La presión sobre su garganta disminuyó y Karou tomó una bocanada de aire, intentó gritar, pero el hombre se lanzó de nuevo sobre ella, pesado, desnudo y bestial. Ella se defendió con todas sus fuerzas, peleó con tal furia que sus cuerpos rodaron hasta el borde de la mesa y cayeron al suelo. En el tumulto de la pelea, aquellas extremidades desnudas ejercían tanta fuerza que Karou no podía liberarse. Estaba encima de ella, atenazando sus piernas, mirándola, y de repente sus ojos perdieron algo de aquel frenesí enloquecido. Relajó el gruñido de sus labios y recuperó de nuevo su aspecto casi humano y hermoso, pero aun así terrorífico y… confuso.
La agarró con fuerza por las muñecas, la obligó a abrir las manos para ver sus
hamsas
, y clavó sus ojos en ella. La recorrió con la mirada, y Karou tuvo la sensación de ser ella la que se encontraba desnuda. Luego emitió un profundo gruñido que la estremeció.
—¿Quién eres?
Era incapaz de responder. El corazón le latía con fuerza. Las heridas le abrasaban. Y, como siempre, desconocía la respuesta.
—
¿Quién eres?
La arrastró de las muñecas, la arrojó sobre la mesa de piedra y se colocó de nuevo encima de ella. Sus movimientos eran fluidos, de animal, y sus dientes, suficientemente afilados como para desgarrarle la garganta. De pronto, Karou fue consciente de cómo acabaría su aventura al otro lado de la puerta: en un charco de sangre. Logró tomar aire.
NO LUCHES CONTRA MONSTRUOS
—¿La chica? —Izîl miró a Akiva con los ojos entrecerrados—. ¿Te… te refieres a Karou?
¿Karou?
Akiva conocía esa palabra. Significaba «esperanza» en el idioma del enemigo. Así que no solo llevaba las
hamsas
, sino que tenía un nombre quimérico.
—¿Quién es? —preguntó.
Visiblemente aterrorizado, el anciano se incorporó un poco.
—¿Por qué quieres saberlo, ángel?
—Las preguntas las hago yo —exclamó Akiva—. Y te sugiero que las respondas —se sentía impaciente por reunirse con los otros, pero se resistía a marcharse sin desvelar aquel misterio. Si no descubría ahora quién era la chica, nunca lo sabría.
Deseoso de ayudar, Razgut aportó algunos datos.
—Sabe a néctar y sal. A néctar, sal y manzanas. A polen, estrellas y bisagras. Tiene el gusto de los cuentos de hadas. De una doncella cisne a medianoche. Como nata en la punta de la lengua de un zorro. Sabe a
esperanza.
Akiva permaneció inmutable, e injustificadamente inquieto ante la idea de aquella abominación
probando
a la muchacha. Esperó a que Razgut dejara de farfullar y añadió con voz gutural:
—No he preguntado a qué sabe, sino quién
es.
Izîl se encogió de hombros y agitó las manos en un esfuerzo por transmitir indiferencia.
—Es solo una muchacha que dibuja. Se porta bien conmigo. ¿Qué más te puedo decir?
Sus palabras no parecían sinceras y Akiva notó que trataba de protegerla, lo que resultaba noble y ridículo. No podía desperdiciar su tiempo en juegos, así que optó por un enfoque más drástico. Agarró a Izîl por la pechera y a Razgut por uno de sus muñones de hueso astillado y se elevó por los aires, levantando el peso de ambos con total facilidad.
Bastaron unos aleteos para que la ciudad de Marrakech al completo brillara con luz trémula a sus pies. Izîl no paraba de gritar, con los ojos fuertemente cerrados; Razgut permanecía en silencio, con una indescriptible añoranza en el rostro que se clavó en el corazón de Akiva como una astilla de pena —más dolorosa que el trozo de madera con el que Karou lo había atacado—. Le sorprendió. Con el paso de los años había aprendido a insensibilizarse y, después de tanto tiempo sin convivir con los sentimientos, pensaba que la pena y la compasión habían desaparecido de su interior. Sin embargo, aquella noche había recibido sordas puñaladas de ambas.
