Ella era real y tenía su espacio en el mundo. Estaba ahí fuera, como los ojos de los animales que brillan en la oscuridad del bosque, un ligero resplandor en la más absoluta negrura.
Ella estaba ahí fuera.
INFAME
Después de Bullfinch, la existencia de Madrigal —tardó dos años en saber su nombre— había llamado a Akiva como una voz perdida en medio de un gran silencio. Mientras permanecía tendido y moribundo en el campamento de la bahía de Morwen, soñó una y otra vez que la muchacha enemiga se arrodillaba junto a él, sonriendo. Cada vez que despertaba descubría su ausencia, y encontraba los rostros de sus familiares y amigos, que parecían menos reales que el fantasma que lo obsesionaba. Incluso mientras Liraz discutía con el médico que quería amputarle el brazo, su mente regresó a la brumosa playa de Bullfinch, a unos ojos castaños y unos cuernos engrasados, y a aquella descarga de ternura.
Se había entrenado para soportar las marcas del diablo, pero no aquello. Se sintió indefenso ante esa nueva sensación.
Por supuesto, no se lo dijo a nadie.
Hazael acudió junto a su cama con las herramientas de tatuar para señalar las manos de Akiva con los enemigos abatidos en Bullfinch.
—¿Cuántos? —preguntó al tiempo que calentaba la hoja del cuchillo para esterilizarla.
Akiva había masacrado a seis quimeras en Bullfinch, incluida la monstruosa hiena que lo había derribado. Seis nuevas líneas llenarían su mano derecha, que, gracias a Liraz, conservaba unida al cuerpo. El brazo descansaba inmóvil junto a él. Había sido necesario recolocar varios nervios y músculos y tardaría algún tiempo en saber si recuperaría la movilidad.
Cuando Hazael levantó su mano inerte, con el cuchillo ya preparado, Akiva solo pudo pensar en la muchacha enemiga y en cómo podía acabar convertida en una línea negra en el nudillo de algún serafín. Aquel pensamiento le resultaba insoportable. Con la mano sana le arrebató su brazo a Hazael e inmediatamente lo invadió un terrible dolor.
—Ninguno —jadeó—. No he matado a ninguno.
Hazael entrecerró los ojos.
—Claro que sí. Yo estaba a tu lado frente a aquella falange de toros-centauro.
Sin embargo, Akiva no quería llevar aquellas marcas, y Hazael se marchó.
De ese modo había comenzado el secreto que con el paso de los años se convertiría en una fisura entre ellos, y que, en el cielo del mundo de los humanos, amenazaba con separarlos para siempre.
* * *
Cuando Karou se elevó por los aires desde el puente, Liraz la siguió, pero Akiva se interpuso en su camino. Sus aceros chocaron. Akiva cruzó sus dos espadas cerca de la empuñadura y volcó todo su peso sobre ellas, lo que obligó a su hermana a retroceder. Mantuvo a Hazael a la vista, temeroso de que persiguiera a Karou, pero su hermano seguía en el puente, contemplando la inimaginable escena de Akiva y Liraz con las espadas cruzadas.
Los brazos de Liraz temblaban por el esfuerzo de mantener su terreno —su aire— y sus alas batían furiosas. Tenía el rostro lívido y las mandíbulas apretadas por la intensidad del momento, y los ojos tan abiertos que sus iris eran puntos en unas órbitas blancas.
Con un gemido desgarrador, rechazó a Akiva, volteó la espada liberada por encima de su cabeza y la descargó como un hachazo.
Akiva bloqueó el golpe. Su fuerza lo sacudió hasta los huesos. Liraz no estaba retrocediendo. La violencia del ataque le sorprendió —¿trataría realmente de matarlo?—. Ella descargó un nuevo hachazo, él lo bloqueó y finalmente Hazael reaccionó y saltó hacia ellos.
—Parad —gritó horrorizado.
