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Authors: Laini Taylor

Tags: #Fantasía

Hija de Humo y Hueso (28 page)

—Tengo que pasar por la escuela —dijo Zuzana—. Venid conmigo.

Karou también quería ir allí —formaba parte de su programa de despedidas—, así que aceptó. De todas maneras, tendría que esperar hasta que cayera la noche para regresar a su piso, por si la policía estuviera vigilándolo. Con la oscuridad, podría acceder a través del aire y el balcón, en vez de por la calle y el ascensor, para recoger todo lo necesario para el viaje.

¿Qué es un día?
, se preguntó a sí misma, y sintió un cosquilleo de felicidad que, tuvo que admitir, se debía en gran parte al modo en que Akiva había permanecido junto a la puerta de la tetería, y a la
tranquilizadora
solidez de su cuerpo junto a ella en aquel momento.

También sentía una ligera inquietud de forma intermitente, pero la atribuyó a los nervios, y durante el transcurso de la mañana, con su murmullo de felicidad inesperada, no dejó de ahuyentarla, inconscientemente, como a una mosca.

* * *

Karou se despidió del Liceo —solo en su mente, ya que no quería alarmar a Zuzana—, y después de La Cocina Envenenada. Acarició con cariño el flanco de mármol de La Peste, y recorrió con los dedos el terciopelo algo gastado del sofá. Akiva tomó asiento desconcertado por los ataúdes y todo lo demás, y lo consideró «morboso». También comió un plato de
goulash
, aunque Karou no lo notó muy dispuesto a pedir la receta.

La presencia de Akiva le permitió contemplar con otros ojos los dos lugares que más frecuentaba, y admitió con humildad lo poco que había interiorizado las guerras que los habían moldeado. En la escuela, algún gracioso había garabateado un grafiti rojo con la palabra
volnost
—libertad— en el mismo lugar donde los combatientes por la libertad la escribieron con sangre nazi, y en La Cocina Envenenada tuvo que explicar a Akiva lo que eran las máscaras antigás, y que procedían de una guerra distinta a la de la pintada.

—Son de la Primera Guerra Mundial —dijo Karou poniéndose una máscara—. Hace casi cien años. Los nazis vinieron después —le lanzó una áspera mirada de soslayo—. Y como tú sabes, los invasores siempre son los malos. Siempre.

Mik se unió a ellos, y al principio se mostró algo tenso porque no sabía nada sobre otros mundos y otras razas, y creía que Karou era simplemente una excéntrica. Ella le contó la verdad —que era cierto que habían estado volando y que Akiva era un ángel procedente de otro mundo—, pero a su manera habitual, así que él pensó que le estaba tomando el pelo. Sin embargo, Mik no dejaba de contemplar a Akiva con el mismo gesto atónito que todo el mundo, y Karou se dio cuenta de que aquello incomodaba al ángel. Nada en su actitud sugería que conociera el poder de su belleza, y esto la sorprendió.

Algo después caminaban los cuatro por el puente de Carlos. Mik y Zuzana iban unos pasos por delante, tan pegados el uno al otro que nada podría haberlos separado, y tras ellos, Karou y Akiva.

—Podemos salir hacia Marruecos esta noche —dijo Karou—. Iba a coger un avión, pero no creo que sea una opción adecuada para ti.

—¿No?

—No. Necesitarías un pasaporte, un documento que indica tu nacionalidad y que presupone que eres de este mundo.

—Aún puedes volar, ¿verdad?

Karou puso a prueba su habilidad elevándose unos discretos centímetros y volviendo a posar rápidamente los pies en el suelo.

—Aunque es un viaje largo.

—Te ayudaré. Incluso si no pudieras volar, podría llevarte cogida.

Se imaginó atravesando los Alpes y el Mediterráneo en brazos de Akiva. No parecía una mala perspectiva, pero aun así no era ninguna damisela en apuros.

—Me las arreglaré —aseguró.

