Rodeó con sus brazos el pan caliente y disfrutó de la vista, con un asombro reflejado en el rostro más intenso del que Akiva recordaba haber sentido jamás, incluso cuando volar era una experiencia nueva. Seguramente él nunca hubiera experimentado algo así. Sus primeros vuelos no llegaron acompañados de asombro ni alegría —solo de disciplina—. Quiso participar del momento que estaba iluminando el rostro de Karou de aquella manera, así que se acercó a ella y contempló el horizonte.
Era
una vista impresionante. El cielo comenzaba a teñirse de pálidos tonos rojizos, las torres aparecían bañadas por un suave resplandor y las calles de la ciudad permanecían todavía en sombra, salpicadas por el brillo de luciérnaga de las farolas y los haces de luz, oscilantes y parpadeantes, de los faros de los coches.
—¿Es la primera vez que subes aquí? —preguntó Akiva.
Karou se volvió hacia él.
—Claro que no, suelo traer a los chicos aquí arriba.
—Y si no cumplen tus expectativas —continuó él—, siempre puedes empujarlos.
Fue un comentario poco afortunado. El rostro de Karou se ensombreció. Sin duda estaba pensando en Izîl. Akiva se arrepintió de aquel intento de humor. Era imposible que saliera bien. Hacía mucho tiempo que no tenía ganas de bromas.
—Lo cierto es —dijo Karou dejándolo pasar— que pedí el deseo de volar hace solo unos días. Todavía no he podido disfrutarlo.
Akiva estaba de nuevo sorprendido, pero esta vez su cara debió de reflejarlo, porque Karou lo miró y dijo:
—¿Qué pasa?
Él sacudió la cabeza.
—Te mueves con tanta suavidad en el aire, y la forma en que te lanzaste del balcón sin la más mínima vacilación, como si volar formara parte de ti…
—No se me ocurrió que el deseo pudiera dejar de funcionar —respondió ella—. Habría sido una especie de castigo por alardear, ¿no crees? Catapún —soltó una carcajada, sin que aquel pensamiento la inquietara, y añadió—: Debería ser más cuidadosa.
—¿Pierden los deseos su poder? —preguntó él.
Karou se encogió de hombros.
—No lo sé. Imagino que no. Mi pelo nunca ha recuperado su color natural.
—¿Tu pelo es producto de un deseo? ¿Te permitió Brimstone usar la magia para… eso?
—Bueno. No lo aprobó exactamente —Karou lo miró de soslayo, con expresión avergonzada y desafiante al mismo tiempo—. A decir verdad, nunca me ha dejado pedir ningún verdadero deseo. Lo suficiente para provocar el menor daño… Oh —un pensamiento asaltó su mente—. Vaya.
—¿Qué sucede?
—Anoche prometí algo y lo había olvidado por completo —rebuscó en el bolsillo del abrigo y sacó una pequeña moneda en la que Akiva vislumbró la efigie de Brimstone. Cuando cerró el puño, estaba allí, sobre su palma; al abrirlo, había desaparecido—. Magia —dijo Karou—. Puf.
—¿Qué has deseado? —preguntó él.
—Una estupidez. En algún lugar ahí abajo una chica algo desagradable se va a despertar feliz. No es que lo merezca. Vaya fresca —sacó la lengua a la ciudad, con actitud infantil—. Oye, se me olvidaba —se volvió hacia Akiva y le acercó una de las bolsas de la panadería—. Para que no te mueras.
Mientras comían, Akiva notó que Karou tiritaba y abrió sus alas —invisibles— para que el viento recogiera su calor y lo empujara hacia ella. Pareció ayudar. Karou se sentó con las piernas colgando hacia el vacío y balanceándolas mientras arrancaba pequeños trozos de la barra y se los comía. Él se acuclilló a su lado.
—Por cierto, ¿cómo te encuentras? —preguntó ella.
—Eso depende —respondió él con tono travieso, como si la actitud juguetona de Karou fuera contagiosa.
—¿De qué?
—De si estás preocupada por mi bienestar o prefieres que siga débil e indefenso.
—Que sigas débil e indefenso. Sin duda.
—En ese caso, me siento fatal.
—Me alegro —respondió ella con seriedad, pero con brillo en la mirada. Akiva se dio cuenta de que Karou había tenido cuidado de no dirigir accidentalmente sus
hamsas
hacia él. Se sintió conmovido, igual que al despertar y encontrarla dormida tan cerca de él, encantadora y vulnerable, regalándole, como Madrigal, una confianza inmerecida.
—Me siento mejor —dijo Akiva con suavidad—. Gracias.
—No me lo agradezcas a mí. Yo fui quien te hizo daño.
La vergüenza le abrumó.
—No…, no como yo a ti.
—No —afirmó Karou—. No del mismo modo.
El viento era malicioso; de una fuerte ráfaga liberó el pelo de Karou, y luego bailó para apoderarse de él; en un instante su cabellera volaba en todas direcciones, como si un grupo de sílfides tratara de arrebatársela para acolchar sus nidos con aquella seda azul. Karou peleó con su pelo; el lápiz se había caído por el borde del tejado hasta perderse entre los arbotantes, así que se lo sujetó con ambas manos.
