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Authors: Laini Taylor

Tags: #Fantasía

Hija de Humo y Hueso (29 page)

—Levántate —dijo Hazael sin crueldad—. No puedo soportar verte así.

Akiva se puso en pie, arrastrando con él a Karou y protegiéndola tras el escudo de sus alas.

—¿Qué está pasando? —preguntó Liraz—. Akiva, ¿por qué has regresado aquí? Y… ¿quién
es
esa? —señaló a Karou con un furioso gesto de disgusto.

—Es solo una muchacha —Akiva se oyó a sí mismo repitiendo las palabras de Izîl, que sonaron tan poco convincentes como cuando las pronunció el anciano.

—Solo una muchacha que vuela —corrigió Liraz.

Akiva permaneció callado un instante y luego dijo:

—Habéis estado siguiéndome.

—¿Qué esperabas? —bramó Liraz—, ¿que permitiéramos que desaparecieras de nuevo? Por el modo en el que actuabas después de Loramendi, sabíamos que iba a suceder algo. Pero… ¿esto?

—¿Qué
significa
exactamente esto? —preguntó Hazael, con el claro deseo de que existiera una explicación que devolviera todo a la normalidad.

Akiva se sentía dividido. Frente a él se encontraban sus mejores aliados, que se sentían como enemigos, y todo por su culpa.

Si Akiva tenía una familia, no era su madre, que había vuelto la espalda cuando los soldados acudieron en su busca; y sin duda, tampoco el emperador. Su familia eran aquellos dos serafines, y carecía de respuestas que pudieran explicarles aquello. Tampoco sabía qué decirle a Karou, oculta tras él y desesperada por saber lo que se le había ocultado durante toda su vida —un secreto tan grande y extraño que ni siquiera encontraba palabras adecuadas para formularlo—. Así que permaneció callado, sin que las lenguas de dos razas resultaran suficientes para explicarse.

—Entiendo que quisieras escapar —dijo Hazael, siempre conciliador.

Liraz y Hazael compartían muchos rasgos entre sí, pero no con Akiva. Ellos tenían el pelo claro y los ojos azules, y un tono sonrosado que ruborizaba su piel dorada. Hazael mostraba una actitud relajada, casi desgarbada, y una sonrisa perezosa que podía empujar a juzgarlo mal. Era, siempre, un soldado —reflejos y acero—, pero en el fondo de su corazón había logrado retener algo infantil que la instrucción y los años de guerra no habían borrado. Era un soñador.

—Yo también pensé en regresar a este mundo después de todo… —dijo Hazael.

—Pero no lo hiciste —rugió Liraz, en cuyo interior no bullía ninguna soñadora—.

no te desvaneciste en mitad de la noche, obligando a otros a inventar excusas para cubrirte, sin saber cuándo o siquiera
si
volverías en algún momento.

—Yo no os pedí que me cubrierais —respondió Akiva.

—No. Porque entonces habrías tenido que contarnos que te marchabas. En vez de eso, te escabulliste, como la vez anterior. ¿Deberíamos haber esperado a que volvieras destrozado de nuevo, sin saber jamás lo que te había ocurrido?

—Esta vez no —afirmó Akiva.

Liraz esbozó una sonrisa crispada, y Akiva supo que bajo aquella actitud fría se sentía herida. Tal vez no habría regresado nunca; tal vez ellos no habrían descubierto nunca lo que le había sucedido. ¿Qué decía aquello de las décadas en que se habían protegido mutuamente? ¿No había sido Liraz quien años atrás había arriesgado su vida y regresado al campo de batalla en Bullfinch? Contra toda esperanza de que siguiera vivo, mientras las quimeras avanzaban victoriosas empalando a los heridos, había vuelto, lo había encontrado y lo había sacado de allí. Había arriesgado su vida por él, y lo haría de nuevo sin dudarlo, al igual que haría Hazael, y Akiva por ellos. Pero no podía explicarles por qué había regresado, y lo que había descubierto.