Akiva descendió con lentas espirales, como un ave de presa, y depositó los dos cuerpos en la bóveda que coronaba el minarete más alto de la ciudad. Izîl y Razgut trataron desesperadamente de agarrarse, pero empezaron a caer, deslizándose sobre la superficie resbaladiza, buscando con frenesí algún apoyo para las manos y los pies antes de topar con un parapeto decorativo de escasa altura que evitó que se precipitaran al vacío, varias decenas de metros por encima de los tejados de la mezquita.
Izîl tenía el rostro grisáceo y respiraba con dificultad. Razgut cambió de postura sobre la espalda del anciano, y ambos se tambalearon peligrosamente cerca del borde. Atenazado por el pánico, Izîl descargó una retahíla de órdenes para que se mantuviera agachado, no se moviera y se agarrara a algo.
Akiva permanecía sobre ellos. Detrás de él, la silueta serrada de la cordillera del Atlas brillaba bajo la luz de la luna. El viento movía las plumas llameantes de sus alas, como en un baile, y sus ojos transmitían el brillo apagado de las ascuas.
—Y ahora, si deseas seguir vivo, dime lo que quiero saber. ¿Quién es la chica?
Izîl, con los ojos horrorizados y fijos en el borde del tejado, respondió de manera atropellada:
—Ella no supone ningún peligro para ti, es inocente…
—¿Inocente? Lleva las
hamsas
, compra dientes para el diablo hechicero, a mis ojos no parece inocente.
—Te equivocas,
es
inocente. Ella simplemente hace recados. Es todo.
¿Era simplemente eso, una especie de criada? Eso no explicaba por qué llevaba las
hamsas.
—¿Y por qué se encarga ella de los recados?
—Es la hija adoptiva del Traficante de Deseos. La crió desde que era un bebé.
Akiva asimiló aquella información.
—¿De dónde venía? —se arrodilló para acercar su rostro al de Izîl. Era imprescindible saberlo.
—No lo sé. ¡Lo juro! Un día la vi allí, entre sus brazos, y a partir de entonces estuvo siempre en la tienda, sin ninguna explicación. ¿Crees que Brimstone me desvelaba sus secretos? De ser así, ¡tal vez seguiría siendo un hombre en vez de una mula! —dirigió un gesto a Razgut y soltó una estridente carcajada—. Ten cuidado con lo que deseas, me advirtió Brimstone, pero yo no lo escuché, y ¡mírame ahora! —reía y reía sin parar, al tiempo que acudían lágrimas a sus ojos rodeados de arrugas.
Akiva se quedó paralizado. El problema era que creía al jorobado. ¿Por qué iba Brimstone a revelar información a sus subalternos humanos, y en especial a locos como este? Pero si Izîl no sabía nada, ¿qué esperanza restaba a Akiva para descubrirlo? El anciano era su única pista, y ya se había entretenido demasiado.
—Dime entonces dónde puedo encontrarla —dijo—. Fue amable contigo. Seguramente sepas dónde vive.
El viejo parpadeó, afligido.
—No puedo decírtelo. Pero… pero… puedo contarte otras cosas. ¡Secretos! Sobre tu propia especie. Gracias a Razgut, sé mucho más de los serafines que de las quimeras.
Estaba regateando, en un nuevo intento de proteger a Karou.
—¿Crees que hay algo que puedas descubrirme sobre mi especie? —respondió Akiva.
—Razgut sabe historias…
—La palabra de un Caído. ¿Te ha revelado siquiera por qué fue enviado al exilio?
—
Claro
que sí —afirmó Izîl—. Aunque me pregunto si
tú
lo sabes.
—Yo conozco mi historia.
