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Authors: Laini Taylor

Tags: #Fantasía

Hija de Humo y Hueso (37 page)

—De acuerdo —suspiró Madrigal—. A los baños entonces. A quedar
radiantemente limpias.

Como verduras
, pensó,
antes de echarlas a un guiso.

50

AZUCARADA

—No —dijo Madrigal mirándose en el espejo—. No, no, no y
no.

Claro que Nwella tenía un vestido para ella. Era de seda tornasolada en color azul oscuro, ajustado y tan delicado que daba la sensación de que un ligero roce podría disolverlo. Estaba adornado con diminutos cristales que atrapaban la luz y la reflejaban como estrellas, y dejaba al descubierto toda la espalda de Madrigal, revelando su columna vertebral hasta la rabadilla. Era escandaloso. La espalda, los hombros, los brazos, el pecho. Demasiado pecho.

—No.

Empezó a desembarazarse de él, pero Chiro la detuvo.

—Recuerda lo que dije: sin quejas.

—Lo retiro. Me reservo mi derecho a quejarme.

—Demasiado tarde. De todas maneras, es culpa tuya. Has tenido una semana para conseguir un vestido. ¿Ves lo que pasa cuando titubeas? Que otros toman las decisiones por ti.

Madrigal pensó que no estaba refiriéndose al vestido.

—¿Cómo dices? Entonces, ¿esto es un castigo?

A su lado, Nwella dejó escapar un gruñido. Era un ser frágil con aspecto de lagarto que había acudido a la escuela con Madrigal y Chiro. Se habían separado cuando ellas comenzaron su instrucción para la batalla y ella fue enviada al servicio real.

—¿Un castigo? ¿Te refieres a quedar despampanante? Mírate.

Madrigal lo hizo, y lo único que vio fue piel. En torno a su cuello se unían unos delicadísimos filamentos de seda entrelazados que sujetaban, de forma invisible, el vestido a su cuerpo.

—Parece que voy desnuda.

—Estás impresionante —afirmó Nwella, que trabajaba como costurera para las esposas más jóvenes del caudillo, las cuales eran, por decirlo suavemente, maduritas.

El caudillo había considerado oportuno dejar de tomar nuevas esposas algunos siglos atrás. Como Brimstone, era de carne natural, y su aspecto lo reflejaba. Thiago, su primer hijo, tenía varios cientos de años, aunque lucía la piel de un hombre joven, y las
hamsas
correspondientes.

Como Madrigal había dicho, la manía del general por la pureza era hipócrita, ya que él mismo había pasado por numerosas resurrecciones. Pero su hipocresía era doble, pues no solo no era «puro», sino que tampoco había nacido con un elevado aspecto humano.

El caudillo pertenecía a la casta de los venados, y tenía cabeza de ciervo: por tanto, su aspecto era de criatura, al igual que el de sus esposas y el de Thiago, en un principio. No era extraño que un resucitado recibiera un cuerpo distinto al original: Brimstone no siempre podía hacerlos coincidir; era cuestión de tiempo y disponibilidad de dientes. Pero los cuerpos de Thiago eran otro asunto. Se elaboraban siguiendo sus especificaciones, y antes incluso de que fueran necesarios, para que pudiera examinarlos y dar su aprobación. Ella lo había visto una vez: Thiago revisaba una réplica desnuda de sí mismo —el cascarón que lo recubriría la próxima vez que muriera—. Había sido macabro.

Madrigal dio pequeños tirones al vestido para asegurarse de que ninguna mano descuidada pudiera arrancárselo durante el baile.

—Nwella —imploró—, ¿no tienes algo… con más tela?

—No para ti —respondió Nwella—. ¿Por qué quieres ocultar una figura como esa?

Susurró algo a Chiro.

—Dejad de conspirar —se quejó Madrigal—. ¿Puedo llevar al menos un chal?

—No —respondieron Chiro y Nwella al unísono.