Se acercó, pero hubo de apartarse cuando Liraz se volvió de forma violenta. Akiva esquivó el golpe, desequilibrándola, y ella dio vueltas antes de encontrar a tientas un punto de apoyo. Le lanzó una mirada llena de rencor y, en vez de abalanzarse de nuevo sobre él, se elevó vertiginosamente. Sus alas lanzaron un estallido de fuego que provocó un grito colectivo entre los espectadores, y tomó velocidad hacia donde Karou había desaparecido.
No se divisaba ningún rastro de la chica, pero Akiva no dudaba que Liraz pudiera encontrarla. Se lanzó tras ella. Los tejados desaparecieron rápidamente, y con ellos, la humanidad. Solo quedaba el azote del viento, las llamaradas de las alas y —alcanzó a su hermana y la agarró del brazo— el enfrentamiento.
Ella se volvió hacia él y sus espadas chocaron una y otra vez. Como en Praga cuando Karou lo había atacado, Akiva solo rechazaba los golpes, los esquivaba, y no devolvía el ataque.
—¡Parad! —bramó de nuevo Hazael acercándose a Akiva y empujándolo con fuerza para separarlo de Liraz.
Se encontraban muy por encima de la ciudad, donde el profundo silencio retumbaba con el chocar del acero.
—¿Qué estáis haciendo? —preguntó Hazael con tono incrédulo—. Luchando entre vosotros…
—Yo no quiero enfrentarme a ella —dijo Akiva retrocediendo—. Nunca lo haré.
—¿Por qué no? —siseó Liraz—. Podrías rebanarme el pescuezo mientras me apuñalas por la espalda.
—Liraz, no quiero hacerte daño…
—¿No quieres, pero lo harías si te vieras obligado? ¿Es eso lo que estás diciendo? —respondió ella, sarcástica.
¿Se refería a eso? ¿Qué estaba dispuesto a hacer para proteger a Karou? Sería incapaz de herir a su hermana o a su hermano; el remordimiento no le dejaría vivir. Pero tampoco podía permitir que ellos hicieran daño a Karou. ¿Cómo era posible que solo existieran esas dos opciones?
—Simplemente… olvídala —dijo Akiva—. Por favor. Permite que se marche.
La intensa emoción que transmitía su voz provocó que los ojos de Liraz se entrecerraran con desprecio. Al mirarla, Akiva pensó que suplicarle a ella era lo mismo que suplicarle a una espada. ¿Y no era eso para lo que ellos tres habían sido educados, al igual que los demás bastardos del emperador? Armas forjadas en carne. Instrumentos irreflexivos de una antiquísima enemistad.
No podía aceptar algo así. Eran mucho más que eso, todos ellos. Al menos lo esperaba. Se arriesgó. Envainó las espadas. Liraz lo contempló en silencio, con los ojos como cuchillas.
—En Bullfinch —comenzó Akiva—, me preguntaste quién me había colocado aquel torniquete.
Liraz esperó. Hazael también.
Akiva pensó en Madrigal, recordó el tacto de su piel, la sorprendente suavidad de sus alas, y la alegría de su risa —tan parecida a la de Karou—, y se acordó de lo que Karou le había dicho aquella mañana: que si hubiera conocido a alguna quimera, no podría despreciarlas como monstruos
.
Pero había hecho ambas cosas. Había conocido y amado a Madrigal, y aun así se había convertido en lo que era ahora —un ser vacío y con los ojos muertos que había estado a punto de asesinar a Karou movido por un impulso—. El dolor había alimentado a sus horribles vástagos dentro de él: el odio, la venganza, la ceguera.
Madrigal se habría arrepentido de salvar la vida a la persona que era ahora, pero Karou le brindaba una nueva oportunidad, para conseguir la paz. No se trataba de la felicidad, ni de sí mismo. Para él, era demasiado tarde.
Para otros, tal vez aún hubiera salvación.
