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Authors: José María Gironella

Tags: #Histórico, #Relato

Ha estallado la paz (85 page)

BOOK: Ha estallado la paz
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La ceremonia concluyó. ¡Con qué rapidez sucedían las cosas eternas…! Allá quedaban, unidos para siempre, César y tía Conchi. Sí, el maridaje era extraño, insólito.

La vida —y la muerte— realizaban carambolas de fantasía.

En dos coches volvieron los hombres a la ciudad. En la calle de la Barca, los que no pertenecían a la familia se dispersaron. Los demás se reunieron en el húmedo piso de Paz. Pachín subió también… por vez primera. Faltaban sillas, de modo que el futbolista se situó al lado de la chica y le puso la mano en el hombro, como protegiéndola. De pronto, un tanto cohibido, se despidió de todo el mundo y se fue.

Nadie sabía qué decir. La expresión de Paz, vestida también de negro, era indefinible. Una mezcla furiosa de rabia y de dolor. De vez en cuando decía: «Esto es absurdo… La vida es absurda…» Carmen Elgazu no se atrevía a proponer que se rezara en voz alta el rosario.

Pilar, viendo a su prima enlutada y sin pintar, sintió pena por ella. La vio… huérfana, sobre todo a partir del momento en que Pachín se despidió. Su sangre tuvo una noble reacción y se ofreció para prepararle a Paz una taza de café. Paz miró sorprendida a Pilar y le dijo: «Sí, gracias, me sentará bien…»

Matías e Ignacio hubieran querido consolar a Manuel; pero de ello se encargaba Eloy, sentado a su lado, quieto, con las manos sobre las rodillas. Por otro lado, Manuel parecía como hipnotizado. Sin duda reflexionaba profundamente. El traje, teñido de prisa, se le había empequeñecido y le daba un aspecto que en otras circunstancias hubiera sido risible.

De repente se oyó como un gemido, proveniente del cuarto que había ocupado tía Conchi. Allí estaba el gato. Gol, acurrucado. Ignacio fue por él y se lo entregó a Paz, que tomó en sus manos al pequeño animal y lo sentó en su falda, acariciándolo.

Se hizo de nuevo el silencio. Y todo el mundo miraba a Gol, como si fuera el verdadero protagonista de la tragedia.

Capítulo XLVII

Los temores de Ana María y de Ignacio se revelaron bien fundados: el padre de la muchacha se opuso a las relaciones de ésta con Ignacio. Don Rosendo Sarró, fundador de Sarró y Compañía, ex cautivo, hombre «de grandes apetencias» y «que hacía continuos viajes a Madrid», aspiraba a que su hija se casara con un hombre adinerado, a ser posible de Barcelona y de su misma condición social.

Hacía ya algún tiempo que don Rosendo Sarró husmeaba que Ana María tenía «su» secreto; pero no había prestado al asunto la atención debida. Finalmente, la muchacha, a raíz de la carta de Ignacio, le confesó a su madre sus amores «con un muchacho residente en Gerona, pasante de abogado e hijo de un funcionario de Telégrafos». «Por favor, mamá, ayúdame… No se trata de un capricho; mi decisión es firme».

A los dos días el padre oyó la noticia de labios de la mujer. Don Rosendo Sarró reaccionó de acuerdo con su idiosincrasia, que le aconsejaba no tomar ninguna resolución sin antes tener en la mano todos los datos pertinentes. En este caso nada iba a resultarle más fácil, puesto que su amigo y colaborador Gaspar Ley estaba en Gerona.

Le pidió a éste un informe completo sobre Ignacio; y el informe de Gaspar Ley fue ecuánime… y determinante. «Conozco personalmente a Ignacio. Muchacho inteligente, sano. Algo inestable y confuso… Pero brillante y bien dotado para su profesión. Bien relacionado. Ambicioso. Puede asegurársele un porvenir holgado, pero, por supuesto, siempre dentro de los límites de la clase media».

Aquello le bastó a don Rosendo Sarró. Su sentencia fue: no.

Un no tan rotundo como la voz de mosén Obiols, catedrático del Seminario.