Por delante de ellos, Mik y Zuzana se fundieron en un apasionado beso. Karou se detuvo, confusa ante aquella demostración de cariño. Se volvió hacia el borde del puente y distrajo la mirada en el río.

—Para ti, debe de ser extraño pasar todo el día sin hacer nada.

Akiva asintió. Él también miraba hacia el agua, inclinado sobre el puente y rozando con su codo el de ella. Karou se había dado cuenta de que encontraba formas discretas de tocarla.

—Trato de imaginar a mi propio pueblo viviendo de esta manera, y no soy capaz.

—¿Cómo es su día a día? —preguntó Karou.

—La guerra lo impregna todo. Si no estás luchando, te están preparando para ello, y siempre con miedo. Todo el mundo ha perdido a alguien.

—¿Y las quimeras? ¿Cómo es su vida?

Akiva vaciló.

—Allí nadie vive con tranquilidad. No es un lugar seguro —colocó una mano sobre el brazo de Karou—. Tu vida está aquí, en este mundo. Si Brimstone realmente se preocupa por ti, no deseará que vayas a aquel lugar arrasado. Deberías quedarte —las siguientes palabras las pronunció en un susurro. Karou apenas las escuchó, y después dudaba de que hubieran sido reales—: Podría quedarme aquí, contigo.

La agarraba con firmeza pero suavemente, y su mano resultaba confortante y cálida. Por un instante, Karou se permitió imaginar que podía disfrutar de lo que él había sugerido: una vida juntos. Ante ella se presentaba todo lo que siempre había anhelado: seguridad, un asidero, amor.

Amor.

Cuando aquella palabra acudió a su mente, no le pareció discordante ni absurda, como cuando Zuzana la había pronunciado por la mañana en la tetería. Resultaba tentadora. Sin pensarlo, Karou tomó la mano de Akiva.

Y notó una sacudida.

La retiró con rapidez. La
hamsa
. La había colocado de lleno sobre su piel. La palma le ardía y Akiva había retrocedido un paso. Estaba quieto, apretando contra su cuerpo su mano abrasada por la magia, mientras un escalofrío le recorría. Apretó las mandíbulas con un gesto de dolor.

De nuevo, el dolor.

—Ni siquiera puedo tocarte —gimió Karou—. Sea lo que sea lo que Brimstone quiere para mí, no eres tú, o no me habría dado esto.

En aquel instante, sus propias manos, cerradas con fuerza sobre su pecho, le parecieron llenas de maldad. Acercó una mano al cuello del abrigo, buscó el hueso de la suerte y lo agarró con fuerza, para tranquilizarse.

—No tienes por qué querer lo mismo que él —respondió Akiva.

—Lo sé. Pero tengo que descubrir lo que está sucediendo allí. Tengo que saberlo.

Su voz sonó confusa; quería que él la entendiera, y así fue. Karou lo vio reflejado en sus ojos, junto a la impotencia y la angustia que había atisbado desde que apareció en su vida la noche anterior. Solo la noche anterior. Parecía increíble que hubiera pasado tan poco tiempo.

—No te sientas obligado a acompañarme.

—Por supuesto que iré contigo. Karou… —seguía hablando en un susurro—.
Karou.

Alargó la mano y le quitó el sombrero, dejando que su pelo se derramara en una marea azul. Le colocó un mechón rebelde detrás de la oreja, tomó su cara entre las manos y un destello de luz brotó en el pecho de Karou. No se movió, ocultando tras su quietud el tumulto que notaba en su interior. Nadie la había mirado nunca de aquella manera, con los ojos muy abiertos, como tratando de llenarse con su presencia, como la luz que atraviesa una ventana.

Suavemente, Akiva deslizó una mano hacia su nuca, entretejiendo los dedos con su pelo y provocándole escalofríos de nostalgia. Karou sintió que cedía terreno, que se fundía con él. Adelantó un pie, de modo que su rodilla rozó la de él y se apoyó en ella, mientras el hueco que quedaba entre ambos —espacio negativo, en dibujo— pedía a gritos ser cerrado.