—Esta vez no
¿qué?
—preguntó Liraz—. ¿Que no ibas a regresar destrozado? ¿O que no ibas a regresar en absoluto?

—No tenía ningún plan. Simplemente no podía quedarme allí —trató de explicarse; les debía ese esfuerzo, al menos—. Después de Loramendi, llegué a un punto muerto, me sentía como al borde de un precipicio. No quería nada, excepto… —dejó la frase inconclusa. No necesitaba añadir más; lo habían visto de rodillas. Los serafines clavaron sus ojos en Karou.

—Excepto
a ella
—concluyó Liraz—. Una humana. Si es que es eso.

—¿Qué otra cosa podría ser? —replicó Akiva ocultando un atisbo de miedo.

—Yo tengo una teoría —empezó Liraz, y Akiva notó que el corazón se le estremecía—. Anoche, cuando ella te atacó, ocurrió algo extraño, ¿verdad, Hazael?

—Sí, extraño —afirmó Hazael.

—No estábamos lo bastante cerca para sentir si había… magia…, sin embargo, tuvimos la sensación de que

sí la notabas.

La mente de Akiva bullía frenéticamente. ¿Cómo podía sacar a Karou de allí?

—No obstante, parece que la hayas perdonado —Liraz dio un paso adelante—. ¿Hay algo que quieras contarnos?

Akiva retrocedió, manteniendo a Karou detrás de él, y gritó:

—Dejadla en paz.

Liraz avanzó.

—Si no tienes nada que ocultar, permite que la veamos.

Con un tono afligido más terrible que la cortante voz de Liraz, Hazael añadió:

—Akiva, dinos que no es lo que parece. Solo asegúranos que ella no es…

Akiva sintió una especie de corriente a su alrededor, años de secretos que lo envolvían como un vendaval; deseó que aquel viento pudiera arrastrarlo, junto a Karou, a un lugar sin serafines ni quimeras ni su facilidad para odiar, sin humanos que los miraran boquiabiertos, sin nadie que se interpusiera entre ellos, nunca más.

—Por supuesto que no lo es —respondió él.

Aquella frase sonó como un gruñido, y Liraz consideró un desafío comprobarlo —lo que era o no era Karou—; sus ojos adquirieron un brillo que Akiva conocía demasiado bien, la intensa cólera que la impulsaba en el campo de batalla. Liraz se acercó todavía más.

Al cerrar los puños, Akiva notó que la adrenalina corría por sus venas y el hueso de la suerte cedía a la presión de sus dedos, y se preparó para lo que seguramente sucedería. Lo invadió una absoluta incredulidad, al ver en lo que había desembocado todo.

Sin embargo, ocurrió lo que menos esperaba, que Karou hablara con voz clara y firme y preguntara:

—¿Qué? ¿Qué es lo que no soy?

Liraz se detuvo, y su ira se convirtió en estupefacción. Hazael también parecía sorprendido, y Akiva tardó un instante en descubrir qué había producido aquella reacción.

Las palabras de Karou. Eran suaves como una cascada. Y las había pronunciado en el idioma de Akiva. Había hablado en la lengua de los ángeles, que no podía haber aprendido de ningún modo. Aprovechando la vacilación que había provocado su pregunta, Karou abandonó la protección de las alas de Akiva y se mostró ante Liraz y Hazael.

Luego, con la misma ferocidad con la que había sonreído a Akiva al atacarlo la noche anterior, le dijo a Liraz:

—Si lo que quieres es ver mis manos, solo tienes que pedirlo.

36

HACER ALGO MÁS QUE MATAR

Bastó un
lucknow
de su bolsillo y un deseo susurrado para que las palabras de los serafines pasaran de ser sonidos melodiosos a frases con significado —otro idioma para la colección de Karou, y este muy valioso—. Por la mirada dura y fija de la serafina y la postura protectora de Akiva, Karou dedujo que estaban hablando de ella.