—Fue una quimera —anunció a sus hermanos. Tomó una bocanada de aire, consciente de que sus palabras sonarían infames a sus oídos. Les habían enseñado desde la cuna que las quimeras eran horribles criaturas que se arrastraban, diablos,
animales
. Sin embargo, Madrigal…, ella había logrado en un instante desencadenarlo de su fanatismo, y había llegado el momento de que intentara emularla—. Una quimera salvó mi vida —continuó—, y me enamoré de ella.
LA SANGRE DE LOS ANTEPASADOS
A partir de Bullfinch, todo cambió para Akiva. Después de rechazar a Hazael con sus herramientas de tatuar, una idea se adueñó de su mente: cuando viera de nuevo a la chica quimérica, podría decirle que no había utilizado la vida que ella le había regalado para matar a más de sus semejantes.
Que volviera a verla era extremadamente improbable, pero aquel pensamiento se alojó en su cabeza —una sensación esquiva y punzante de la que no podía librarse— y se acostumbró a su presencia latente. Comenzó a sentirse cómodo con aquella idea, y esta se transformó de fantasía descabellada en
esperanza
—una esperanza que cambiaría el rumbo de su vida: encontrar a aquella chica y darle las gracias—. Eso era todo, simplemente darle las gracias. Cuando imaginaba el momento, su mente no iba más allá.
Era suficiente para mantenerlo vivo.
Tras la batalla, no permaneció mucho tiempo en la bahía de Morwen. Los médicos de campaña lo enviaron de vuelta a Astrae para ver qué podían hacer por él los sanadores.
Astrae.
Hasta la Masacre ocurrida un milenio atrás, los serafines habían gobernado el Imperio desde Astrae. Según todas las crónicas, durante trescientos años fue la luz del mundo, la ciudad más hermosa jamás construida. Palacios, pórticos y fuentes, todo de mármol extraído en Evorrain; amplias avenidas pavimentadas con cuarzo y cubiertas por las ramas con aroma a miel de los pinos balsameos. Astrae se alzaba sobre los estriados acantilados que albergaban su puerto, y la arbolada costa de Mirea se extendía hasta donde la vista alcanzaba. Al igual que en Praga, los chapiteles apuntaban hacia el cielo, uno por cada dios estrella. Los dioses estrella, que habían nombrado a los serafines guardianes de la tierra y de todas sus criaturas.
Los dioses estrella, que habían contemplado cómo todo se hundía en el caos.
Akiva pensó que durante trescientos años los ciudadanos de Astrae debieron de sentir que la ciudad siempre había sido y siempre sería maravillosa. Ahora, diez siglos después, su época dorada parecía el lejano parpadeo de algún dios muerto, y poco quedaba de su esplendor original. El enemigo la había arrasado: las torres habían sido demolidas y todo lo que podía arder había sido incendiado. Habrían arrancado incluso las estrellas del cielo si hubieran podido. No existía precedente en la historia de una barbarie tal. Al final del primer día, los magos yacían muertos, incluso sus aprendices más jóvenes, y su biblioteca había sido engullida por el fuego, con todos los textos mágicos de Eretz en su interior.
Estratégicamente, tenía sentido. Los serafines habían depositado tanta confianza en la magia que, tras la Masacre y sin ningún mago vivo, se encontraban casi indefensos. Todos los ángeles que no habían huido de Astrae fueron sacrificados en un altar a la luz de la luna llena, entre ellos el emperador seráfico, antepasado del padre de Akiva. Tantos ángeles derramaron su vida sobre aquel altar que la sangre fluyó por los escalones del templo como una lluvia monzónica que ahogó a pequeñas criaturas en las calles.
Las bestias mantuvieron el control sobre Astrae durante siglos, hasta que Joram —el padre de Akiva— lanzó una campaña total al comienzo de su reinado y recuperó todos los territorios hasta los montes Adelfas. Tras consolidar su poder, comenzó a reconstruir el Imperio con su corazón donde correspondía: en Astrae.
