La verdad. Karou intentó cambiar de tema —«Primero dime lo que sucedió el sábado con el chico del violín»—, mientras la idea de contar la verdad rondaba su cabeza.
Zuzana resopló.
—No voy a decirte nada. Bueno, se llama Mik, pero es todo lo que sabrás hasta que desembuches.
—¡Su nombre! ¡Sabes cómo se llama! —aquella bocanada de normalidad infundió en Karou una felicidad casi absurda.
—Karou, te lo digo en serio —Zuzana no
tenía ganas
de bromas. Sus oscuros ojos eslavos adquirieron una intensa expresión de no querer escuchar tonterías que, como Karou le había dicho alguna vez, sería perfecta para un interrogador de la policía secreta—. Cuéntame qué demonios te ha sucedido.
La cuestión era que Karou siempre decía la verdad, aunque la acompañara de una sonrisa sarcástica, como si estuviera relatando algo extravagante. Ni siquiera tenía una expresión facial que identificara cuándo decía la verdad realmente. ¿Y qué le contaría? No era una historia que pudiera ir descubriendo poco a poco, como quien moja el dedo gordo del pie en agua fría. Había que saltar de golpe.
—Un ángel ha intentado matarme —le espetó a su amiga.
Zuzana permaneció en silencio un instante.
—Claro.
—De verdad.
Karou era consciente, demasiado consciente, de su expresión. Se sentía como en una audición para el papel de «personaje sincero» en la que estuviera poniendo todo su esfuerzo.
—¿Te ha hecho esto el caraculo?
Karou soltó una carcajada, demasiado rápida y demasiado intensa, luego se estremeció y sujetó su mejilla hinchada. La idea de que Kaz pudiera herirla era simplemente estúpida. Bueno, herirla
físicamente
, aunque en aquel momento incluso que le hubiera roto el corazón resultaba tonto, en comparación con todos los asuntos que la preocupaban.
—No, no fue Kaz. Los cortes son de una espada, cuando un ángel intentó matarme el viernes por la noche. En Marruecos. Por Dios, es probable que saliera en las noticias. Luego vino aquel tipo mitad lobo que creí que estaba muerto, pero definitivamente
no
lo estaba. Y el resto me lo hizo Brimstone. Ah, y… Bueno, todo lo que aparece en mi cuaderno de dibujo es cierto —giró las muñecas y las juntó para que se pudiera leer en sus tatuajes
historia real
—. ¿Ves? Es una prueba.
A Zuzana no le hizo gracia.
—Por Dios, Karou…
Karou se zambulló de lleno. Sintió que la verdad tenía un tacto
suave
, como un canto rodado sobre la palma de la mano.
—¿Y mi pelo? No es teñido. Pedí un deseo para que se volviera de este color. Y hablo veintiséis idiomas, la mayoría también fruto de deseos. ¿Nunca te ha resultado extraño que hable checo? Me refiero a que ¿quién habla checo aparte de los checos? Brimstone me lo regaló cuando cumplí quince años, justo antes de venir aquí. Ah, ¿y te acuerdas de cuando tuve malaria? Pues la cogí en Papúa Nueva Guinea, y fue una mierda. Y también me han disparado, y creo que maté al bastardo que lo hizo, pero no me arrepiento, y por alguna razón un ángel ha tratado de
asesinarme
, y era el ser más bello y tenebroso que jamás he visto, aunque el tipo mitad lobo también era jodidamente terrorífico, y anoche cabreé demasiado a Brimstone y me echó, y cuando regresé aquí, Kaz estaba esperándome y le lancé a través del cristal de la puerta, lo que me vino muy bien, porque no tenía llaves —hizo una pausa—. Así que no creo que intente asustarme de nuevo, que es lo único positivo de todo esto.
Zuzana permaneció callada. Arrastró la silla hacia atrás y se puso las botas, golpeando el suelo con cada pie, y se habría marchado —probablemente para siempre— de no ser por el
golpeteo
que sonó en los cristales de la puerta del balcón.
Karou lanzó un grito ahogado y saltó de la cama, sin preocuparse de sus numerosas heridas. Se abalanzó hacia la puerta. Era Kishmish.
Era Kishmish, y estaba envuelto en fuego.
* * *
Murió en sus manos. Karou apagó las llamas y lo acunó. Tenía el cuerpo en carne viva y chamuscado, y el ímpetu de colibrí de su corazón fue convirtiéndose en largas pausas, mientras Karou suplicaba, reclinada sobre él: «No, no, no, no, no…». Kishmish metía y sacaba del pico su lengua bífida y sus inquietos gorjeos fueron debilitándose, al igual que sus latidos. «No, no, no. Kishmish, no…». Y murió. Karou permaneció agachada en el balcón, con Kishmish en sus manos. Sus súplicas fueron apagándose hasta convertirse en simples susurros, que no desaparecieron hasta que Zuzana habló.