—Solo asegúranos que ella no es… —dijo el serafín dejando que sus palabras se arrastraran hacia un horror sobreentendido, como si suplicara a Akiva que desmintiera sus sospechas.

¿Quién creían que era? ¿Iba a permanecer muda mientras ellos hablaban de ella?

—¿Qué? —preguntó Karou—. ¿Qué es lo que no soy?

La sorpresa se congeló en sus rostros cuando ella abandonó su escondite detrás de Akiva. La serafina se encontraba solo a unos pasos, mirándola sin parpadear. Tenía los ojos muertos de un fanático religioso, y Karou sintió una enorme vulnerabilidad al no encontrarse protegida por el cuerpo de Akiva. Pensó en sus cuchillos de luna creciente inútilmente guardados en su piso, y luego se dio cuenta de que no los necesitaba. Disponía de un arma perfecta para enfrentarse a los serafines.

Ella
era
esa arma.

Una sonrisa surgió espontánea de su yo fantasma.

—Si lo que quieres es ver mis manos, solo tienes que pedirlo —dijo con excitación morbosa.

Y entonces, sobre el puente de Carlos, a la vista de todos los curiosos, que, boquiabiertos, preparaban sus teléfonos y cámaras para capturar el momento, y de varios policías que se aproximaban con cautela y gesto adusto, se desató el infierno.

* * *

—¡No! —gritó Akiva, pero era demasiado tarde.

Liraz se movió primero, rápida como el filo de un cuchillo, pero Karou reaccionó con igual velocidad. Levantó las manos y el aire se onduló con la descarga de magia. Formó un entramado que permaneció inmóvil durante un segundo, como una urdimbre, y luego estalló. Los bordes se expandieron hasta alcanzar a Hazael y Akiva, que se tambalearon. Sin embargo, Liraz retrocedió instantáneamente, como un insecto al que se espanta. Saltó con una acrobacia y aterrizó con tanta violencia sobre sus pies que el puente se estremeció. Tras la embestida, solo Karou permanecía en su sitio. Su pelo había quedado atrapado en una corriente invertida, aspirado primero hacia delante y despedido luego hacia atrás, y flotaba en el aire revuelto.

Karou seguía sonriendo, de manera fría. Con el pelo alborotado y los ojos tatuados en sus palmas, tenía un aspecto malévolo, incluso para Zuzana, como una especie de diosa cruel con un poco convincente disfraz de muchacha. Zuzana, Mik y todos los demás retrocedieron. Liraz deshizo el hechizo que ocultaba sus alas, y fue como si desapareciera el velo que las había ocultado y se revelara un fuego abrasador. Hazael imitó a su hermana y se colocó junto a ella, y se formó frente a Karou una línea de ataque con los dos ángeles, que inclinaban la cabeza para protegerse de la magia que despedían sus
hamsas.

Akiva se encontraba entre ambos frentes, afligido, pero debía moverse hacia uno u otro lado. Un paso o dos en cualquier dirección, solo eso, supondría una elección que lo marcaría para siempre. Miró rápidamente a sus compañeros y a Karou.


Akiva
—dijo Liraz entre dientes.

Esperaba que se uniera a ellos. Siempre habían estado los tres juntos, avanzando contra el enemigo, matando a las quimeras, y dibujando después en sus manos las líneas que contabilizaban sus presas con la punta de un cuchillo y hollín de la hoguera del campamento. Para ellos, Karou no era más que otro tatuaje a la espera de su turno, una línea más que marcar.

Al otro lado estaba Karou, tan dispuesta a levantar sus manos y desatar la nociva magia de Brimstone.

—No tiene por qué ser así —exclamó Akiva, pero su voz era débil, como si él mismo no creyera sus palabras.


Es
así —respondió Liraz—. No te comportes como un niño, Akiva.

Aún seguía entre ambos bandos, ante dos futuros posibles.

