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Authors: José María Gironella

Tags: #Histórico, #Relato

Ha estallado la paz (46 page)

BOOK: Ha estallado la paz
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—De todos modos, no tienen ustedes personalidad jurídica, ¿verdad?

—No, no la tenemos… ¡Somos tan pocos! Al terminar la guerra quedamos tan desconectados unos de otros, que en un momento dado creí que me había quedado solo, que yo era el Opus Dei.

El señor obispo dobló el pañuelo y lo devolvió a su lugar habitual.

—La Obra de Dios… —repitió—. Conozco el reglamento…

—¿Lo conoce usted? —preguntó Agustín Lago, interesado.

—Sí, claro… Leen ustedes un pequeño libro de meditación, titulado
Camino
; no viven en comunidad; siguen ejerciendo su profesión; respetan por encima de todo la libertad personal… ¿Me he equivocado en algo?

—En nada —respondió Agustín Lago, sin poder ocultar su asombro—. El resumen es perfecto.

El señor obispo, inesperadamente, se ajustó con gracia el solideo, que se le había desplazado un poco, y mudando de expresión añadió:

—Hijo mío, yo no veo ahí más que dos peligros… Primero, el que supone no vivir en comunidad. ¡Las tentaciones son tantas! Y luego, ese respeto a la libertad personal… Me parece muy arriesgado. ¿O no lo cree usted así?

Agustín Lago no supo qué contestar. Los ojos del señor obispo se habían convertido de nuevo en dos líneas horizontales.

—No sé, Ilustrísima… Los seglares…

—¡Oh, sí, me consta que su propósito es recto! Pero en la práctica… —El doctor Gregorio Lascasas endureció, quizás involuntariamente, el tono de su voz—. No debemos olvidar que fue el propio Jesús quien dijo: «Yo soy la vid y vosotros los sarmientos».

Mil argumentos se agolparon en la mente de Agustín Lago. Titubeó un momento y por fin dijo:

—Creo, Ilustrísima, que no existe conflicto. Se puede ser sarmiento en medio del mundo. Uno de los pensamientos de Camino dice: «¡Qué grande cosa es ser un pequeño tornillo!».

El señor obispo reaccionó con simpatía y sonrió.

—Sí, ya sé. Y hay otro pensamiento que dice: «Tú y tus hermanos, unidas vuestras voluntades para cumplir la de Dios, seréis capaces de vencer todos los obstáculos».

Agustín Lago enmudeció. Sin duda el señor obispo estaba al corriente. Experimentó una mezcla de temor y de halago. Sonriendo a su vez dijo:

—Estoy dispuesto a dar testimonio de que me siento a gusto uniendo mi voluntad a la de los demás… Confío en que mi conducta merecerá la aprobación de Su Ilustrísima.

—Eso está bien. Voy a darle mi bendición para que tenga siempre presente lo que acaba de decir.

Agustín Lago se sorprendió, pues las palabras del señor obispo parecían indicar que éste daba por terminada la entrevista.

Así era, en efecto. El doctor Gregorio Lascasas se había levantado y al hacerlo su figura se agigantó increíblemente.

Agustín Lago se levantó también, con cierta rigidez, como si todavía estuviera en el ejército; y acto seguido comprendió que no le cabía más remedio que hincar la rodilla.

Así lo hizo.

El señor obispo lo bendijo y le dio a besar el anillo.

—Vaya usted con Dios, amigo mío. Sea perseverante en su maravilloso plan escolar… Y de vez en cuando, venga a verme.

El doctor Gregorio Lascasas acompañó a Agustín Lago hasta la puerta. El inspector inclinó repetidamente la cabeza y desapareció.

Mosén Iguacen brotó como por ensalmo a su lado, en uno de los pasillos.

—Enorme este palacio, ¿verdad?

—Desde luego.

—Vaya usted con Dios.