—¿Karou? —su voz era débil.
Karou levantó los ojos.
—¿Ese es…? —Zuzana señaló con mano temblorosa el cuerpo sin vida de Kishmish—. Ese es… Parece…
Karou no la ayudó. Miró de nuevo a Kishmish e intentó comprender aquella repentina intromisión de la muerte.
Voló hasta aquí en llamas
, pensó.
Venía a buscarme.
Notó que había algo amarrado a su pata: un trozo quemado del grueso papel de notas de Brimstone, que se deshizo en cenizas al tocarlo, y… algo más. Sus dedos temblaron al desatarlo, y luego contempló el objeto en la palma de su mano. Su corazón se sobresaltó con un arraigado miedo infantil. Se suponía que no debía tocarlo.
Era el hueso de la suerte de Brimstone.
Kishmish se lo había traído.
Envuelto en llamas.
En algún punto de la ciudad aulló una sirena cuyo sonido encadenó los acontecimientos que su mente, demasiado lenta, no había sido capaz de relacionar. Llamas. La huella negra de una mano. El portal. Se puso en pie con dificultad, entró rápidamente y se enfundó una chaqueta y unas botas. Zuzana seguía allí, con sus preguntas —«¿Qué es esto, Karou? ¿Qué significa esto? ¿Qué…?»—, pero Karou apenas la oía.
Franqueó la puerta principal y bajó las escaleras, con Kishmish todavía apoyado sobre su brazo y el hueso de la suerte apretado contra la palma de la mano. Zuzana la siguió hasta la calle y por todo Josefov, hasta llegar a la puerta de servicio que había servido a Brimstone de portal hacia Praga.
Se había convertido en un infierno de color blanco azulado, inmune a los chorros de agua que lanzaban los bomberos con sus mangueras.
En ese mismo instante, aunque Karou no lo sabía, todas las puertas del mundo estampadas con una huella de mano negra ardían furiosamente. Era imposible sofocar aquellos incendios, que, sin embargo, no se extendían. Las llamas devoraron las puertas y la magia ligada a ellas y después se consumieron, dejando huecos quemados en docenas de edificios. El fuego desprendía un calor tan intenso que derritió las puertas metálicas, y los testigos que contemplaban las llamas vieron, en el fondo de su deslumbrada retina, siluetas de alas.
Karou las vio y lo comprendió todo. El camino hacia Otra Parte había sido cortado, y ella quedaba a la deriva.
LA ESPERANZA REALIZA SU PROPIA MAGIA
Una vez, cuando era pequeña, Karou empleó un puñado de
scuppies
para eliminar las arrugas de un dibujo sobre el que se había sentado Yasri. Una arruga tras otra, un deseo tras otro —un procedimiento minucioso que realizó con absoluta concentración y con la lengua en la comisura de los labios—.
—¡Ya está! —afirmó orgullosa levantando el dibujo.
Brimstone emitió un sonido que recordaba a un oso decepcionado.
—¿Qué pasa? —preguntó aquella niña de ocho años, con los ojos y el pelo oscuros y tan delgada como la sombra de un árbol joven—. Es un buen dibujo. Merecía ser rescatado.
El dibujo
era
realmente bueno, y en él aparecía Karou representada como una quimera, con alas de murciélago y cola de zorro.
Issa dio palmas de alegría.
—Estarías preciosa con una cola de zorro. Brimstone, ¿puede ponerse una cola, solo por hoy?
Karou hubiera preferido las alas, pero no conseguiría ninguna de las dos cosas. El Traficante de Deseos, con expresión de fastidio, musitó un cansado «No».
Issa no suplicó. Simplemente se encogió de hombros, besó la frente de Karou y colocó el dibujo con chinchetas en un lugar preferente. Pero Karou se había quedado con la idea, así que preguntó:
—¿Por qué no? Solo se necesitaría un
lucknow.
—¿Solo? —repitió Brimstone—. ¿Y qué sabes tú del valor de los deseos?
Ella recitó la escala de deseos sin respirar.
—
¡Scuppy, shing, lucknow, gavriel
y
bruxis
!
Aparentemente, aquello no era a lo que Brimstone se refería. De nuevo emitió aquellos sonidos de oso decepcionado, como gruñidos nasales, y añadió:
—Pequeña, los deseos no se utilizan para tonterías.
—¿Y para qué los usas
tú
?
—Para nada —respondió—. Yo no pido deseos.
—
¿Cómo?