Izîl lanzó una carcajada. Tenía una mejilla apretada contra la cúpula del minarete, y su risa sonó como un resoplido. Luego añadió:
—Como el moho sobre los libros, así crecen los mitos sobre la historia. Tal vez deberías preguntar a alguien que se encontrara allí, todos esos siglos atrás. Tal vez a Razgut.
Akiva miró con frialdad el tembloroso cuerpo de Razgut, que seguía murmurando su incesante cantinela: «Llévame a casa, por favor, hermano, llévame a casa. Estoy arrepentido, he soportado suficiente castigo, llévame a casa…».
—No necesito preguntarle nada —replicó Akiva.
—Ah, ¿no?, ya veo. Alguien afirmó en cierta ocasión: «Todo lo que se necesita para tener éxito en esta vida es ignorancia y confianza». Mark Twain, ¿has oído hablar de él? Lucía un elegante bigote, como suele ser habitual en los hombres sabios.
Algo estaba cambiando en el anciano ante los ojos de Akiva. Vio cómo alzaba la cabeza para mirar por encima del reborde de piedra que detenía su caída hacia la muerte. Su locura parecía haber desaparecido, si es que no había sido fingida. Estaba reuniendo jirones de coraje, lo que, en aquellas circunstancias, no resultaba insignificante. También estaba dando rodeos.
—Facilítame las cosas, viejo —dijo Akiva—. Mi misión no es matar humanos.
—Entonces,
¿por qué
has venido? Ni siquiera las quimeras llegan hasta aquí. Este mundo no es lugar para monstruos…
—¿Monstruos? Yo no soy un monstruo.
—¿No? Razgut tampoco piensa que él lo sea. ¿Verdad, mi monstruo?
Se lo preguntó casi con cariño, y Razgut susurró:
—No soy un monstruo, soy un serafín. Un ser de fuego sin humo, sí, forjado en otra época, en otro mundo —sus ansiosos ojos estaban fijos en Akiva—. Soy como tú, hermano. Igual que tú.
Aquella comparación no agradó a Akiva, y su mordaz respuesta estremeció a Razgut:
—No me parezco en nada a ti, lisiado.
Izîl alargó la mano para palmear el brazo que le aprisionaba el cuello.
—Ya, ya —lo calmó fingiendo compasión—. Él no se da cuenta. Forma parte de la condición de monstruo no identificarse como tal. Es como el dragón que mientras estaba agachado en una aldea devorando doncellas escuchó a los campesinos gritar: «¡Un monstruo!», y se volvió para mirar.
—Yo conozco muy bien a los verdaderos monstruos —los atigrados ojos de Akiva se oscurecieron. Claro que los conocía. Las quimeras habían reducido el sentido de la vida a la
guerra
. Aparecían con mil formas bestiales, y no importaba cuántas asesinaran, siempre regresaban más, y más.
—Alguien dijo una vez: «No luches contra monstruos, no sea que te conviertas en uno de ellos. Y si miras largo tiempo al abismo, el abismo también mirará dentro de ti» —replicó Izîl—. Nietzsche, ¿lo conoces? Tenía un bigote excepcional.
—Dime solamente… —empezó Akiva, pero Izîl lo interrumpió.
—¿Te has preguntado alguna vez si son los monstruos los que provocan la guerra, o si es la guerra la que genera monstruos? Yo he visto cosas, ángel. Existen guerrillas que obligan a los niños a asesinar a sus propias familias. Esos actos desgarran el alma y dejan espacio para que crezcan bestias en el interior. Los ejércitos
necesitan
bestias, ¿no es así? Bestias domesticadas, ¡que cometan sus terribles fechorías! Y lo peor es que resulta casi imposible recuperar el alma cuando ha sido arrancada.
Casi
—Izîl miró a Akiva con intensidad—. Pero se puede lograr, si en algún momento… decides ir en busca de
la tuya.
Akiva se puso furioso. De sus alas llovieron chispas que la brisa transportó hacia los tejados de Marrakech.