—Me siento tan desnuda como en los baños.

Nunca se había sentido tan expuesta como aquella tarde, cuando había avanzado junto a Chiro entre el vapor y con el agua hasta los muslos. A esas alturas, todo el mundo sabía que ella era la elección de Thiago, y todos los ojos en el baño de las mujeres la habían inspeccionado. Había sentido deseos de esconderse bajo el agua, dejando sobresalir únicamente los cuernos.

—Deja que Thiago admire lo que va a llevarse —dijo Nwella con maldad.

Madrigal se puso rígida.

—¿Quién dice que va a conseguir esto?

Esto
, se oyó decir a sí misma. Parecía apropiado, como si fuera un objeto inanimado, un vestido en una percha.

—A mí —corrigió—. ¿Quién dice que va a conseguirme?

Nwella rió desestimando la idea de que Madrigal pudiera rechazarlo.

—Toma —le ofreció una máscara—.
Permitiremos
que te cubras la cara.

Era un pájaro negro con las alas extendidas, tallado en madera ligera y decorado con plumas oscuras que se desplegaban a ambos lados de su rostro. Con los cambios de luz, las plumas reflejaban iridiscentes y ondulantes arco iris.

—Ah, bueno. Ahora nadie sabrá quién soy —comentó Madrigal en tono irónico. Sus alas y sus cuernos eludían cualquier disfraz.

El baile del caudillo era una mascarada, un «disfrázate de lo que no eres». Las quimeras con aspecto humano llevaban máscaras de criaturas, y las de aspecto animal se ponían caretas de humanos, exageradas hasta proporciones ridículas. Era la única noche del año dedicada a divertirse y fingir, la única noche que se alejaba de la rutina cotidiana, pero para Madrigal, ese año, no era nada de eso. Más bien era una noche en la que
decidir
su futuro.

Con un suspiro, se entregó a los cuidados de sus amigas. Se sentó en un taburete y permitió que perfilaran sus ojos con kohl, colorearan sus labios con pasta de pétalos de rosa, y colocaran entre sus cuernos finísimas cadenas de oro con diminutas lágrimas de cristal que titilaban con la luz. Chiro y Nwella reían nerviosas, como si estuvieran preparando a una novia para su noche de bodas. Madrigal se sorprendió al pensar que, de algún modo, tal vez fuera así.

Si aceptaba a Thiago, era probable que esa noche no regresara al barracón.

Se estremeció al imaginar sobre su piel aquellas manos con zarpas. ¿Cómo sería? Nunca había hecho el amor —en ese sentido también era «pura», como seguramente Thiago sabía—. Pensaba en ello, por supuesto que pensaba en ello. Estaba en la edad; su cuerpo la urgía con sus impulsos, como a cualquiera, y las quimeras no mostraban una actitud puritana respecto al sexo. Simplemente, Madrigal nunca había encontrado el momento adecuado.

—Ya está. Lista —anunció Chiro. Nwella y ella ayudaron a levantarse a Madrigal y se alejaron un poco para supervisar su trabajo.

—Vaya —musitó Nwella. Hubo una pausa, y cuando Chiro habló de nuevo, su voz sonó inexpresiva.

—Estás preciosa —dijo.

No parecía un cumplido.

* * *

Después de Kalamet, cuando Chiro despertó en la catedral, Madrigal estaba allí, a su lado.

—Estás bien —la tranquilizó mientras Chiro parpadeaba asustada.

Era su primera resurrección, y los resucitados aseguraban que podía resultar desorientador. El nuevo cuerpo era una réplica fiel del original de su hermana, con lo que Madrigal esperaba que la transición fuera más sencilla.

—Estás bien —repitió agarrando con fuerza la mano de Chiro con su
hamsa
, símbolo de su nuevo estatus—. Brimstone me permitió hacer tu cuerpo —le dijo, y añadió con complicidad—: Utilicé diamantes. No se lo digas a nadie.

Ayudó a Chiro a sentarse. La piel de sus patas felinas era suave, y la carne de sus brazos humanos también. A sacudidas, Chiro palpó su nueva piel —caderas, costillas, pechos humanos—. Subió ansiosamente la mano por encima del cuello hasta la cara, y tocó el pelaje y el hocico de chacal, y se quedó inmóvil.

Emitió un sonido como si se ahogara, y en un primer momento Madrigal lo atribuyó a su garganta recién fabricada y a una boca que todavía no había articulado ninguna palabra. Pero no era eso.

Chiro apartó la mano de Madrigal.


¿Tú
has hecho esto?

Madrigal retrocedió.

—Es… es perfecto —respondió balbuceando—. Es casi igual al real…

—Y ¿eso es todo lo que merezco? ¿Tener aspecto de bestia? Gracias, hermana.
Gracias.

—Chiro…

—¿No podrías haberme hecho con aspecto humano? ¿Qué significan unos pocos dientes para ti? ¿O para Brimstone?

Madrigal nunca había considerado aquella opción.

—Pero… Chiro. Esta eres
tú.


Yo
—su voz era distinta, tenía un tono más grave que la original. Madrigal no supo distinguir cuánto de aquella voz se debía a su novedad, pero le resultaba ácida y fea—. ¿Querrías ser como yo?

—No te comprendo —respondió Madrigal, dolida y confusa.

—No, no querrías —añadió Chiro—. Tú eres hermosa.

* * *

Más tarde, se había disculpado. Había sido la impresión, aseguró. Había notado el nuevo cuerpo demasiado estrecho, rígido; apenas podía respirar. Una vez que se acostumbró a él, elogió su fuerza, su agilidad. Podía volar más veloz que antes; sus movimientos eran rápidos como un látigo, sus dientes y su vista, más agudos. Afirmó que se sentía como un violín afinado —igual que antes, pero mejor—.

—Gracias, hermana —dijo, y parecía sincera.

Pero Madrigal recordaba el tono rencoroso con el que había afirmado: «Tú eres hermosa». Su voz sonaba igual ahora.

Nwella se mostró más eufórica.

—¡Realmente guapísima! —canturreó. Su frente escamosa se frunció, y agarró el colgante que rodeaba el cuello de Madrigal—. Esto, por supuesto, tendrá que desaparecer —ordenó, pero Madrigal se echó hacia atrás.

—No —dijo cerrando la mano en torno a él.

—Solo esta noche, Mad —suplicó Nwella con voz persuasiva—. Simplemente no es adecuado para la ocasión.

—No lo toques —respondió Madrigal con firmeza, y eso fue todo. El tono de su voz disuadió a Nwella de seguir insistiendo.

—Está bien —cedió con un suspiro.

Madrigal liberó el hueso de la suerte de su puño para que regresara a su sitio, al punto donde se unían sus clavículas. No era hermoso ni elegante, era un simple hueso, y resultaba obvio que no hacía justicia a su escote, pero no le importaba. Era lo que ella llevaba.

Nwella lo miró, afligida, y luego se volvió para rebuscar en su cajón de tubos de cosmética y ungüentos.

—Aquí está. Esto ayudará.

Regresó con un recipiente plateado y una gran brocha de pelo suave, y antes de que Madrigal supiera lo que estaba sucediendo, Nwella había espolvoreado su pecho, su cuello y sus hombros con algo brillante.

—¿Qué…?

—Azúcar —dijo Nwella con una risita tonta.

—¡Nwella!

Madrigal trató de sacudírsela, pero era muy fina y se quedaba pegaba: azúcar en polvo, lo que utilizaban las chicas cuando planeaban que alguien las probara. Si sus labios pintados con pétalos de rosa y su espalda desnuda no fueran suficiente invitación para Thiago, pensó Madrigal, esto ciertamente lo era.

Su brillo revelador bien podría haber sido un cartel que dijera LÁMEME.

—Ahora no pareces un soldado —dijo Nwella.

Era cierto. Parecía una chica que había hecho su elección. ¿Era así?

Todo el mundo pensaba que sí, lo que prácticamente equivalía a lo mismo. Pero todavía tenía tiempo. Podía optar por no ir al baile —lo que enviaría el mensaje contrario al que insinuaba aparecer
azucarada—
. Solo tenía que decidir lo que quería.

Permaneció fija en su imagen en el espejo durante largo rato. Estaba mareada, como si el futuro se precipitara hacia ella.

Y así era, aunque en ese momento no podía imaginar que acudía en su busca con alas invisibles y unos ojos que ninguna máscara podía disfrazar, y que sus decisiones no tardarían en ser barridas como el polvo por un aleteo, dejando en su lugar lo inimaginable.

Amor.

—Vámonos —dijo.

Entrelazó los brazos con Chiro y Nwella y salió a su encuentro.

51

LA SERPENTEANTE

La calle principal de Loramendi, la Serpenteante, se convertía en una ruta procesional durante el cumpleaños del caudillo. La costumbre era bailar a lo largo de todo su recorrido, cambiando de una pareja enmascarada a otra hasta llegar al ágora, el punto de encuentro de la ciudad. El baile se celebraba allí, bajo miles de faroles que colgaban como estrellas de los barrotes de la Jaula, convirtiéndola, por una noche, en un mundo en miniatura con su propio firmamento.

Madrigal se sumergió entre la multitud junto con sus amigas, igual que en años anteriores, pero no tardó en descubrir que este sería distinto.

Iba enmascarada, pero no disfrazada —su apariencia resultaba inconfundible—, y nadie interpretó el brillo de sus hombros como una invitación. Sabían que no era para ellos. En la desenfrenada alegría de la calle, ella permanecía apartada, como si fuera a la deriva en una bola de cristal.

Chiro y Nwella pasaban de unos brazos a otros sin parar, recibiendo besos de extraños, rozando máscara con máscara. Era la costumbre: un tumultuoso baile con infinitos giros y salpicado generosamente de besos para celebrar la unidad entre las razas. Los músicos se agrupaban a intervalos, de modo que los participantes pasaban de una melodía a otra, igual que de una mano a otra, sin un momento de pausa. La música desenfrenada los hacía girar, pero nadie cogía a Madrigal a su paso. En varias ocasiones algún soldado se dirigió hacia ella —uno incluso le agarró la mano—, pero siempre había un compañero que se lo impedía y le susurraba una advertencia. Madrigal no escuchaba sus palabras, pero podía imaginarlas.

Ella es de Thiago.

Nadie la tocó. Deambuló entre la muchedumbre sola.

Dónde estaba Thiago, se preguntaba paseando los ojos de una máscara a otra. Si vislumbraba una larga cabellera blanca o a alguien con aspecto de lobo, su corazón se sobresaltaba al pensar que era él, pero siempre se trataba de alguien diferente. La larga cabellera blanca pertenecía a una anciana, y Madrigal tuvo que reírse de su propio nerviosismo.

Todo Loramendi estaba en la calle, pero de algún modo se abrió un espacio a su alrededor y avanzó en solitario, siguiendo la estela de sus amigas hacia el ágora.

Él la estaría buscando.

Inconscientemente, empezó a caminar más despacio. Nwella y Chiro se adelantaron dando vueltas con sus máscaras, repartiendo besos. La mayoría de las veces, se limitaban a rozar los labios de sus máscaras con los labios —picos, hocicos, fauces— de las demás máscaras, pero había besos reales también, sin tener en cuenta el aspecto. Madrigal sabía cómo era por otros festivales: aliento de extraños con olor a vino de hierba, tufo a whisky al rozar una boca de tigre, o de dragón, o de hombre. Pero no esa noche.

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