Karou no le creyó. Brimstone nunca compraba dientes inmaduros, ya fueran de animales o de humanos, pero no consideró oportuno discutir.
—Está bien —apartó aquellos diminutos dientes y trató de no imaginar pequeños cadáveres en fosas comunes—, pero esta vez no ha pedido ninguno, así que tengo que rechazarlos.
Cogió cada uno de los dientes de adulto, escuchó lo que transmitían sus murmullos, y los clasificó en dos montones.
Izîl la observaba con ansiedad, fijando la mirada en uno y otro montón.
—Han masticado demasiado, ¿verdad? ¡Gitanos glotones! Siguieron masticando después de muertos. No tienen modales. No saben cómo comportarse en la mesa.
La mayoría de los dientes estaban excesivamente desgastados y llenos de caries, y no servían para Brimstone. Cuando Karou terminó de clasificarlos, había un montón mayor que el otro, pero Izîl no sabía cuál era cada uno. Esperanzado, señaló el más abundante.
Ella negó con la cabeza y sacó algunos billetes de la cartera que le había entregado Brimstone. Le pagó una cantidad demasiado generosa para tan pocos dientes y tan lamentables, pero aun así era menos de lo que Izîl esperaba.
—Tanto tiempo cavando —gimió—. ¿A cambio de qué? ¿De papel con la imagen de un rey muerto? Me persigue la mirada de los muertos —su voz se tornó más débil—. No puedo continuar con esto, Karou. Estoy destrozado. Ya casi no puedo sujetar la pala. Escarbo la tierra dura, cavando como un perro. Estoy acabado.
Una profunda pena invadió a Karou.
—Seguramente hay otras maneras de vivir…
—No. Lo único que me queda es la muerte. Uno debería morir con dignidad, cuando ya no es posible
vivir
con dignidad. Lo dijo Nietzsche, ¿le conoces? Un hombre sabio, y con un gran bigote —atusó su propio mostacho enmarañado, y trató de esbozar una sonrisa.
—Izîl, no es posible que desees
morir.
—Ojalá existiera una forma de ser libre…
—¿No existe? —preguntó Karou con seriedad—. Tiene que haber
algo
que puedas hacer.
Izîl movió los dedos, jugueteando con su bigote.
—Prefiero no pensar en ello, querida, pero…
existe
una manera, si tú me ayudaras. Eres la única persona que conozco con suficiente valentía y bondad… ¡Ay! —Izîl se llevó la mano a la oreja y, al ver que escurría sangre entre sus dedos, Karou retrocedió. Razgut debía de haberle
mordido
—. ¡Le pediré lo que quiera, monstruo! —gritó el ladrón de tumbas—. ¡Sí, eres un monstruo! No me importa lo que fueras, ¡ahora eres un monstruo!
Se desencadenó una extraña pelea; parecía como si el anciano luchara consigo mismo. El camarero reaccionó con agitación, y Karou abandonó su silla para alejarse de los miembros que se sacudían, tanto visibles como invisibles.
—Para. ¡Para! —gritó Izîl, con los ojos desorbitados.
Buscó un apoyo, levantó el bastón y descargó un fuerte golpe contra su propio hombro y el ser encaramado a él. Repitió el gesto una y otra vez, como si se estuviera golpeando a sí mismo, dejó escapar un grito y cayó de rodillas. Levantó aprisa ambas manos hacia su cuello y el bastón repiqueteó contra el suelo. La sangre comenzó a chorrear por el cuello de su chilaba —seguramente un nuevo mordisco de aquella cosa—. El sufrimiento de su rostro era más de lo que Karou podía soportar, así que, sin pensarlo, corrió a su lado y le agarró el brazo para ayudarle a ponerse en pie.
Terrible error.
De repente, notó que algo se deslizaba por su cuello, y tembló de asco. Era una
lengua
. Razgut lo había conseguido. Escuchó cómo tragaba de manera repugnante y se apartó, dejando al ladrón de tumbas de rodillas.
Su paciencia se había agotado, así que recogió los dientes y el cuaderno de dibujo.
—Espera, por favor —gritó Izîl—. Karou, por favor.
Aquella súplica sonó tan desesperada que Karou vaciló. Izîl rebuscó en su bolsillo y le tendió algo. Unos alicates. Parecían oxidados, pero ella sabía que no se trataba de óxido. Era la herramienta que Izîl empleaba en su negocio, y estaba cubierta con restos de las bocas de los muertos.
—Por favor, querida —rogó—. No hay nadie más.
Comprendió rápidamente a qué se refería y retrocedió horrorizada.
—¡No, Izîl!
Por Dios
. La respuesta es
no.
—¡Un
bruxis
podría salvarme! Yo no puedo conseguir uno, ya utilicé el mío. Sería necesario otro para revertir mi estúpido deseo. Tú podrías hacerlo. Por favor.
¡Por favor!
Un
bruxis
. Era el único deseo que superaba en poder al
gavriel
, y tenía un precio singular: solo podía pagarse con los propios dientes. Todos ellos, y extraídos por uno mismo.