* * *

Las clases empezaron el 7 de octubre. Agustín Lago se las arregló para que todos los maestros y maestras supieran a qué atenerse. Los libros de texto a propósito, que tanto inquietaban al profesor Civil, llegaron de Madrid, algunos tirados en
cyclostyl
.

En seguida se vio que Agustín Lago acertó en su pronóstico: los colegios regentados por religiosos parecieron empeñarse en justificar los temores del Gobernador. Los frailes y las monjas lo supeditaban todo a las prácticas de piedad.

Creían que «para que los alumnos se sintieran constantemente en presencia de Dios» era preciso no distraerlos demasiado con las Matemáticas o con la Física. Contrariamente a los deseos del inspector jefe, consideraban que el estudio era secundario. Preferían que dichos alumnos fueran «santos» a que se interesaran por las asignaturas del programa.

Organizaron un sistema de presión al que resultaba difícil oponer resistencia. Los muchachos, al entrar en el aula, debían decir Ave María Purísima y al pasar lista debían contestar ¡Viva Jesús! Inmediatamente iniciaron la celebración de los primeros viernes de mes, de los siete domingos de San José y las visitas colectivas al Santísimo. Llegaron a organizar los llamados Cruzados Eucarísticos, es decir, alumnos que llevaban una cruz en el pecho y que juraron estar dispuestos, llegado el caso, a dar la vida por defender la Fe. Y los sábados cada alumno o alumna debía presentar por escrito el número de «Buenas Obras» llevadas a cabo durante la semana: comuniones, jaculatorias, pequeños sacrificios en honor de la Virgen…

En las escuelas laicas la presión era menor, si bien los maestros que habían obtenido el título en época de la República tuvieron que examinarse previamente de Religión y de Historia Sagrada, sin cuyo requisito no hubieran podido cobrar el sueldo. Sin embargo, el profesor, según fuere su talante, gozaba de mayor libertad de acción. Los había que saboteaban lindamente las consignas y que organizaban las clases a la manera tradicional, sin hacer el menor esfuerzo por relacionar la Geografía con los viajes misioneros de San Francisco Javier ni la Física y la Geología con la omnipotencia del Creador. En los pueblos tal independencia de criterio era más difícil, dado que los párrocos, bien aleccionados, ejercían una vigilancia implacable y muchos de ellos exigían el parte de los alumnos que faltaban a la misa dominical.

Agustín Lago, que recibía puntual noticia de lo que ocurría en cada caso, tuvo la evidente impresión de que se vería obligado a librar una dura batalla. Cada día, al mirarse al espejo en su habitación de la plaza de las Ollas, recordaba el consejo que en cierta ocasión le diera mosén Alberto: «No hay que llevar las cosas demasiado lejos, amigo Lago». ¡Claro que no! Pero ¿y el señor obispo…? Agustín Lago recordaba las palabras de éste: «De vez en cuando, venga a verme».

La escuela más importante de Gerona, y que en consecuencia era la que mayormente preocupaba a Agustín Lago, era el Grupo Escolar San Narciso, en el que precisamente se habían matriculado no sólo Eloy y Manuel Alvear, sino también Félix Reyes y «El Niño de Jaén». Cuarteto heterogéneo pero unido por lazos afectivos bastante sólidos, nacidos durante su convivencia veraniega en el Campamento Onésimo Redondo.

La directora del Grupo Escolar San Narciso era nada menos que Asunción, quien continuaba con sus escrúpulos y dispuesta a no exponerse de ningún modo a que «por escandalizar a un parvulillo le ataran una rueda de molino al cuello y la sumergieran en lo profundo del mar». El resto del profesorado era también declaradamente «beato», excepto un par de ex alféreces provisionales, los cuales exageraban por otro lado, por el lado del patriotismo.

