi dulce niña. Perdóname —Issa se relajó de nuevo y acunó a Karou como a un bebé—. ¿Qué has querido decir con
un ángel
? Seguramente no…
Karou parpadeó con la mirada fija en Issa. Las sombras comenzaban a envolverlas.
—¿Por qué quería matarme?
—Mi amor, mi amor —respondió Issa inquieta. Retiró el abrigo rajado por la espada y la bufanda para ver las heridas de Karou, pero la hemorragia era abundante y aún no se había detenido, y el vestíbulo estaba poco iluminado.
—¡Cuánta sangre!
Karou sintió como si las paredes se fueran arqueando lentamente a su alrededor. Esperaba ansiosa que la puerta interior se abriera, pero no lo hacía.
—¿No podemos entrar? —su voz sonaba muy débil—. Quiero ver a Brimstone.
Recordó cómo la había cogido cuando regresó sangrando de San Petersburgo. La confianza y la tranquilidad que había sentido, ya que estaba segura de que él la curaría. Y así fue, y lo haría de nuevo…
Issa enrolló la bufanda empapada en sangre y trató de contener la hemorragia.
—Ahora no está aquí, mi dulce niña.
—¿Dónde está?
—Bueno…, no se le puede molestar.
Karou gimoteó. Quería ver a Brimstone. Lo necesitaba.
—Pues moléstalo —replicó, y empezó a sentirse a la deriva.
A caer.
La voz de Issa quedó muy lejana.
Y luego, nada.
Poco a poco, surgieron imágenes parpadeantes, como en una película mal montada: los ojos de Issa y los de Yasri, próximos, angustiados. Manos suaves, agua fría. Sueños: Izîl y la criatura de su espalda, con la cara abotargada y el color marrón púrpura de la fruta magullada, y el ángel con los ojos clavados en Karou, como si pudiera abrasarla con la mirada.
—¿Qué puede significar que estén en el mundo de los humanos? —preguntó Issa con voz susurrante y cautelosa.
—Deben de haber encontrado un camino de regreso. Han tardado mucho, a pesar de la elevada opinión que tienen de sí mismos —respondió Yasri.
Esto no formaba parte del sueño. Karou había recuperado la consciencia como quien nada hasta una playa muy lejana —con gran esfuerzo—, y permaneció en silencio, escuchando. Se encontraba en la cuna de su infancia, en la parte trasera de la tienda; lo supo sin necesidad de abrir los ojos. Las heridas le escocían y el olor acre del ungüento cicatrizante impregnaba el ambiente. Las dos quimeras estaban al final del pasillo cubierto con estanterías de libros, susurrando.
—Pero ¿por qué atacar a Karou? —silbó Issa.
—¿No pensarás que…? No es posible que sepan nada de ella —respondió Yasri.
—Por supuesto que no. No seas ridícula —exclamó Issa.
—No, no, claro que no —suspiró Yasri—. Ojalá volviera Brimstone. ¿Crees que deberíamos ir a buscarlo?
—Sabes que no se le puede interrumpir. Pero seguro que no tarda.
—Tienes razón.
Tras una tensa pausa, Issa aventuró:
—Se va a enfadar mucho.
—Sí —afirmó Yasri con la voz temblorosa por el miedo—. Seguro que sí.
Karou notó la mirada de las dos quimeras y trató de parecer inconsciente. No le resultó difícil. Se sentía perezosa, y le dolían el pecho, el brazo y la clavícula. Cuchilladas para acompañar a sus cicatrices de bala. Estaba sedienta y sabía que con solo dejar escapar un susurro, Yasri acudiría rápidamente con agua y una mano tranquilizadora, pero permaneció callada. Había demasiado en lo que pensar.
«No es posible que sepan nada de ella», había dicho Yasri.
Saber
¿el qué?
Tanto secretismo resultaba exasperante. Sintió deseos de levantarse y gritar: «¿Quién soy yo?», pero se contuvo. Simuló estar dormida, porque había algo más que le rondaba por la cabeza.
Brimstone no estaba en la tienda.
Y él
siempre
estaba allí. Nunca le habían permitido acceder a la tienda en su ausencia, y la extraordinaria circunstancia de que su vida corriera peligro era lo único que justificaba aquella infracción.
Aquella oportunidad.
Karou se mantuvo a la espera hasta que escuchó cómo Yasri e Issa se alejaban, y miró a través de sus pestañas para asegurarse de que se habían ido. Sabía que tan pronto como se incorporara, los muelles de la cuna chirriarían y la delatarían, así que alcanzó la hilera de
scuppies
que llevaba en torno a la muñeca.
Otro uso más para deseos casi inútiles: silenciar somieres que chirrían.
Se incorporó y trató de recuperar el equilibrio, mareada y dolorida, pero en completo silencio. Yasri e Issa se habían llevado sus botas, el abrigo y el jersey, por lo que únicamente llevaba puestos los vendajes, una camiseta manchada de sangre y unos pantalones vaqueros. Descalza, rodeó un par de armarios y pasó bajo hileras de dientes de camello y jirafa; luego se detuvo, escuchó y escrutó la tienda.
El escritorio de Brimstone estaba sumido en la oscuridad, al igual que el de Twiga, y no había ningún farol encendido que atrajera el aleteo de los colibríes-polilla. Issa y Yasri se encontraban en la cocina, fuera de su vista, y la tienda estaba en penumbra, lo que resaltaba aún más la otra puerta, que dejaba escapar un resplandor a su alrededor.
Por primera vez en su vida, la veía entornada.
Con el corazón golpeándole el pecho, se acercó a ella. Esperó un instante con una mano sobre el pomo, abrió una rendija y miró dentro.
CAÍDOS
Akiva encontró a Izîl encogido de miedo tras un montón de basura en Jemaâ-el-Fna, con aquella criatura aún aferrada a su espalda. A su alrededor se había arremolinado un grupo de personas aterrorizadas, amenazantes, pero cuando Akiva descendió del cielo en medio de una explosión de chispas, huyeron en todas direcciones, chillando como cerdos apaleados.
La criatura extendió un brazo hacia Akiva.
—Hermano —musitó con voz suave—. Sabía que regresarías a por mí.
Akiva apretó la mandíbula y se obligó a mirar a aquel ser. Aunque tenía el rostro abotargado, sus rasgos conservaban el recuerdo de una belleza muy lejana: ojos almendrados, nariz fina y con caballete alto y unos labios sensuales que parecían imposibles en un rostro tan espantoso. Pero la clave de su verdadera naturaleza se hallaba en su espalda. En sus omóplatos sobresalían los muñones astillados de unas alas.
Increíblemente, aquella criatura era un serafín. Y solo podía tratarse de alguno de los Caídos.
Akiva creía que se trataba de una leyenda, y jamás se había planteado si estaría basada en hechos reales, no hasta ese momento, en que se encontraba frente a la prueba de ello. Que existían serafines exiliados en otra época por traición y colaboración con el enemigo, arrojados al mundo de los humanos para siempre. Bueno, este era uno de ellos, y sin duda su aspecto distaba mucho del que habría tenido en el pasado. El paso del tiempo había encorvado su columna vertebral, y la piel, tirante, parecía engancharse en cada saliente de las vértebras. Las piernas, inútiles, colgaban a su espalda. Esto no era fruto del tiempo, sino de la violencia. Como si arrancarle las alas —no cortarle, sino
arrancarle
— no supusiera castigo suficiente, le habían aplastado también las piernas, condenándolo a arrastrarse sobre la superficie de un mundo extraño.