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Authors: Laini Taylor

Tags: #Fantasía

Hija de Humo y Hueso (8 page)

El miércoles, al norte de Canadá. Dos cazadores athabasca y un asqueroso botín de dientes de lobo.

El jueves, a San Francisco, para encontrarse con una joven herpetóloga rubia y recoger un alijo de dientes de serpiente de cascabel, fruto de sus desacertadas investigaciones.

—Podrías ir tú misma a la tienda, ¿lo sabes? —comentó Karou irritada, ya que debía entregar un autorretrato al día siguiente y podría haber empleado aquellas horas en perfeccionarlo.

Existían varias razones por las que los traficantes no acudían a la tienda. Algunos habían perdido ese privilegio por algún comportamiento inoportuno; otros no habían sido investigados aún; y muchos tenían simplemente miedo a los collares de serpiente, lo que en este caso no debería haber supuesto ningún problema, ya que esta científica en particular había optado por trabajar con ellas.

La herpetóloga se estremeció.

—Fui una vez y pensé que la mujer-serpiente iba a matarme.

Karou contuvo una sonrisa.

—Ya.

Lo entendía perfectamente. Issa odiaba a los asesinos de reptiles y, cuando este sentimiento la embargaba, animaba a sus serpientes a la semiestrangulación.

—Bueno, está bien —contó billetes de veinte hasta formar un buen fajo—. Pero recuerda que si fueras a la tienda, Brimstone te recompensaría con deseos mucho más valiosos que el dinero.

Muy a su pesar, Brimstone no confiaba tanto en ella como para que dispensara deseos en su nombre.

—Quizás la próxima vez.

—Como quieras —Karou se encogió de hombros y se despidió con un ligero movimiento de la mano. Regresó al portal y, al traspasarlo, descubrió la huella negra de una mano grabada sobre la superficie. Pensaba mencionárselo a Brimstone, pero estaba con un traficante y ella debía acabar sus tareas, así que se marchó.

Después de trabajar hasta bien entrada la noche en el autorretrato, el viernes se sentía agotada y deseosa de que Brimstone no la llamara de nuevo. Normalmente no reclamaba su presencia más de dos veces a la semana, pero esta habían sido ya cuatro. Por la mañana, mientras dibujaba al viejo Wiktor ataviado únicamente con una boa de plumas —una visión a la que Zuzana estuvo a punto de no sobrevivir—, no dejó de vigilar de reojo la ventana. Durante el taller de pintura de la tarde, continuó su temor a que Kishmish apareciera, pero no fue así, y después de las clases, esperó a Zuzana bajo una cornisa para protegerse de la llovizna.

—Pero qué ven mis ojos —dijo su amiga—. Si es un Karou. Fíjense bien, amigos, porque las oportunidades de contemplar a esta esquiva criatura son cada vez más escasas.

Karou notó cierta frialdad en su voz.

—¿Un veneno? —sugirió expectante. Después de aquella semana tan accidentada, le apetecía ir al café, hundirse en un sofá, charlar, reír, dibujar, beber té y recuperar la normalidad perdida.

Zuzana le regaló un arqueo de cejas.

—¿Ningún
recado
en el horizonte?

—Gracias a Dios, no. Vamos, me estoy quedando helada.

—No sé, Karou. Hoy tal vez sea
yo
quien tiene una misión secreta.

Karou se mordió la parte interior de la mejilla, sin saber qué responder. Detestaba que Brimstone le ocultara tantos asuntos, y odiaba aún más tener que hacer lo mismo con Zuzana. ¿Qué tipo de amistad se basaba en evasivas y mentiras? Según había ido creciendo, conservar los amigos se había convertido en algo casi imposible; la necesidad de engañar siempre se interponía en su camino. No obstante, había sido mucho peor cuando vivía en la tienda —¡era imposible invitar a un amigo a casa para jugar!—. Todas las mañanas, atravesaba el portal en dirección a Manhattan para acudir a la escuela y a sus clases de karate y aikido, y regresaba todas las tardes.

Se trataba de una puerta cerrada con tablas en un edificio abandonado del East Village. En quinto curso, su amiga Belinda la vio traspasar aquella puerta y llegó a la conclusión de que no tenía hogar. La noticia se extendió, los padres y los profesores intervinieron y Karou, incapaz de localizar a Esther, su abuela falsa, quedó inmediatamente bajo la custodia del Departamento de Asuntos Sociales. Fue enviada a una casa de acogida, de la que escapó la primera noche para no volver jamás. Después de aquel episodio: una nueva escuela en Hong Kong y mayor precaución para que nadie la viera atravesar el portal. Lo que significaba más mentiras y secretismo, y la imposibilidad de tener verdaderos amigos.

Ahora tenía edad suficiente para evitar que los servicios sociales husmearan en su vida; sin embargo, conservar las amistades seguía siendo como caminar sobre una cuerda floja. Zuzana era la mejor amiga que jamás había tenido, y no quería perderla.

Karou suspiró.

—Siento lo que ha pasado esta semana. Ha sido una verdadera locura. Todo es culpa del trabajo…

—¿Trabajo? ¿Desde cuándo
trabajas
?