Llamó a Ana María. A lo primero intentó disuadirla por las buenas; pero ante la insistencia de su hija, don Rosendo Sarró, que no estaba acostumbrado a perder, se decidió a cortar por lo sano.

—Está bien. Te prohíbo que prolongues este asunto un día más. Escribe a ese muchacho despidiéndolo y se acabó. Dale cualquier excusa. Dile que te vas a vivir al Japón o algo así…

Ana María le contestó, con serenidad casi majestuosa:

—Eso no arreglaría nada, papá. Si me fuera al Japón, Ignacio continuaría queriéndome lo mismo. Y yo también a él.

Don Rosendo Sarró rozó la apoplejía.

—Ya conoces mi criterio. Busca una solución. ¡Que no me entere yo de que no me has hecho caso…! Por de pronto, te vendrás conmigo de viaje. He de estar en Málaga hasta después de Reyes. Me acompañaréis tu madre y tú.

Ana María, que conocía a su padre como si fuese su propia piel, comprendió desde el primer momento que lo que éste procuraría sería impedir que Ignacio fuera a Barcelona a verla. ¡Un viaje a Málaga! Precisamente Ignacio había nacido allí… La muchacha sonrió por dentro… e incluso encendió un pitillo, cosa que su padre le tenía también prohibido.

—Papá, imagino lo que pretendes y te anticipo que será inútil. Esperaré lo que haga falta, pero nada me hará cambiar de opinión. Iré contigo, de acuerdo. Pero esto no solucionará nada. A la vuelta llamaré a Ignacio y volveré a verle.

Don Rosendo Sarró se le acercó como dispuesto a pegarle una bofetada; pero la actitud de su hija era tan digna, que no se atrevió. Ana María aprovechó el momento para añadir, sin moverse de su asiento:

—Lamento contrariarte, papá. Comprendo que Ignacio no es el hombre que querrías para mí; pero estoy decidida. ¿Por qué no te haces cargo de que el que tú elegirías no lo soportaría yo ni cinco minutos? —Ana María, dulcificando el tono de su voz, agregó—: Por favor, querría que comprendieras una cosa: no busco el dinero, sino la felicidad.

El problema era arduo. El fundador de Sarró y Compañía se quedó desconcertado.

Se había acostumbrado tanto a creer que el dinero y el poder eran la clave de la existencia, que no comprendía que alguien, y menos su propia hija, pudiera sostener otro criterio. «¡No busco el dinero sino la felicidad!». ¿A qué venía esa monserga? Con dinero él había conseguido recuperar por completo su salud, algo mermada a raíz de su estancia en la Cárcel Modelo. Con dinero había sepultado la personalidad de su esposa y se había agenciado un sinnúmero de amistades. A veces le parecía que con dinero había logrado incluso crecer un poco en los últimos tiempos… Sí, en Madrid, en el Hotel Palace, que era su centro de operaciones, se sentía alto, cada vez más alto, y los incontables servidores que salían a su encuentro se le antojaban pigmeos que brotaban de las alfombras. ¿Cómo podía ocurrírsele a su hija, que tenía prestancia, gracia y naturalidad, renunciar a todo esto y encandilarse por ese «tal Ignacio», que al parecer fumaba tabaco negro, que solía llevar sucios los zapatos… y que ahora se dedicaba a defender pleitos de tres al cuarto? ¡Ah, no! Si era preciso adoptaría procedimientos expeditivos.

Don Rosendo Sarró fingió no haber oído lo último que le había dicho su hija.

—Andando… —le ordenó—. Puedes preparar las maletas.

Málaga, 23 de diciembre de 1940.

Querido Ignacio: Tal como te dije por teléfono, salimos anteayer de Barcelona… Y ya estamos aquí. No podremos vernos en estas fiestas como habíamos planeado, pero nos veremos a la vuelta, que calculo que será por el 10 de enero.