Akiva imaginó que querría marcharse para escapar del viento, pero no era así. El sol ascendió sobre las colinas y Karou contempló cómo su resplandor empujaba la noche hacia las sombras donde esta se refugiaba, más oscuras por su intensidad —toda la noche se arremolinó en los espacios inclinados, fuera del alcance del amanecer—.
—Anoche, me contaste que tu primer recuerdo eran los soldados que fueron a buscarte… —dijo Karou un momento después.
—¿Te conté eso? —preguntó sorprendido.
—¿No te acuerdas? —Karou se volvió hacia él, con sus cejas color cacao formando dos arcos de sorpresa.
Akiva sacudió la cabeza, tratando de recordar. Las marcas del diablo le habían provocado tanto daño que había sido como escapar, aunque le resultaba difícil creer que le hubiera hablado de su infancia, y de aquel día en particular. Sintió como si hubiera rescatado a aquel niño perdido de su pasado —como si, en un momento de debilidad, se hubiera convertido de nuevo en
él—.
—¿Qué más te dije? —preguntó Akiva.
Karou ladeó la cabeza. Fue aquel gesto lo que la había salvado en Marrakech, aquella rápida inclinación parecida a la de un pájaro, para mirarlo casi de reojo. El corazón de Akiva se aceleró.
—No mucho —respondió ella tras un instante—. Te quedaste dormido después de eso.
Claramente estaba mintiendo.
¿Qué le había contado durante la noche?
—De todas formas —continuó sin mirarlo a los ojos—, me hiciste pensar y traté de encontrar mi recuerdo más temprano.
Se arrastró hacia atrás para alejarse del borde del tejado, un movimiento que la obligó a liberar su pelo, que de nuevo voló libre al viento.
—¿Y?
—Brimstone —pronunció aquel nombre con la respiración entrecortada y una sonrisa tierna e infinitamente triste—. Es Brimstone. Yo estoy sentada en el suelo, detrás de su escritorio, jugando con su cola.
¿Jugando con su cola? Eso no concordaba con la idea que Akiva tenía del hechicero, forjada a partir de su angustia más profunda, grabada en su alma a fuego.
—Brimstone —repitió Akiva con amargura—. ¿Fue bueno contigo?
Karou respondió de forma airada, con el pelo convertido en un torrente azul y los ojos ansiosos.
—Siempre. Tal vez pienses que sabes mucho de las quimeras, pero no lo conoces a él.
—¿Quizás seas
tú
, Karou —dijo Akiva muy despacio—, la que no lo conoce realmente?
—¿Qué? ¿Qué es exactamente lo que no sé?
—Su magia, por ejemplo —respondió él—. Tus deseos. ¿Sabes de dónde vienen?
—¿De dónde vienen?
—No es gratis, Karou. La magia tiene un precio. Y ese precio es el
dolor.
AL MISMO TIEMPO, LUGAR Y PERSONA
Dolor
.
Cuando Akiva se lo explicó, Karou se sintió angustiada. Pensó en cada deseo absurdo que había pedido —¿por qué Brimstone no se lo había contado?—. La verdad hubiera conseguido lo que todas sus miradas malhumoradas nunca lograron. Si lo hubiera sabido, nunca habría vuelto a pedir un deseo.
—Para obtener del universo, debes entregar algo a cambio —dijo Akiva.
—Pero… ¿por qué
dolor
? ¿No podrías dar algo diferente? Como… ¿alegría?
—Es cuestión de equilibrio. Si fuera algo fácil de entregar, no tendría sentido.
—¿Realmente piensas que es más sencillo conseguir alegría que dolor? —preguntó Karou—.
¿Cuál
de los dos sentimientos has experimentado más veces?
Akiva la miró intensamente.
—Esa es una buena perspectiva. Pero yo no creé el sistema.
—¿Quién lo hizo?
—Mi pueblo cree que fueron los dioses estrella, y las quimeras tienen al respecto tantas leyendas como razas.
—Entonces… ¿de dónde viene el dolor? ¿Es su propio dolor? —preguntó Karou preocupada.
—No, Karou —respondió Akiva—. No es él quien siente el dolor.
Pronunció cada palabra con cuidado, insinuando lo que aquello implicaba: si no era Brimstone el que sufría, ¿quién era?
Karou notó náuseas. La asaltó una imagen de cuerpos tumbados sobre mesas. No. Aquello podía ser algo totalmente distinto. Conocía a Brimstone, ¿no era así? Tal vez desconociera…, bueno, todo sobre él…, pero
sabía
cómo era, confiaba en
él
, no en aquel ángel.
—No te creo —dijo con un nudo en la garganta.
—Karou, ¿cuáles eran los recados que hacías para él? —añadió Akiva con delicadeza.
Ella abrió la boca para responder, pero la cerró de nuevo. Poco a poco empezó a comprender, y quiso desechar aquellos pensamientos. Dientes: uno de los mayores misterios de su vida. Cadáveres, tenazas, muerte. Aquellas chicas rusas con las bocas ensangrentadas. Desde que era consciente del negocio de Brimstone, se había aferrado a la idea de que él necesitaba los dientes para algo vital, y que el dolor era su triste y terrible consecuencia. Pero… ¿y si el dolor fuera
el objetivo
? ¿Y si fuera con lo que Brimstone obtenía su poder, sus deseos, todo?