—Si no puedes matarla, vete —dijo Liraz—. No tienes por qué verlo. Nunca volveremos a hablar de ello. Se acabó. ¿Me oyes?
Vete a casa.

Hablaba con apremio y resolución. Creía realmente que estaba cuidando de él y que todo aquello —la historia con Karou, tan incomprensible para ella— era una especie de locura que forzosamente olvidaría.

—No voy a regresar —respondió Akiva.

—¿Qué quieres decir con que no vuelves a casa? —exclamó Hazael—. ¿Después de todo lo que has hecho? ¿De todo por lo que hemos luchado? Ha comenzado una nueva era, hermano.
La paz…

—Eso no es paz. La paz es más que ausencia de guerra. La paz es concordia. Armonía.

—¿Te refieres a armonía con las bestias? —la desconfianza ensombreció el rostro de Hazael, y el disgusto, y una ligera esperanza de que todo fuera un malentendido.

Cuando Akiva respondió, supo que estaba cruzando la última frontera, más allá de cualquier posibilidad de reinterpretaciones o retorno. Una frontera que debería haber traspasado mucho tiempo atrás. Se había distorsionado todo tanto…;
él mismo
se había sentido tan confuso.

—Sí, a eso me refiero.

Karou dejó de mirar a los dos intrusos para contemplarlo. Aquella sonrisa maligna ya había desaparecido de su rostro, y, al notar la confusión de Akiva, incluso sus manos levantadas temblaron. Olvidó todas sus preocupaciones, sus preguntas, su vacío, todo quedó eclipsado por la angustia de Akiva, que sentía como propia.

Llegaron los policías, que vacilaron ante aquella escena de otro mundo. Karou vio sus rostros perplejos, sus pistolas nerviosas, y la forma en que
la
miraban. Había ángeles sobre el puente de Carlos, y ella los estaba atacando. Ella: enemiga de los ángeles, con su abrigo negro y sus malignos tatuajes, con su pelo azul encrespado y sus ojos negros. Ellos: tan dorados, la viva imagen de los frescos de las iglesias. En esa escena, ella era el demonio, y al mirar su sombra alargada tras ella, casi esperó descubrir que tenía
cuernos
. No fue así. Su sombra correspondía a la de una chica, aunque en aquel momento no parecía tener nada en común con su cuerpo.

Akiva, que un instante antes había reclinado la cabeza contra sus piernas y llorado, permanecía inmóvil, y, por primera vez desde que habían llegado los otros dos ángeles, Karou sintió miedo. Y si se pusiera de su lado…

—Akiva —susurró Karou.

—Estoy aquí —respondió él, y cuando se movió, fue hacia ella.

Nunca había albergado ninguna duda, solo la esperanza de que, de algún modo, la elección no fuera forzada, que se pudiera evitar la confrontación, pero era demasiado tarde para eso. Así que avanzó hacia su futuro y, colocándose entre Karou y sus hermanos, les dijo en voz baja pero firme:

—No permitiré que le hagáis daño. Hay otras maneras de vivir. En nosotros está hacer algo más que matar.

Hazael y Liraz clavaron sus ojos en él. Inconcebiblemente, había elegido a la chica. La sorpresa de Liraz no tardó en transformarse en resentimiento.

—¿De verdad? —exclamó—. Es una actitud muy oportuna ahora, ¿no crees?

Karou bajó las manos cuando Akiva se colocó delante de ella, y no pudo evitar rozarle la espalda con la punta de los dedos.

—Karou, tienes que irte —dijo él.


¿Irme?
Pero…

—Sal de aquí. Evitaré que te sigan —su voz lúgubre reflejaba el significado de aquellas palabras, pero la decisión estaba tomada. Volvió un instante la cabeza para mirarla; tenía el rostro crispado pero firme—. Nos encontraremos donde nos vimos por primera vez. Prométeme que me esperarás allí.

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