—Claro que trabajo. ¿De qué piensas que vivo, de agua de lluvia y fantasías?

Esperaba arrancar una sonrisa a su amiga, pero Zuzana entrecerró los ojos con desconfianza.

—¿Cómo quieres que sepa de qué vives, Karou? ¿Hace cuánto que somos amigas?, y nunca has mencionado ni trabajo, ni familia, ni nada…

—Bueno —contestó Karou ignorando la parte de la
familia—
, no se trata exactamente de un
empleo
. Solo hago recados para un tipo. Recojo paquetes, me reúno con gente.

—¿Como un traficante de droga?

—Vamos, Zuze, te prometo que es cierto. Él es un… coleccionista, supongo.

—Claro. ¿Y qué colecciona?

—Cosas. Eso no tiene importancia.

—A mí me importa. Me interesa saberlo. Es solo que suena
raro
, Karou. No estarás metida en ningún asunto turbio, ¿verdad?

Claro que no
, pensó Karou,
en absoluto
. Respiró hondo y añadió:

—De verdad que no puedo contarte nada más. Es su negocio, no el mío.

—Está bien. Déjalo —Zuzana giró sobre uno de sus tacones de plataforma y empezó a alejarse bajo la lluvia.

—Espera —gritó Karou.

Quería
hablar de ello. Deseaba contarle todo a Zuze, quejarse de su horrible semana —los colmillos de elefante, el desagradable mercado de animales, cómo Brimstone le pagaba únicamente con estúpidos
shings
, y el escalofriante ruido tras la otra puerta de la tienda—. Podía plasmar todo aquello en su cuaderno de bocetos, lo que servía de ayuda, pero no era suficiente. Necesitaba
hablar.

Por supuesto, no podía hacerlo.

—¿Me acompañas a La Cocina Envenenada, por favor? —suplicó con voz débil y cansada.

Zuzana volvió la cabeza y contempló la expresión que Karou ponía a veces cuando pensaba que nadie la miraba. Transmitía tristeza,
carencia
, y lo peor de todo es que parecía estar siempre allí, como si las demás expresiones de su rostro fueran simples máscaras que Karou empleaba para ocultarlo.

Zuzana cedió.

—Vale. Está bien. Me muero por un
goulash
. ¿Lo coges? Me muero. Ja, ja.

La broma del
goulash
envenenado confirmó a Karou que la situación había vuelto a la normalidad. Al menos por ahora. Pero ¿qué sucedería la próxima vez?

Sin paraguas y acurrucadas la una contra la otra, caminaron deprisa bajo el aguacero.

—Tengo algo que contarte —dijo Zuzana—. El zopenco ha estado merodeando por La Cocina. Me parece que está buscándote.

Karou refunfuñó.

—Fantástico.

Kaz no había parado de llamarla y de enviarle mensajes de texto, pero ella le había ignorado por completo.

—Podríamos ir a otro sitio…

—De eso nada. No voy a permitir que ese pastel de roedor nos arrebate La Cocina. La Cocina es nuestra.


¿Pastel de roedor?
—repitió Zuzana.

Era el insulto favorito de Issa, y tenía sentido dentro del contexto alimentario de la mujer-serpiente, cuya dieta se basaba principalmente en pequeñas criaturas peludas. Karou afirmó:

—Sí. Pastel de roedor. Carne picada de ratón con pan rallado y salsa de tomate…


Puaj
. Basta.

—Me imagino que también se podrán utilizar hámsteres —añadió Karou—. O conejillos de Indias. ¿Sabías que en Perú asan los conejillos de Indias ensartados en ramas, como si fueran nubes de azúcar?

—Para —exclamó Zuzana.

—Mmm, bocadillo de conejillo de Indias…

—Cállate
ya
, antes de que vomite.
Por favor.

Karou enmudeció, pero no por la súplica de Zuzana, sino por el aleteo familiar que captó con el rabillo del ojo.
No, no, no
, pensó para sus adentros. No volvió la cabeza, no lo haría.
No, Kishmish, no esta noche.

—¿Te encuentras bien? —preguntó Zuzana al notar su repentino silencio.

De nuevo aquel aleteo, esta vez en la luz de una farola dentro de su campo de visión. Se encontraba demasiado alejado para llamar la atención, pero sin duda se trataba de Kishmish.

Maldita sea.

—No pasa nada —respondió Karou, y siguió caminando con resolución hacia La Cocina Envenenada.

¿Qué debía hacer, golpearse la frente sin más y exclamar que acababa de acordarse de un recado urgente? Se preguntó qué diría Zuzana si pudiera ver a la pequeña bestia que servía de emisario a Brimstone, tan extraño con sus alas de murciélago sobre el cuerpo emplumado. Aunque, conociendo a Zuzana, probablemente querría recrearlo en versión marioneta.

—¿Cómo va el proyecto de la marioneta? —preguntó Karou tratando de actuar con normalidad.

Con el rostro radiante de alegría, Zuzana empezó a contarle todos los detalles. Karou la escuchaba a medias, distraída por una mezcla de rebeldía y ansiedad. ¿Qué haría Brimstone si no acudía a su llamada? ¿Qué
podía
hacer, salir en su busca?

Estaba segura de que Kishmish continuaba detrás de ella, así que, al traspasar el arco que daba acceso al patio de La Cocina Envenenada, lo miró directamente, como diciendo: «Te he visto, pero no te acompaño». Él ladeó la cabeza, perplejo, y ella entró en el local dejándolo fuera.

El café estaba abarrotado, aunque, por suerte, Kaz no se encontraba a la vista. Sobre los ataúdes se agolpaban trabajadores locales, mochileros, expatriados con aspecto de artistas y estudiantes, y el ambiente estaba tan cargado de humo de tabaco que las estatuas romanas parecían surgir de entre la niebla, ataviadas con sus macabras máscaras antigás.

—Mierda —exclamó Karou con disgusto al ver que había tres mochileros desaliñados sentados en su mesa favorita—. La Peste está ocupada.

—No hay ni una sola mesa libre —añadió Zuzana—. Maldita Lonely Planet. Me gustaría retroceder en el tiempo y atracar a ese estúpido escritor de guías al fondo del callejón, para asegurarme de que nunca encontrara este lugar.

—Tú siempre tan violenta. Últimamente quieres atracar y electrocutar a todo el mundo.


Así es
—confirmó Zuzana—. Te aseguro que cada día odio a más gente.
Todo el mundo
me irrita. Si ahora soy así, ¿qué pasará cuando sea mayor?

—Te convertirás en una viejecita malvada que dispara a los niños desde su balcón con una escopeta de aire comprimido.

—No. La escopeta de balines solo los encabronaría. Mejor una ballesta. O una bazuca.

—Qué bruta eres.

Zuzana respondió con una reverencia y lanzó otra mirada frustrada al abarrotado café.

—Vaya mierda. ¿Quieres que vayamos a otro sitio?

Karou negó con la cabeza. Aún tenían el pelo empapado y no le apetecía aventurarse de nuevo bajo la lluvia. Solo quería disfrutar de su mesa favorita en su café favorito. Sus dedos juguetearon en el bolsillo de la chaqueta con los
shings
que había recibido por los recados de aquella semana.

—Tengo la sensación de que esos tíos están a punto de marcharse —aseguró señalando a los mochileros sentados en La Peste.

—No lo creo —respondió Zuzana—. Tienen las cervezas enteras.

—Pues yo pienso que sí —uno de los
shings
desapareció de entre los dedos de Karou y, un segundo después, los mochileros se levantaron—. Te lo dije.

Imaginó el comentario de Brimstone.

Desalojar extranjeros de mesas de café: egoísta.

—Qué raro —fue el comentario de Zuzana al deslizarse tras el enorme caballo para reclamar su mesa. Los mochileros se marcharon con aspecto desconcertado—. No estaban mal —afirmó Zuzana.

—¿De verdad? ¿Quieres que los llame?

—Ya sabes la respuesta —habían prometido no liarse con mochileros; desaparecían como el viento, y eran todos iguales después de un rato, con su barba de varios días y la camisa arrugada—. Solo estaba emitiendo un diagnóstico. Además, parecían algo perdidos, como si fueran cachorritos.

Karou se sintió culpable. ¿Qué pretendía al desafiar a Brimstone, al gastar deseos en acciones mezquinas como empujar a unos jóvenes inocentes bajo la lluvia? Se dejó caer sobre el sofá. Le dolía la cabeza, tenía el pelo húmedo, estaba cansada y no podía dejar de preocuparse por la reacción del Traficante de Deseos. ¿Qué le diría?

Mientras comían su
goulash
, Karou no apartó la mirada de la puerta.

—¿Buscas a alguien? —preguntó Zuzana.

—No. Es que…, es que me preocupa que aparezca Kaz.

—Tranquila, si lo hace, podemos empujarle dentro de este ataúd y clavar la tapa.

—Suena bien.

Pidieron té y se lo sirvieron en un antiguo servicio de plata, con las palabras
arsénico
y
estricnina
grabadas en los platillos del azucarero y de la jarrita de la leche.

—Bueno —dijo Karou—. Mañana vas a ver al chico del violín en el teatro. ¿Tienes algún plan?

—No he pensado nada —respondió Zuzana—, solo quiero saltarme esa parte y llegar al momento en que seamos novios. Sin mencionar la escena en la que él se da cuenta de que existo.

—Vamos, no puedo creer que quieras saltarte esa parte.

—Me encantaría.

—¿Perderte el momento de
conocerle
? ¿Las mariposas en el estómago, los vuelcos en el corazón, el rubor en la cara? La parte en la que se traspasa por primera vez el campo magnético del otro y parece como si surgieran líneas de energía invisibles entre ambos…

—¿Líneas de energía invisibles? —repitió Zuzana—. ¿No te estarás convirtiendo en uno de esos bichos raros
new age
que llevan cristales encima e interpretan el aura de las personas?

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