—No —dijo Karou negando con la cabeza; sin embargo, ya no estaba convencida de sus palabras.
Poco después, cuando remontó el vuelo desde la catedral, Karou ya no sintió ningún placer al surcar el cielo. Y se preguntó de quién sería el dolor que había pagado su deseo.
Fueron a una tetería en Nerudova, la larga y serpenteante calle que descendía desde el castillo, y Akiva comenzó a descubrirle su mundo. Imperio y civilización, levantamiento y masacre, ciudades perdidas e invadidas, tierras quemadas, murallas derribadas, poblaciones sitiadas en las que los niños eran los primeros en morir de hambre, a pesar de que sus padres los alimentaran con todo lo que tenían y perecieran, ellos también, poco después.
Le habló de sangre derramada y terror en una tierra de belleza en decadencia.
—Los bosques se han talado para construir barcos, máquinas de guerra; o se han incendiado para evitar que se convirtieran en barcos y máquinas de guerra.
De descomunales ciudades en ruinas, fosas comunes, traición.
De ejércitos de bestias que no dejaban de avanzar, sin reducirse en número, sin desmoronarse.
Otras cuestiones —épicas, terribles— no se las contó, simplemente las insinuó, como quien roza los bordes de una herida con cautela, tratando de descubrir dónde aparece el dolor.
Karou escuchaba con los ojos desencajados y horrorizada por la brutalidad, y deseó que en algún momento de los últimos diecisiete años Brimstone hubiera considerado oportuno enseñarle algo sobre Otra Parte.
—¿Cómo se llama tu mundo? —se le ocurrió preguntar.
—Eretz —respondió Akiva, y Karou levantó las cejas de golpe, sorprendida.
—Eso significa «Tierra» —añadió—. En hebreo. ¿Por qué nuestros mundos tienen el mismo nombre?
—Antiguamente, los magos creían que los mundos estaban distribuidos en capas, como los sedimentos de roca o los anillos de los árboles —explicó Akiva.
—Entiendo —respondió Karou con el ceño fruncido. Luego preguntó—: ¿Los magos?
—Los hechiceros seráficos.
—Has dicho «antiguamente». ¿Qué es lo que piensan ahora?
—Nada. Las quimeras los masacraron a todos.
—Dios mío —Karou apretó los labios. ¿Qué podía decir ante una afirmación como aquella?—. Entiendo —reflexionó sobre la idea de los mundos—. Tal vez simplemente robamos el nombre de Eretz hace mucho tiempo, del mismo modo que construimos nuestras religiones a vuestra imagen —era lo que Brimstone había denominado una amalgama de cuentos de hadas que los humanos habían creado uniendo retazos de realidad—. La belleza equivale a bondad, los cuernos y las escamas, a maldad. Es sencillo.
—Y, en este caso, es así.
Tras el mostrador, la camarera no dejaba de observarlos, a uno y a otro. Karou sintió ganas de preguntarle qué estaba mirando, pero no lo hizo.
—Así que, básicamente —dijo tratando de resumir todo lo que Akiva le había relatado—, los serafines quieren controlar el mundo y las quimeras no quieren que nadie las domine, lo que las convierte en malvadas.
Akiva apretó las mandíbulas, contrariado por aquella simplificación.
—Ellos no eran nada, solo bárbaros en aldeas de barro. Nosotros los iluminamos, les mostramos la ingeniería, la palabra escrita…
—Y me imagino que no tomasteis nada a cambio.
—Nada que no fuera razonable.
—Ya, claro —Karou deseó haber atendido más en sus clases de historia humana para poder imaginar con más precisión un contexto que abarcara todo lo que Akiva le relataba—. Así que, hace mil años, sin motivo alguno, las quimeras se sublevaron, asesinaron a sus señores y recuperaron el control de sus tierras.
Akiva se opuso.
—Aquel territorio nunca había sido suyo. Ellos vivían en pequeñas granjas, en casuchas de piedra. A lo sumo, en aldeas. El Imperio construyó las ciudades, además de viaductos, puertos, carreteras…
—Pero ¿no era allí donde habían nacido y muerto desde, digamos, el principio de los tiempos? ¿Donde se enamoraban, donde criaban a sus hijos, donde enterraban a sus muertos? ¿Qué importa que no hubieran construido ciudades? ¿No seguía siendo suya aquella tierra? A menos que pienses que te pertenece todo aquello que puedas defender, en cuyo caso cualquiera tiene derecho a intentar arrebatarte en cualquier momento lo que desee. Eso es básicamente la civilización.
—Tú no lo entiendes.
—Es cierto, no lo entiendo.
Akiva respiró hondo.
—Nosotros construimos el mundo, con buena voluntad. Vivimos junto a ellos…
—¿Como iguales? —preguntó Karou—. Sigues llamándolos «bestias», así que tengo mis dudas.