—¿Por qué debería hacer tal cosa? En mi mundo, anciano, un alma resulta tan inútil como los dientes para los muertos.
—Supongo que eso lo afirma alguien que todavía recuerda lo que era poseer una.
Claro que se acordaba. Akiva sintió sus recuerdos como cuchillos, y no le agradó que se volvieran en su contra.
—Deberías preocuparte de tu propia alma, no de la mía.
—Mi conciencia está tranquila. Nunca he matado a nadie. Sin embargo, tú… Mira tus manos.
Akiva no cayó en la trampa, pero cerró los puños en un acto reflejo. Las líneas grabadas en sus dedos: cada una representaba un enemigo batido, y sus manos mostraban un terrible balance.
—¿Cuántos? —preguntó Izîl—. ¿Lo sabes o has perdido la cuenta?
El loco tembloroso al que Akiva había elevado por los aires desde los adoquines de la plaza había desaparecido por completo. Izîl se había enderezado, al menos todo lo que podía cargado como estaba con Razgut, que paseaba sus angustiados ojos entre su mula humana y el ángel que, esperaba, hubiera venido a salvarlo.
Akiva sabía exactamente el número de muertes contabilizadas en sus manos.
—Y tú ¿qué? —espetó Akiva a Izîl—. ¿Cuántos dientes, a lo largo de todos estos años? Me imagino que
no
llevas la cuenta.
—¿Los dientes? Ah, ¡pero yo solo se los arranco a los muertos!
—Y se los vendes a Brimstone. ¿Sabes en lo que te convierte eso? En cómplice.
—¿Cómplice? Solo son dientes con los que hace collares, yo lo he visto. ¡Solo dientes enfilados en cuerdas!
—¿Piensas que hace collares? Ignorante. Has estado participando en nuestra guerra, pero has sido demasiado estúpido para darte cuenta. ¿Afirmas que luchar contra monstruos me ha convertido en un monstruo? Entonces, ¿en qué te ha transformado a ti negociar con diablos?
Izîl clavó los ojos en Akiva, boquiabierto, y al comprender todo de repente añadió:
—Tú lo sabes. Tú sabes para qué utiliza los dientes.
—Así es —musitó Akiva con amargura.
—Dímelo…
—¡Cállate! —ordenó Akiva al romperse el último amarre de su paciencia—. Dime dónde puedo encontrarla. Tu vida no significa nada para mí. ¿Entiendes? —escuchó la crueldad de su propia voz y sintió como si se contemplara desde fuera, cerniéndose sobre aquellas pobres criaturas quebrantadas. ¿Qué pensaría Madrigal si lo viera en aquel momento? Pero no podía, y eso era lo terrible.
Madrigal estaba muerta.
El anciano tenía razón.
Era
un monstruo, pero de ello había que culpar al enemigo. No se trataba únicamente de haber pasado toda la vida en el campo de batalla —aquello no lo había transformado en lo que era—. Había sido un hecho, un acto indescriptible que nunca podría olvidar ni perdonar y por el que, en venganza, había jurado destruir un reino.
—¿Crees que no puedo
obligarte
a hablar? —susurró.
—No, ángel, no creo que puedas —respondió Izîl sonriendo. Y se arrojó desde el minarete, arrastrando a Razgut con él, para estrellarse contra los tejados situados sesenta metros más abajo.
NO QUIÉN, SINO QUÉ
La catedral dirigió el grito de Karou y lo dividió en una sinfonía de alaridos que resonaron y llenaron el vasto espacio abovedado con su voz. Sin embargo, solo duró un instante. La quimera la golpeó con el dorso de la mano y Karou se deslizó de la mesa de piedra hasta caer al suelo, derribando a su paso el gancho metálico y el incensario y provocando un gran estruendo. El hombre saltó tras ella y Karou creyó que le desgarraría la garganta con los dientes, tan cerca estaba de su cara, pero… algo lo arrastró y lo alejó de ella.