Los contertulios del Café Nacional comentaban con sorna los métodos empleados en el Grupo Escolar San Narciso. Por ejemplo, para la enseñanza de la Aritmética, Asunción concibió un sistema de símbolos que se reveló plástico y original. Comparaba el número 1 con la unidad de Dios; el número 2 con las dos naturalezas de Cristo; el número 3 con las tres virtudes teologales; el número 4 con los cuatro evangelistas. Para la enseñanza de la Gramática, ordenó que en las redacciones y análisis no se emplease ningún nombre propio que no correspondiera a un personaje bíblico y que no se echase mano de ninguna cita que no figuraba en alguna Encíclica. Se produjo algún conato de indocilidad. Uno de los maestros, de edad avanzada, Torrus de apellido, al enseñar Literatura se negó rotundamente a afirmar que Campoamor profundizó más que Leopardi y que Rousseau era tonto de capirote. Asunción discutió con él, pero no hubo nada que hacer. Claro que la flamante Directora, íntima de Pilar, se resarcía con creces, sobre todo al dar clase de Historia, que era su disciplina preferida. La Historia, para Asunción —en tanto Alfonso Estrada no alegrara un poco su vida íntima— eran Mahoma, Lutero, Calvino y otros nombres igualmente heterodoxos.

Cabe decir que los alumnos, faltos de otros puntos de referencia, se adaptaron gustosos al programa, entre otros motivos porque los maestros de la plantilla eran, pese a todo, muy competentes. Por otra parte, los atraía cierta curiosidad. Las jornadas escolares podían pecar de cualquier cosa menos de monotonía. Hoy recibían la visita de la Inspectora de Falange, que era Chelo Rosselló; mañana, la del profesor de Religión, que era mosén Obiols, catedrático del Seminario, hombre de pies larguísimos y voz tronitronante; pasado mañana debían redactar la lista de «Buenos Propósitos»: propósitos de obedecer a los padres, de ser corteses con los compañeros, de renunciar voluntariamente al postre… En cualquier momento podían ser llamados para efectuar una visita colectiva a la checa de Cosme Vila o al gimnasio de los anarquistas; o a una sesión de dibujos animados en el Cine Coliseum; etcétera. Por añadidura, el maestro Torras era un experto prestidigitador y a menudo los deleitaba con sesiones de juegos de manos, cuyos trucos «El Niño de Jaén» era infaliblemente el primero en descubrir.

Naturalmente, no faltaban los consabidos alumnos rebeldes. Por ejemplo, el primogénito de Marcos y de la guapetona Adela, un muchacho inquieto llamado, no se sabía por qué, Cándido, un día le preguntó a Chelo Rosselló por qué los puntos de la Falange eran exactamente veintiséis y no treinta y dos, o cuarenta. También Félix Reyes, contento porque su madre había salido absuelta de la cárcel —lo que a él lo liberó de los comedores de Auxilio Social—, le preguntó en cierta ocasión a mosén Obiols si era cierto que Jesucristo había tenido hermanos. Pero, por regla general, imperaba una sana obediencia, excepto, claro está, a la hora del recreo, en donde todo estaba permitido, desde jugar al fútbol hasta improvisar con bastones combates de esgrima. Por cierto, que esto último no dejó de llamar la atención de los maestros del Grupo Escolar San Narciso. Los alumnos, sin que nadie los empujara en esa dirección, se inclinaban espontáneamente hacia los juegos bélicos, utilizando para ello fusiles de madera, balines, piedras o imitando onomatopéyicamente, con admirable fidelidad, los clásicos ruidos de la guerra: el de los tanques al arrastrarse; el zumbido de los aviones; el galopar de la Caballería. Asunción, pese a ser hija de militar, se extrañaba de que los muchachos no prefirieran diversiones más pacíficas, aunque comprendía que en este sentido eran víctimas del ambiente reinante y de los incesantes comentarios que oían por doquier referidos a la campaña de Polonia.