Me paso el día pensando en ti. Escríbeme en seguida a Lista de Correos, dándome las señas exactas de la casa en que naciste. Pienso ir allá para ver la calle, los balcones y para pasarme las horas sentada en el portal…

No te apures, Ignacio. No me echaré atrás. Te quiero. Te quiero con toda mi alma y nadie ni nada podrá oponerse a lo nuestro. Mi padre vive en el limbo, obsesionado por el dinero. No sabe hablar más que de eso; y mamá, escuchándolo… y comprándose joyas y elefantes de marfil. Parece que le va a dar por ahí, por coleccionar elefantes de marfil. ¿Te imaginas?

En cambio, lo que yo quiero es amor. Mi propio padre me sirve de ejemplo. No está tranquilo un momento, siempre pendiente de la Bolsa, de las noticias de la oficina, de los telegramas. En casa —y aquí, en el hotel, lo mismo— se pasea como un oso enjaulado. Es curioso observarlo. Se pasea con los brazos a la espalda y midiendo los mosaicos, como si continuara estando en la Cárcel Modelo.

Te quiero, Ignacio; pero has de saber que tendremos que luchar.

Por eso, escucha lo que voy a decirte: no te fíes demasiado de Gaspar Ley. Ha cambiado mucho. No es el mismo que cuando la guerra. Papá le ha dado a ganar mucho dinero, porque por lo visto se está haciendo también el amo del Banco Arús. Anoche nos dio la tabarra con eso. ¡Mi padre, el amo del Banco Arús! ¿No es gracioso? Unos años antes, y tú hubieras sido el botones de mi padre…

En cambio, puedes fiarte de la mujer de Gaspar, de Charo. Charo está de nuestra parte. Es mujer y me comprende. Además, tiene su propia experiencia… ¡Antes era feliz con Gaspar! Y ahora viven separados, como sabes. Gaspar le dice que «no encuentra piso» en Gerona. ¿Te das cuenta?

La carta que me escribiste antes de marcharme era preciosa. ¡Cuánto me gustó que, mientras la redactabas, casi te quemaras los dedos con la colilla…! Vuelve a escribirme.

¡Todos los días! Necesito saber si tu cariño aumenta o no. El mío, sí.

Y seguirá aumentando por minutos. El mío no es anécdota; es categoría.

Te incluyo la fotografía que me pedías. ¿Te gusta…? Estoy muy fea… pero soy yo.

Porque, ¿verdad que soy muy fea?

Me preguntabas si estudiaba inglés. Sí, y avanzo mucho. El día que nos casemos sabré perfectamente decir yes.

¡Claro que me hubiera gustado asistir a la boda de Pilar! Y espero como tú que sean felices… a pesar de la política. Entre tú y yo no existirá ese problema, ¿verdad?

Me encanta que le dedicaras un disco a tu padre… Por cierto ¿le has dicho algo?

Supongo que en tu casa no ocurrirá lo que ha ocurrido en la mía…

Pero te repito que no te preocupes. Todo se arreglará.

A mi regreso, pide permiso y vente a Barcelona… ¡El café del Frontón nos está esperando!

Entretanto, recibe un beso muy fuerte. Un beso de esos que le obligan a una a ir luego a confesarse…

Tuya, CASCABEL.

Ignacio contestó inmediatamente a Ana María, a Lista de Correos. Sin embargo, estaba irritado. ¡Por los clavos de Cristo! ¿Por qué había de ocurrirle siempre lo mismo? ¿Por qué no conseguiría sostener un noviazgo normal?

Su primer impulso le aconsejó ir al Banco Arús y cantarle las cuarenta a ese Gaspar Ley, que por lo visto jugaba con dos barajas, pues siempre que se encontraba con él se mostraba de lo más amable. Pero desistió. ¿Qué adelantaría con ello? Gaspar Ley estaba a sueldo del importante señor Sarró.

Ahora bien, no dejó de hacerse mientras las consabidas reflexiones. Pese a los juramentos de Ana María, ¿no surgirían luego dificultades? ¿Se avendría Ana María a vivir en Gerona, modestamente? ¿Y si le salía de la entraña —Freud diría, del «inconsciente»— el espíritu de casta de que él había hablado con Esther? Recordó las palabras de Pilar: «Una monada barcelonesa de la buena sociedad… ¡Ah, claro, el muchacho tiene aspiraciones!».