Karou se sintió aturdida al pensar en arrancarse los dientes uno tras otro.
—No seas ridículo —susurró consternada ante la simple proposición. Pero después de todo, Izîl
estaba
loco, y en aquellos momentos en verdad lo parecía.
Karou retrocedió.
—¡Sabes que no me atrevería a pedírtelo si no fuera la única solución!
Karou se alejó rápidamente con la cabeza gacha, y no habría detenido sus pasos para mirar atrás de no ser por el grito que escuchó a su espalda. Surgió con violencia entre el caos de Jemaâ-el-Fna y en un instante acalló los demás sonidos. Era una especie de lamento desesperado, una descarga sonora débil y aguda, distinta a cualquier cosa que Karou hubiera escuchado jamás.
Sin duda, no se trataba de Izîl.
Aquel gemido sobrenatural adquirió intensidad, tembloroso y violento, hasta romper como una ola y convertirse en lenguaje —susurrante, sin consonantes fuertes—. Las modulaciones sugerían palabras, pero se trataba de un idioma extraño incluso para Karou, que poseía más de veinte en su colección. Se volvió y contempló que todos a su alrededor se giraban también, estirando el cuello, y que la preocupación de sus rostros se tornaba en terror cuando identificaban el origen de aquel sonido.
Entonces, ella también lo vio.
La criatura que Izîl cargaba a su espalda había dejado de ser invisible.
MORTÍFERO PÁJARO DEL ALMA
Aquel idioma resultaba totalmente desconocido para Karou, no así para Akiva.
—Serafín, ¡te veo! —afirmó la voz—. ¡Sé quién eres! Hermano, hermano, he cumplido mi condena. ¡Haré cualquier cosa! Estoy arrepentido, he recibido suficiente castigo…
Perplejo y sin comprender lo que sucedía, Akiva clavó la mirada en el ser que se había materializado sobre la espalda del anciano.
Estaba prácticamente desnudo, y de su torso abotargado salían unos brazos sarmentosos con los que aprisionaba el cuello del viejo. Unas piernas atrofiadas pendían de su espalda, y su hinchada cabeza aparecía tirante y púrpura, como atiborrada de sangre y a punto de reventar con un estallido húmedo. Resultaba horroroso, y que hablara el idioma del serafín era una auténtica abominación.
La absoluta incongruencia de aquella situación paralizó a Akiva, que permaneció fijo en la escena, antes de que el asombro de oír su propia lengua desembocara en estupor por lo que estaba escuchando.
—¡Me arrancaron las alas, hermano! —con la mirada clavada en Akiva, la criatura retiró un brazo del cuello del anciano y lo extendió hacia él, con gesto implorante—. ¡Me retorcieron las piernas para que tuviera que arrastrarme, como los gusanos! ¡Hace mil años que me expulsaron, mil años de tormento, pero por fin has venido, has venido para llevarme a casa!
¿A casa?
No. Eso era imposible.
Había personas que huían ante la visión de aquella criatura; otras se habían vuelto, siguiendo la dirección de su súplica, y clavaban los ojos en Akiva. Él se percató y recorrió la multitud con su mirada llameante. Algunos retrocedieron, murmurando plegarias. Y entonces sus ojos se posaron en la chica del pelo azul, situada a unos veinte metros de distancia. Una figura tranquila y luminosa en medio de la multitud.
Y le estaba mirando.
* * *
Unos ojos perfilados con kohl en un rostro bronceado por el sol. Ojos color fuego con un resplandor de chispas que dibujaban una estela incandescente en el aire. Karou sintió una sacudida —no se trataba de un mero sobresalto, sino de una reacción en cadena que recorrió su cuerpo como un torrente de adrenalina—. Sus extremidades adquirieron la ligereza y la fuerza de un despertar, un enfrentamiento o un vuelo repentino, algo químico y salvaje.
¿Quién es?
, pensó al tiempo que su mente trataba de alcanzar el fervor de su cuerpo.
Y
¿qué era?
Porque resultaba obvio que aquella presencia inmóvil en medio del tumulto no era un ser humano. Las palmas de las manos le palpitaban, cerró los puños y sintió la sangre hervir en sus venas.
Enemigo. Enemigo. Enemigo
. Aquella palabra resonaba en su interior al ritmo de los latidos de su corazón: aquel ser extraño con ojos de fuego era un enemigo. Su rostro —bello, perfecto,
mítico
— carecía por completo de expresión. Karou estaba atrapada entre el impulso de huir y el temor a darle la espalda.
Izîl apresuró la decisión.
—
Malak
! —aulló apuntando con el dedo al hombre—.
Malak
!
Un ángel.
¿Un ángel?
—¡Te conozco, mortífero pájaro del alma! ¡Sé lo que eres! —Izîl se volvió hacia Karou y la urgió—. Karou, hija de un deseo, vuelve con Brimstone. Dile que los serafines están aquí. Que han regresado. ¡Debes advertirle! ¡Corre, pequeña, corre!
Y eso hizo.
A través de Jemaâ-el-Fna, donde aquellos que trataban de huir encontraban el paso obstaculizado por los que permanecían conmocionados. Karou se abrió camino entre la multitud, empujó a varias personas, rodeó a un camello y saltó por encima de una cobra enroscada que le lanzó un mordisco inofensivo, ya que carecía de colmillos. Miró furtivamente por encima de su hombro y no percibió ninguna señal de persecución —ninguna señal de
él—
, pero notaba su presencia.
Era un estremecimiento en todas las terminaciones nerviosas que mantenía su cuerpo alerta. Se había convertido en la presa de una cacería, y ni siquiera tenía su cuchillo escondido en la bota. Nunca pensó que fuera a necesitarlo en una visita al ladrón de tumbas.
Corrió y abandonó la plaza por uno de los múltiples callejones que desembocaban en ella como afluentes. En los zocos, la muchedumbre se había dispersado y muchas luces estaban ya apagadas. A la carrera, fue atravesando zonas sumidas en la oscuridad, con zancadas largas, acompasadas y ligeras, y pisadas casi silenciosas. Tomaba las curvas muy abiertas, para evitar colisiones, y miraba atrás una y otra vez, una y otra vez, sin ver a nadie.
Un ángel
. Aquellas palabras seguían resonando en su cerebro.
El portal estaba próximo —solo un giro más, otro callejón sin salida y lo habría logrado, si conseguía llegar hasta allí—.
Por encima de ella, movimientos apresurados, calor y el grave sonido de un batir de alas.
En el cielo, la oscuridad se concentró en el punto donde una silueta ocultaba la luna. Algo se estaba precipitando sobre Karou, impulsado por unas alas enormes e imposibles. Calor, aleteos y el silbido del aire hendido por una espada. Una espada. Karou saltó hacia un lado y sintió el mordisco del acero en su hombro mientras atravesaba una puerta tallada y la cerraba con violencia. La madera saltó en pedazos, ella agarró un trozo irregular, y se volvió para enfrentarse a su atacante.
Él se encontraba prácticamente a su lado, con la punta de la espada sobre el suelo.
Dios mío
, pensó Karou al contemplarle.
Dios mío.
Realmente era un ángel.
Apareció ante ella en toda su esencia. La hoja de su larga espada reflejaba el resplandor blanco de sus alas incandescentes —unas alas brillantes tan enormes que rozaban los muros de ambos lados del callejón, y cuyas plumas parecían llamas de vela lamidas por el viento—.
Y aquellos ojos.
Su mirada era como una mecha encendida que abrasaba el aire que había entre ellos. Era lo más hermoso que Karou había visto jamás. Su primer pensamiento, incongruente pero embriagador, fue memorizar su imagen para dibujarla después.
El segundo, que no habría un después, ya que iba a matarla.
Se abalanzó sobre ella a tal velocidad que sus alas dibujaron haces de luz en el aire, y cuando Karou saltó de nuevo hacia un lado, aquel perfil encendido siguió abrasando su mirada. La alcanzó otra vez con la espada, en esta ocasión en el brazo, aunque logró zafarse de la estocada asesina. Era rápida. Karou mantenía la distancia entre ambos, y cuando él intentaba reducirla, ella respondía con movimientos precisos, ágiles, fluidos. Sus ojos se encontraron de nuevo y, tras su impresionante belleza, Karou contempló crueldad, y una ausencia absoluta de compasión.
Él atacó de nuevo. A pesar de su rapidez, Karou no lograba mantenerse fuera del alcance de la espada. El golpe dirigido a su garganta rebotó en el omóplato. No sentía dolor —eso vendría después, a menos que la
matara—
, solo un calor que se extendía y que ella sabía que era sangre. El siguiente golpe lo detuvo con el listón de madera, que se deshizo en astillas dejando en sus manos un pedazo carcomido del tamaño de una simple daga, algo tan ridículo que no podía considerarse un arma. No obstante, cuando el ángel se le echó encima, ella se apartó y le asestó una puñalada, mientras notaba cómo la madera se hundía en su carne.
Karou ya había acuchillado antes a otras personas y detestaba esa horrible sensación de atravesar carne viva. Retrocedió, dejando su improvisada arma clavada en el cuerpo del ángel. Su rostro no transmitía dolor, ni sorpresa. Era un rostro muerto, pensó Karou al contemplarlo de cerca, o tal vez, el rostro vivo de un alma muerta.
Le pareció absolutamente aterrador.
Estaba acorralada, y ambos sabían que no tenía escapatoria. Del callejón y las ventanas, le llegó el vago eco de gritos de sorpresa y miedo, pero su atención estaba concentrada en el ángel. ¿Qué significaba aquella palabra,
ángel
? ¿Qué había dicho Izîl? «Los serafines están aquí».
Conocía ese término; los serafines eran una especie de ángeles de alto rango, al menos en la mitología cristiana, por la que Brimstone sentía un absoluto desprecio, al igual que por cualquier otra religión.