¿Iba a besarla?

Dios mío, ¿le olería el aliento a
goulash
?

Daba igual. A él también.

¿Quería
que la besara?

Su rostro estaba tan próximo que Karou podía contemplar el sol del atardecer en sus oscuras pestañas, y su propia imagen en la negra profundidad de sus pupilas. Él la miraba como si en el interior de sus ojos se ocultaran mundos, maravillas y descubrimientos.

Sí. Quería que la besara. Sí.

La mano de Akiva se deslizó hasta la garganta de Karou y encontró su mano, aún aferrada al hueso de la suerte colgado del cordón.

Las puntas de la espoleta sobresalían entre sus dedos, y cuando Akiva las rozó, se detuvo. Algo se congeló en su mirada. Bajó los ojos. Contuvo el aliento; con un nudo en la garganta, tomó aire y abrió la mano de Karou, sin preocuparse de la
hamsa.

Allí estaba el hueso de la suerte, pequeña y descolorida reliquia de una vida anterior. Lanzó un grito de asombro y de… ¿algo más? Algo profundo y doloroso lo desgarró por dentro, como unas zarpas que astillan la madera al arañarla.

Karou se apartó, asustada.

—¿Qué sucede?

—¿Por qué tienes esto? —Akiva estaba pálido.

—Es… es de Brimstone. Me lo envió cuando se incendiaron los portales.

—Brimstone —repitió él. Su rostro reflejó primero el frenesí de sus pensamientos, y luego comprensión—.
Brimstone
—dijo de nuevo.

—¿Qué pasa? Akiva…

La reacción de Akiva enmudeció el balbuceo de Karou. Cayó de rodillas. El cordón que rodeaba el cuello de ella cedió, el hueso de la suerte quedó en la mano de Akiva, y por un instante se sintió vacía sin él. Entonces el serafín se inclinó hacia ella. Apretó su rostro contra las piernas de Karou, que sintió su calor a través de los pantalones vaqueros. Se quedó perpleja, contemplando sus poderosos hombros mientras se acurrucaba contra ella y sus alas se tornaban visibles.

A su alrededor, sobre el puente, surgieron gritos y exclamaciones. La gente se detenía de golpe, boquiabierta. Zuzana y Mik deshicieron su abrazo y se volvieron para mirar. Karou apenas era consciente de su presencia. Bajó los ojos hacia Akiva y notó que sus hombros se agitaban. ¿Estaba llorando? Sus manos temblaron, deseosas de tocarlo pero con temor a hacerle daño. Odiando sus
hamsas
se inclinó hacia él y le acarició el pelo con el dorso de los dedos, la frente febril con el dorso de las manos.

—¿Qué sucede? —preguntó Karou—. ¿Qué te pasa?

Akiva se enderezó, aún de rodillas, y alzó la mirada hacia ella. Karou estaba encorvada sobre él, como un signo de interrogación. Él se aferró a sus piernas y ella sintió cómo le temblaban las manos, con el hueso aún en el puño. Akiva desplegó las alas, convirtiéndolas en dos enormes abanicos, y ambos quedaron rodeados por su fuego, más que nunca en un mundo propio.

Akiva escudriñó el rostro de Karou con mirada aturdida y enormemente triste.

Y le dijo:

—Karou, sé quién eres.

35

EL IDIOMA DE LOS ÁNGELES

Sé quién eres.

Akiva, con los ojos fijos en el rostro de Karou, contempló el efecto que sus palabras producían en ella. La esperanza enfrentada al miedo a saber, sus negros ojos brillantes por las lágrimas y a la vez en llamas. Solo entonces, al verse reflejado en la mirada de Karou, se dio cuenta de que sus alas habían perdido su disfraz. Hubo un tiempo en el que aquel descuido habría podido suponer su muerte. Sobre el puente, no se preocupó de ello.


¿Qué?
—Karou movió los labios, pero ningún sonido surgió de ellos. Se aclaró la garganta—: ¿Qué has dicho?