En resumidas cuentas, el Grupo Escolar San Narciso demostraba bien a las claras que Agustín Lago tenía posibilidades de salirse con la suya, aunque a muy largo plazo.

Los alumnos veían desarrollarse a la par su alma y su cuerpo —el deporte, en efecto, era mimado especialmente— y no se sentían oprimidos. Cuando a la hora de entrada se izaban en el patio las tres banderas —la Nacional, la de Falange y la del Requeté— la mayoría de ellos cantaban brazo en alto, con entusiasmo sincero, el
Cara al sol
y el
Oriamendi
.

Tal vez existiera un momento difícil: el de los periódicos exámenes de conciencia en vísperas de alguna Comunión General.

Dichos exámenes corrían a cargo de mosén Obiols y tenían lugar a media tarde, con los postigos de las ventanas de la clase entornados, para facilitar la debida concentración interior. Mosén Obiols subía al estrado e iba dejando caer sobre las cabezas de los alumnos los diez mandamientos, guardando después de cada uno de ellos unos segundos de silencio para dar tiempo a la reflexión.

La práctica demostró que algunos chicos se torturaban en demasía preguntándose a sí mismos si «amaban a Dios sobre todas las cosas» —si lo amaban más, por ejemplo, que a sus padres—; si habían jurado en vano su Santo Nombre; o si habían calumniado al prójimo. Especialmente creaba un clima de incomodidad el sexto mandamiento.

«¿Habéis cometido actos impuros?», preguntaba mosén Obiols. Los alumnos no acababan de comprender exactamente. Eloy se preguntaba si el sacerdote se refería a «aquello» que casi todos hacían solitariamente, entre los árboles, en el Campamento de San Feliu de Guixols; o a los sueños nocturnos; o al deseo que a veces sentía él, en el piso de la Rambla, de que Pilar saliera de su cuarto vistiendo el camisón de dormir…

Menos mal que los mandamientos eran sólo diez y que al final mosén Obiols desaparecía rápidamente y Asunción se llevaba a todo el Grupo Escolar a confesarse.

Porque, en la iglesia la espera era larga, debido a la cola que se formaba, y ello aquietaba los ánimos. A uno le daban ganas de pellizcar al vecino. El otro simulaba volverle a pasar al compañero agua bendita, como habían hecho al entrar. El otro de pronto encogía los hombros, pensando en que el quinto mandamiento, el «no matarás», rezaba más bien para la gente mayor, que había hecho la guerra; una guerra no de embuste como las que ellos organizaban en el patio a la hora del recreo.

En cambio, lo que encantaba a todos, sin distinción, eran las excursiones que tenían lugar los jueves por la tarde y, a veces, los domingos.

—¡Mañana subimos a las Pedreras!

—¡El próximo domingo, a la ermita de los Ángeles!

Los alumnos cabrioleaban toda la tarde felices por las colinas y los oteros, tirándose piedras y contemplando a Gerona abajo en el llano, envuelta en una neblina de color reciamente
autumnal
.

Excursión singular fue la organizada el día 21, segundo aniversario del hundimiento del frente «rojo» del Norte, al litoral, a San Antonio de Calonge. ¡Ay, el pasmo del pequeño Manuel al ver el mar! Por fin se hizo realidad su sueño, tantas veces acariciado en el Atlas que se trajo de Burgos. Manuel Alvear, al descubrir desde un recodo de la carretera la inmensidad azul, se incorporó en su asiento del vehículo y se tapó la boca con las manos. Cándido, a su lado, le dijo: «¡No hay para tanto muchacho!». Pero Manuel no acertaba a hablar. ¡La Costa Brava! No comprendió que su hermana, Paz, pusiera en entredicho la grandeza de la región gerundense. Y cuando los autocares se detuvieron y todos los alumnos irrumpieron como pequeños salvajes en la playa, él permaneció clavado en la arena, sin atreverse a acercarse al agua: tanto era el respeto que ésta le inspiró.

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