Ignacio, de pronto, se horrorizó. Le horrorizó su posible papel de «pariente pobre».

Pariente sin balandro, sin coche, sin elefantes de marfil…

El muchacho, mientras esperaba el regreso de Ana María, pasó unos días que no se los deseaba a nadie. Por si fuera poco había visto varias veces a Marta en compañía del alférez Montero, el de los tiros de gracia. ¿Por qué había sentido… celos? ¿Por qué? La última vez los estuvo espiando porque le pareció que Montero la cogía del brazo, lo que no resultó cierto. ¿Qué podía importarle? He ahí un fenómeno declaradamente idiota.

Como siempre que sufría una crisis. Ignacio pensó en Adela… Adela, pasión y carne, palabras susurrantes al oído. Experimentó la imperiosa necesidad de verla, de desahogarse con ella sin pérdida de tiempo. Pero resultó que cuando la llamó por teléfono… recibió otro mazazo. Adela le dijo que no podía recibirlo, que tenia miedo, qué se había dado cuenta de que Marcos sospechaba algo. «No precisamente de ti. Pero sospecha algo…» «Tendremos que buscar otro sitio para vernos. Aquí, en casa, no podrá ser».

Ignacio se quedó de una pieza.

—¿Otro sitio? ¿Dónde?

Adela contestó:

—Perdona… No podemos hablar de eso en este momento. He de colgar…

Se oyó «croc» e Ignacio se quedó con el auricular en la mano, con aire estúpido.

Ahora que todo había pasado recordaba la escena como si fuera hoy. Salió de la cabina telefónica más confuso que antes. Sentóse en el Café Nacional y le pidió a Ramón, el camarero, una copa de coñac. Paseó la vista por los espejos, en el fondo de los cuales asomaba siempre el sombrerito irónico de Julio García. Y los brazaletes de doña Amparo Campo.

Le invadió un tedio mortal. Como si se le hubiera hundido el mundo. Como si todo le saliera al revés.

Entonces se abrió la puerta… y entró en el café
Cacerola
, su amigo. ¡El bueno de
Cacerola
, que bien se merecía una sonrisa y una palmada en el hombro!

Cacerola
, al ver a Ignacio, elevó con júbilo las cejas y se le acercó. Le pidió permiso para sentarse a su mesa. Y apenas lo hizo miró detenidamente a Ignacio y le dijo:

—¿Qué te ocurre, muchacho? Tienes mala cara…

—¿Tú crees?

Cacerola
se rió.
Cacerola
cuando se encontraba con alguien a quien quería, se reía por cualquier cosa.

—Ya sé lo que te ocurre: te pasas la vida encerrado. Ya no te acuerdas de la montaña. ¡A que no te vas nunca de excursión! ¿Lo ves? Echas de menos el aire puro que respirábamos allá arriba…

Ignacio asentía con la cabeza.

—Es posible…

—¿Posible?… ¡Seguro! Oye… ¿Por qué no salimos juntos algún domingo? A La Molina, a esquiar… Como en aquellos tiempos de Panticosa…

Esquiar… La montaña… ¿Dónde quedaba eso? El mismo consejo que le daba Moncho cada vez que le escribía.

—Quizá tengas razón,
Cacerola
. Algún día saldremos… Sí, algún día te llamaré.

—No te olvides, Ignacio. Llámame a Fiscalía. A primera hora de la mañana me encuentras allí seguro.

¡Uf, qué días había pasado! Pero por fin regresó Ana María. El doce de enero, dos días más tarde de lo previsto. Y los dos enamorados se vieron, como siempre, en el café del Frontón Chiqui y los embargó la dicha más completa. «Es bonito luchar ¿no te parece?». «Sí, de este modo las cosas se saborean más». Al fondo del café habían puesto un billar y las bolas se deslizaban por el tapete verde como en Málaga la mirada de Ana María se había deslizado por la fachada de la casa en que Ignacio nació.

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