Sin embargo, en el campo de la magia, Joram no había logrado demasiados progresos. Tras el incendio de la biblioteca y el asesinato de los magos, los serafines habían quedado constreñidos a las manipulaciones más básicas, y en los siglos posteriores no avanzaron mucho más.
Akiva nunca se había preocupado demasiado por la magia. Era un soldado, y había recibido una educación limitada. La consideraba un misterio solo apto para mentes más brillantes, pero su estancia en Astrae cambió esa concepción. Dispuso del tiempo necesario para descubrir que a pesar de ser un soldado poseía mayor inteligencia que la mayoría, y que además contaba con algo de lo que carecían los aspirantes a mago de Astrae. En realidad, poseía dos cosas que ellos no tenían. Llevaba la magia en la sangre, aunque hizo falta un comentario malicioso de su padre para que lo descubriera, y tenía lo más importante.
Dolor.
El dolor de su hombro era una constante en su vida, al igual que su fantasma, la chica enemiga, y ambos estaban unidos. Cuando su hombro ardía, regresando poco a poco a la vida, no podía dejar de pensar en las delicadas manos de ella sobre él, apretando el torniquete que lo había salvado.
Los sanadores de Astrae dejaron de administrarle los medicamentos empleados por los médicos de campaña, que no habían resultado de gran ayuda, y lo obligaron a utilizar el brazo. Un esclavo —quimérico— se encargaba de estirarle los músculos para mantenerlos flexibles, y Akiva recibió la orden de acudir al campo de prácticas para ejercitar la mano izquierda en el manejo de la espada, por si la derecha no recuperara completamente la movilidad. Contra todo pronóstico, se recuperó, aunque el dolor no remitía, y en pocos meses era mejor espadachín que antes. Encargó al armero de palacio un juego de espadas gemelas, y no tardó en dominar el campo de prácticas. Luchaba con ambas manos y atraía multitudes a los combates de la mañana, incluido el propio emperador.
—¿Uno de los míos? —preguntó Joram evaluándolo.
Akiva nunca había estado en presencia de su padre. Los bastardos de Joram eran una legión, y no podía pretender conocerlos a todos.
—Sí, mi señor —contestó Akiva con una inclinación de cabeza.
Sus hombros aún sufrían con el esfuerzo, y el derecho le enviaba llamaradas de agonía que ya formaban parte de su vida.
—Mírame —ordenó el emperador.
Akiva lo hizo, y no se reconoció en el serafín que encontró frente a él. Hazael y Liraz sí se parecían al emperador. Sus ojos azules eran iguales a los de Joram, así como los rasgos de la cara. El emperador era rubio, aunque su pelo dorado empezaba a adquirir un tono grisáceo, y a pesar de ser corpulento, tenía una talla modesta y debía alzar la vista para mirar a Akiva.
Su mirada era intensa.
—Recuerdo a tu madre —dijo Joram.
Akiva parpadeó. No había esperado un comentario semejante.
—Son los ojos —añadió el emperador—. Resultan inolvidables, ¿no crees?
Era una de las pocas cosas que Akiva recordaba de su madre. El resto de su rostro aparecía borroso, y ni siquiera sabía su nombre; sin embargo, estaba seguro de haber heredado sus ojos. Joram parecía esperar una respuesta, así que Akiva admitió: «Los recuerdo», y sintió una especie de pérdida, como si al reconocer aquello, hubiera entregado lo único que poseía de ella.
—Fue terrible lo que le sucedió —dijo Joram.
Akiva permaneció inmóvil. No había recibido ninguna noticia de su madre desde que los habían separado, como seguramente sabía el emperador. Joram le estaba lanzando un anzuelo, quería que preguntara «¿Qué? ¿Qué le ha pasado?». Pero Akiva no lo hizo, solo apretó las mandíbulas, y Joram, con una sonrisa hiriente, añadió: