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Authors: Laini Taylor

Tags: #Fantasía

Hija de Humo y Hueso (4 page)

—Algunas mujeres han perecido en la hoguera por menos que eso, Karou —le había recordado Brimstone.

Por suerte
, pensó,
no estamos en la Edad Media.

4

LA COCINA ENVENENADA

El resto de la jornada se desarrolló sin incidentes. Una lección doble de química y color en el laboratorio, una clase magistral de dibujo y el almuerzo, después del cual Zuzana acudió a clase de marionetas y Karou, a pintura, dos clases de tres horas en el estudio que las devolvieron a la misma oscuridad invernal con la que habían llegado por la mañana.

—¿Un veneno? —preguntó Zuzana al salir por la puerta.

—¿Hace falta preguntar? —respondió Karou—. Me muero de hambre.

Agacharon la cabeza para protegerse el rostro del viento helado y se dirigieron hacia el río.

Las calles de Praga parecían una fantasía apenas alterada por el siglo XXI, ni por el XX ni el XIX. Era una ciudad de alquimistas y soñadores, por cuyos adoquines medievales habían deambulado
golems
, místicos y ejércitos invasores. Los edificios, de gran altura y pintados en luminosos tonos vara de oro, carmín y azul pálido, lucían escayolas de estilo rococó y tejados de un rojo uniforme. Las cúpulas barrocas tenían el suave color verde del bronce antiguo, y los chapiteles góticos se elevaban hacia el cielo dispuestos a empalar ángeles caídos. El viento transportaba recuerdos de magia, revolución y violines, y las calles adoquinadas serpenteaban como riachuelos. Había muchachos con pelucas de Mozart que anunciaban en las esquinas conciertos de música de cámara, y marionetas colgadas de las ventanas que otorgaban a la ciudad el aspecto de un teatrillo con titiriteros ocultos tras una cortina de terciopelo.

Y sobre todo ello, en lo alto de la colina, se alzaba el castillo con su angulosa silueta, como cubierta de espinas. Por la noche estaba iluminado, bañado por un resplandor inquietante. Aquella tarde el cielo se encontraba cubierto de nubes bajas cargadas de nieve, que formaban halos en torno a las farolas.

Bajando por el arroyo del Diablo se llegaba a La Cocina Envenenada, un lugar difícil de encontrar por casualidad; era necesario saber que estaba allí, y franquear un arco de piedra que daba acceso a un cementerio vallado, tras el que se hallaban las ventanas iluminadas del café.

Por desgracia, los turistas ya no debían confiar en la suerte para descubrirlo, pues la última edición de una guía de viajes había desvelado su ubicación al mundo:

En este lugar existió un priorato medieval cuya iglesia se incendió hace unos trescientos años; sin embargo, las celdas de los monjes se conservan y han sido transformadas en el café más extraño que pueda imaginarse, repleto de estatuas clásicas ataviadas con máscaras antigás de la Primera Guerra Mundial recopiladas por el propietario del local. Cuenta una leyenda que, en la Edad Media, el cocinero del priorato se volvió loco y asesinó a todos los monjes con un perol de
goulash
envenenado, de ahí el nombre tan macabro del café y su plato estrella:
goulash
, por supuesto. Adelante, siéntese en un sofá de terciopelo y apoye los pies sobre un ataúd. Las calaveras colocadas detrás de la barra tal vez pertenezcan a los monjes asesinados, o no…

… y, durante los últimos seis meses, no habían dejado de asomar la cabeza a través del arco mochileros en busca de algún rincón morboso de Praga sobre el que escribir en sus postales.

Aquella tarde, sin embargo, las chicas encontraron el local tranquilo. En un rincón, había una pareja de extranjeros que fotografiaba a sus hijos con unas máscaras antigás puestas, y varios hombres bebían acodados en la barra, pero la mayoría de las mesas —ataúdes flanqueados por sofás bajos de terciopelo— estaban libres. Había estatuas romanas por todas partes: dioses y ninfas a tamaño natural sin brazos ni alas, y en el centro de la estancia, una réplica del gigantesco Marco Aurelio a caballo de la colina Capitolina.

—Qué bien, Pestilencia está libre —exclamó Karou, y se dirigió hacia la escultura.

Tanto el gigantesco emperador como su montura lucían la correspondiente máscara antigás, como todas las estatuas del bar. A Karou siempre le había recordado al cuarto jinete del Apocalipsis, La Peste, sembrando la enfermedad con su brazo extendido. La mesa preferida de las chicas estaba situada a su sombra, donde podían disfrutar de intimidad y de una perspectiva del bar —a través de las patas del caballo— que les permitía observar si entraba alguien interesante.

Dejaron las carpetas y colgaron los abrigos en los dedos de piedra de Marco Aurelio. El dueño, a quien le faltaba un ojo, las saludó levantando la mano desde la barra, y ellas le devolvieron el gesto.

Hacía dos años y medio que frecuentaban ese café, desde que tenían quince años y empezaron a estudiar en el Liceo. En aquella época, Karou acababa de llegar a Praga y no conocía a nadie. También hacía poco que había adquirido el checo (por medio de un
deseo
, no estudiándolo; Karou coleccionaba idiomas y era lo que Brimstone le regalaba siempre por su cumpleaños) y todavía lo sentía extraño en el paladar, como el sabor de una nueva especia.

Antes había estudiado en un internado inglés, y aunque podía expresarse con un perfecto acento británico, había mantenido la entonación estadounidense que había aprendido cuando era pequeña, así que sus compañeros de clase siempre pensaron que procedía de aquel país. A decir verdad, no poseía ninguna nacionalidad. Su documentación era falsa, al igual que todos sus acentos —excepto uno, el de su lengua materna, que no era de origen humano—.

Zuzana era checa, y descendía de una antigua familia de fabricantes de marionetas de la ciudad de Ceský Krumlov, una pequeña joya situada al sur de Bohemia. Su hermano mayor había escandalizado a la familia alistándose en el ejército, pero Zuzana llevaba las marionetas en la sangre y había decidido continuar con la tradición familiar. Al igual que Karou, no conocía a nadie más en la escuela, pero el azar quiso que al inicio del primer trimestre las emparejaran para pintar un mural en una escuela infantil del barrio. Durante una semana, habían pasado las tardes subidas a una escalera, y, al terminar la jornada, solían visitar La Cocina Envenenada. Allí fue donde se fraguó su amistad, y cuando el mural estuvo terminado, el propietario les encargó una escena de esqueletos sentados en inodoros para el baño del café. Como pago, las invitaría a cenar durante todo un mes, confiando en que continuarían acudiendo al bar, y dos años después, así era.

Pidieron
goulash
y se lo comieron mientras charlaban sobre el ardid de Kaz, los pelos de la nariz del profesor de química —que, según Zuzana, eran suficientemente largos para trenzarlos— e ideas para sus proyectos semestrales. La conversación no tardó en centrarse en el guapo violinista que acababa de unirse a la orquesta del Teatro de Marionetas de Praga.

—Tiene novia —se lamentó Zuzana.

—¿Qué? ¿Cómo lo sabes?

—Siempre está mandando mensajes de texto en los descansos.

—¿Y esas son tus pruebas? Un tanto endebles. Tal vez esté librando una cruzada secreta contra el mal, y envía furiosos mensajes en clave a su némesis —sugirió Karou.

—Sí. Seguramente es eso.
Gracias.

—Solo estoy sugiriendo que podría haber un motivo distinto al de la novia. De todas formas, ¿desde cuándo eres tímida? ¡Habla con él!

—¿Y qué le digo?
¿Estupenda interpretación, guaperas?

—Por qué no.

Zuzana resopló. Trabajaba los fines de semana como ayudante de los titiriteros del teatro y se había quedado prendada del violinista unas semanas antes de Navidad. Por lo general solía manejar bien ese tipo de situaciones, pero a aquel chico no se atrevía siquiera a dirigirle la palabra.

—Seguramente piense que soy una niña —replicó—. Ni te imaginas lo que es tener la estatura de un mocoso.

—O de una marioneta —comentó Karou sin sentir ninguna lástima. Para ella, la altura de Zuzana era perfecta, como si fuera un hada que encuentras en el bosque y deseas guardar en tu bolsillo. Pero en el caso de su amiga, el hada parecía estar rabiosa, y
mordía.

—Ante todos ustedes: Zuzana, la maravillosa marioneta humana. Miren cómo baila —Zuzana imitó posturas de
ballet
con los brazos, como si fuera una marioneta.

Inspirada, Karou exclamó:

—¡Oye! Se me ha ocurrido algo estupendo para tu proyecto: construir un titiritero gigante y que tú seas la marioneta. ¿Qué te parece? Podrías diseñarlo para que cuando tú te muevas sea como, no sé, un teatrillo al revés. ¿Hay alguien que haya hecho esto antes? ¿Tú eres la marioneta, y bailas gracias a los hilos, pero en realidad son tus movimientos los que desplazan las manos del titiritero?

Zuzana estaba llevándose un trozo de pan a la boca, y se detuvo en seco. Por la expresión soñadora de sus ojos, Karou supo que estaba visualizando su idea.

Su amiga comentó:

—Sería una marioneta realmente grande.

—Yo podría maquillarte, como una pequeña marioneta de bailarina.

—¿Estás segura de que quieres regalarme la idea? Es tuya.

—Claro, yo no pienso construir una marioneta gigante. Toda para ti.

—Bueno, gracias. ¿Tienes ya algo pensado para tu proyecto?

Karou no tenía nada. El semestre anterior había asistido a clase de diseño de vestuario, y había construido unas alas de ángel montadas sobre un arnés, con un sistema de poleas para poder subirlas y bajarlas. Totalmente desplegadas, le concedían una magnífica envergadura de tres metros y medio. Karou se las había puesto para mostrárselas a Brimstone, pero ni siquiera había logrado acercarse a él. Issa la había detenido en el vestíbulo y —¡la dulce Issa!— le había silbado, con la capucha de cobra abierta por completo, de un modo que Karou solo había visto un par de veces en su vida. «¡Un
ángel
, la peor de las abominaciones! ¡Quítate eso! ¡Mi dulce niña, no soporto verte así!». Fue todo muy extraño. Ahora las alas estaban colgadas en el diminuto piso de Karou, sobre su cama, ocupando toda una pared.

Este semestre necesitaba un tema para realizar una serie de cuadros, pero hasta el momento nada había hecho bullir su imaginación. Mientras cavilaba, escuchó el tintineo de las campanillas de la puerta. Entraron varios hombres, y tras ellos una sombra fugaz llamó la atención de Karou. Tenía el tamaño y la forma de un cuervo, pero no era algo tan mundano.

Se trataba de Kishmish.

Karou se levantó y lanzó una rápida mirada a su amiga. Zuzana estaba bosquejando marionetas en su cuaderno y apenas respondió cuando Karou se excusó. La sombra la siguió de camino al aseo, a poca altura e invisible.

El mensajero de Brimstone tenía cuerpo y pico de cuervo, las alas membranosas de un murciélago y la lengua bífida. Parecía recién salido de un cuadro de El Bosco, y agarraba una nota firmemente entre sus patas. Cuando Karou la cogió, vio que sus pequeñas garras, afiladas como cuchillos, habían perforado el papel.

Desdobló la nota y leyó el mensaje, para lo que necesitó únicamente dos segundos, ya que solo decía: «Recado que requiere atención inmediata. Ven».

—Nunca dice por favor —le comentó a Kishmish.

La criatura ladeó la cabeza igual que un cuervo, como preguntando: «¿Vienes?».

—Claro que voy —afirmó Karou—. ¿No lo hago siempre?

Un instante después le dijo a Zuzana:

—Tengo que irme.

—¿Cómo? —Zuzana levantó la vista del cuaderno de bocetos—. ¿Y el postre? —sobre el ataúd descansaban dos platos de
strudel
de manzana y té.

—Maldita sea —se quejó Karou—. No puedo. Tengo que hacer un recado.

—Tú y tus recados. ¿Qué te ha surgido así, tan de repente?

Miró el teléfono de Karou, que estaba sobre el ataúd, y comprobó que no había recibido ninguna llamada.

—Cosas —respondió Karou.

Zuzana no insistió, ya que sabía por experiencia que no recibiría ninguna explicación.

Karou tenía cosas que hacer. En ocasiones la mantenían ocupada unas horas; en otras, desaparecía durante días y regresaba cansada y con el pelo alborotado, tal vez pálida, tal vez quemada por el sol, o cojeando, o quizás con la marca de un mordisco, y una vez con una fiebre abrasadora que resultó ser malaria.

—Pero ¿dónde has cogido una enfermedad tropical? —le había preguntado Zuzana, a lo que Karou había respondido:

—Ni idea. ¿Tal vez en el tranvía? El otro día una anciana me estornudó directamente en la cara.

—Así
no
se pilla la malaria.

—Ya lo sé. De todas formas, fue algo muy grosero. Estoy pensando en conseguir una moto para no tener que montar en el tranvía nunca más.

Y la discusión terminó ahí. Ser amigo de Karou implicaba cierta resignación a no saber realmente quién era ella. Zuzana suspiró y añadió:

—Perfecto. Dos
strudels
para mí. Si engordo, será culpa tuya.

Karou abandonó La Cocina Envenenada, precedida por la sombra de una criatura con aspecto de cuervo que franqueó la puerta con rapidez.

5

OTRA PARTE

Kishmish remontó el vuelo y se alejó aleteando. Karou lo observó, mientras deseaba poder seguirlo, y se preguntó cuál sería la magnitud del deseo necesario para dotarla con la capacidad de volar.

Uno mucho más poderoso de lo que jamás podría conseguir.

Brimstone no se mostraba mezquino con los
scuppies
. Le permitía rellenar su collar tantas veces como quisiera con cuentas guardadas en tazas de té desconchadas, y los recados que realizaba para él se los pagaba con
shings
de bronce. Un
shing
equivalía a un deseo mayor, y podía conseguir más que un
scuppy
—buen ejemplo de ello fueron las cejas de oruga de Svetla, así como eliminar el tatuaje de Karou y conseguir su pelo azulado—; sin embargo, nunca había caído en sus manos un deseo que pudiera realizar verdadera magia. Nunca lo conseguiría, a menos que se lo ganara, y sabía demasiado bien cómo obtenían los humanos esos deseos. Principalmente, cazando, asaltando tumbas y asesinando.

Ah, y había otra manera más: una curiosa forma de automutilación que requería unas tenazas y un profundo convencimiento.

No era como en los libros de cuentos. No había brujas disfrazadas de ancianas merodeando por los cruces de caminos y esperando recompensar a los viajeros que compartieran su comida. Los genios no salían de las lámparas, y no existían peces parlanchines que concedieran deseos a cambio de salvar su vida. Solo había un lugar en el mundo donde los seres humanos podían conseguir sus deseos: la tienda de Brimstone, y él solo aceptaba un tipo de moneda. No había que pagar oro, resolver acertijos o mostrar bondad, ni ninguna otra tontería de los cuentos de hadas, y no, tampoco se trataba de entregar el alma. Era más extraño que todo eso.

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