—aquella afirmación la dejó perpleja—. ¿Nunca? —¡con toda aquella magia al alcance de la mano!—. Pero podrías conseguir todo lo que quisieras…
—No todo. Hay cosas más grandes que cualquier deseo.
—¿Como qué?
—La mayoría de las cosas importantes.
—Pero un
bruxis…
—Un
bruxis
tiene sus limitaciones, como cualquier otro deseo.
Un colibrí con alas de polilla voló a trompicones hacia la luz y Kishmish abandonó el cuerno de Brimstone, lo atrapó en el aire y se lo tragó entero. Y simplemente así, la criatura dejó de existir. Estaba allí, y al instante ya no. Karou sintió un nudo en el estómago al considerar la posibilidad de
desaparecer
tan de repente.
—Yo
tengo esperanza
, pequeña, pero no pido deseos. Existe una diferencia —dijo Brimstone mientras la miraba.
Karou dio vueltas en la cabeza a aquella afirmación, pensando que si lograba descubrir la diferencia, tal vez impresionaría a Brimstone. Se le ocurrió algo, e intentó transformarlo en palabras.
—Porque la esperanza sale de
tu interior
, y los deseos son solo magia.
—Los deseos son engañosos; sin embargo, la esperanza es sincera. La esperanza realiza su propia magia.
Había asentido con la cabeza como si lo hubiera comprendido, pero no lo entendió entonces, ni lo entendía ahora, tres meses después de que los portales se hubieran incendiado, arrancándole la mitad de su vida. Había regresado a la puerta de Josefov al menos una docena de veces. Había sido sustituida por otra, al igual que el muro circundante, y presentaba un aspecto demasiado limpio, demasiado nuevo para el entorno. Karou había llamado a la puerta con esperanza; había confiado en sí misma hasta la extenuación, pero nada. Y otra vez, y otra vez: nada.
Cualquiera que fuera la magia contenida en la esperanza, pensó, no se podía comparar con la de un buen deseo.
Ahora se encontraba frente a otra puerta, la de una cabaña de caza en un lugar perdido de Idaho, y ni siquiera se molestó en llamar. Simplemente la abrió de una patada.
—Hola —saludó con voz intensa y severa, como su sonrisa—. Hacía mucho que no nos veíamos.
Dentro de la cabaña, Bain, el cazador, alzó la mirada sorprendido. Estaba limpiando una escopeta sobre una mesa, y se puso rápidamente en pie.
—Tú. ¿Qué quieres?
No llevaba camisa, lo que dejaba al descubierto una enorme y flácida barriga blancuzca, y su poblada barba caía en mechones sobre su pecho. Karou pudo percibir desde el extremo opuesto de la estancia su desagradable olor, agrio como la madriguera de un ratón.
Entró en la cabaña sin esperar a que la invitara. Iba vestida de negro: pantalones de lana ajustados, botas y una gabardina de cuero con cinturón. Llevaba una cartera colgada en bandolera, el pelo recogido en una trenza y la cara sin maquillar. Parecía cansada.
Estaba
cansada.
—¿Has matado algo interesante últimamente?
—¿Sabes algo? —preguntó Bain—. ¿Se han vuelto a abrir las puertas?
—No. Nada de eso.
Karou hablaba con suavidad, como si se tratara de una visita de cortesía. Por supuesto, era todo una farsa. Nunca había acudido a aquel lugar, ni siquiera cuando hacía recados para Brimstone. Bain siempre había ido personalmente a la tienda.
—No ha sido fácil encontrarte —añadió. Bain vivía de espaldas al mundo moderno; en lo que respectaba a Internet, simplemente no existía. Karou había invertido varios deseos en encontrar su rastro; deseos de escaso valor que había arrebatado a otros traficantes.
Paseó los ojos por la habitación. Un sofá de cuadros escoceses, algunas cabezas de alce disecadas colgadas en la pared y una silla abatible de cuero sintético pegada con cinta adhesiva. Por la ventana se colaba el murmullo de un generador, y la estancia estaba iluminada con una única bombilla. Karou sacudió la cabeza.
—¿Tienes
gavriels
con los que jugar y vives en un vertedero como este? Madre mía.
—¿Qué quieres? —preguntó Bain receloso—. ¿Dientes?
—¿Yo? No —se sentó en el borde de la silla abatible y, sin perder aquella expresión intensa y severa, añadió—: No son
dientes
lo que quiero.
—Entonces, ¿qué?
El rostro de Karou perdió la sonrisa, como accionado por un interruptor.
—Creo que puedes imaginártelo.
Transcurrió un instante y Bain replicó:
—No tengo ninguno. Los utilicé todos.
—¿Sabes?, creo que no me fío de ti.
Bain señaló la habitación, recorriéndola con un gesto.
—Echa un vistazo. Adelante.