¿Cómo podría contárselo? Akiva sintió que se tambaleaba. Había sucedido lo imposible, algo hermoso pero también terrible, algo que desgarraba su pecho demostrando que su corazón, adormecido durante tanto tiempo, seguía vivo y aún latía… ¿solo para quedar de nuevo destrozado, después de tantos años?

¿Existía un destino más amargo que hallar lo más anhelado cuando era demasiado tarde?

—Akiva —imploró Karou. Con los ojos desorbitados y angustiada, se arrodilló frente a él—. Dímelo.

—Karou —susurró.

El significado de aquel nombre, «esperanza», lo hostigaba, tan lleno de promesas y reproches que casi deseó estar muerto. No podía mirarla. Atrajo su cuerpo hacia sí y ella se dejó abrazar, flexible como el amor. Su pelo alborotado por el viento parecía seda despeinada, y Akiva hundió su rostro en él, tratando de pensar qué decir.

A su alrededor, una oleada de murmullos y el peso de las miradas, pero Akiva apenas lo percibía, hasta que un sonido destacó entre el resto. Un carraspeo, mordaz y teatralmente alto. Un aguijonazo de desasosiego, y antes de escuchar ninguna palabra, se volvió.

—Akiva, te lo ruego. Recobra la compostura.

Qué fuera de lugar: aquella voz, aquel idioma.
Su
idioma.

Frente a él, con las espadas envainadas a la cintura y expresiones de consternación gemelas, se hallaban Hazael y Liraz.

Akiva ni siquiera pudo manifestar sorpresa. La aparición de los serafines resultaba insignificante en comparación con los sobresaltos que se habían sucedido durante toda la mañana: los cuchillos de luna creciente, la extraña reacción de Karou al ver sus tatuajes, la musicalidad de su risa de ensueño, y ahora lo innegable, el hueso de la suerte.

—¿Qué hacéis aquí? —les preguntó. Aún tenía los brazos en torno a Karou, que había alzado la cabeza de su hombro para mirar a los intrusos.

—¿Que qué
hacemos
aquí? —repitió Liraz—. Creo que esa pregunta nos corresponde a nosotros hacerla. En el nombre de los dioses estrella, ¿qué haces

aquí? —parecía atónita, y Akiva imaginó cómo lo estaba viendo ella: de rodillas, llorando y abrazado a una muchacha humana.

Y comprendió la importancia de que ellos pensaran que Karou era simplemente eso: una muchacha humana. Por muy extraña que pareciera aquella situación, era solo eso: extraña. La verdad hubiera sido mucho peor.

Akiva se enderezó, aún de rodillas, y se volvió hacia ellos ocultando a Karou tras él. En voz muy baja, para que su hermano y su hermana no lo escucharan hablar en el idioma del enemigo, susurró:

—No permitas que vean tus manos. No lo comprenderían.

—Comprender ¿el qué? —preguntó ella también en un susurro sin apartar los ojos de los serafines, que tampoco dejaban de mirarla.

—Lo nuestro —respondió él—. No comprenderán
lo nuestro.

—Yo tampoco lo comprendo.

Sin embargo, gracias al frágil hueso de la suerte que ocultaba en el puño, Akiva al fin lo había entendido.

Karou se sumió en un tenso silencio, con la mirada fija en los dos hermanos. Sus alas permanecían invisibles, pero aun así su presencia sobre el puente resultaba antinatural y un tanto desconcertante —especialmente Liraz—. Aunque Hazael era el más corpulento, Liraz resultaba más aterradora. Siempre había sido así; quizás se había visto empujada a ello, al ser una mujer. Su pelo, de color claro, estaba recogido en apretadas trenzas, y había cierta frialdad mercenaria en su bello rostro: una monótona apatía de asesino. Los ojos de Hazael eran más expresivos, pero en aquel instante aparecían perplejos al contemplar a Akiva frente a él, aún de rodillas.

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