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Authors: José María Gironella

Tags: #Histórico, #Relato

Ha estallado la paz

 

Después de
Los cipreses creen en Dios
(época anterior a la guerra) y de
Un millón de muertos
(época de la guerra), José María Gironella en
Ha estallado la paz
trata de la posguerra. La familia Alvear sigue siendo el núcleo de la acción del libro y Gerona vuelve a ser la ciudad protagonista. Finalizada la contienda todos los personajes retornan a sus hogares, excepto los exilados, que se reparten a voleo por el mundo…

La obra abarca los años inmediatamente posteriores a la guerra, con una mezcla de dramatismo, de poesía y de ironía que subyuga desde los primeros capítulos. El clima de aquellos tiempos aparece recreado con singular maestría, de tal modo que para el lector de edad madura constituye la ordenación de sus recuerdos, y para el lector joven un descubrimiento impresionante. En
Ha estallado la paz
Gironella alcanza su momento cumbre de novelista nato, gran narrador que consigue fundir la historia con la ficción novelesca.

José María Gironella

Ha estallado la paz

Tetralogía de la Guerra Civil - 3

ePUB v1.0

EfeJota
10.08.12

Título original:
Ha estallado la paz

© José María Gironella, 1966

Editor original: EfeJota (v1.0)

ePub base v2.0

Al doctor Adolfo Ley y a su esposa, Sólita,

con mi cariño y mi gratitud.

Prólogo

Después de
LOS CIPRESES CREEN EN DIOS
(época de anteguerra) y de
UN MILLÓN DE MUERTOS
(época de la guerra), ofrezco hoy al lector
HA ESTALLADO LA PAZ
(época de posguerra).

Sin embargo, este libro no va a cerrar el ciclo. Es decir, la obra que concebí, centrada en nuestro drama nacional, no será trilogía como fue anunciado. Habida cuenta de que la etapa histórico-política iniciada en 1939 no ha concluido todavía, de que muchas de sus circunstancias perduran básicamente, he decidido dedicar a la posguerra unos cuantos volúmenes. No me pareció válido, en ningún aspecto, finalizar mi retablo un año cualquiera: 1945, 1950, 1958… Tampoco era factible abarcar en un solo volumen tan largo período. Así que opté por fragmentarlo y por escribir una suerte de Episodios Nacionales, que podrían terminar el día en que se produzca la sucesión en la Jefatura del Estado.

El presente volumen, pues, abarca tan sólo la inmediata posguerra. El próximo alcanzará, más o menos, hasta el término de la II Guerra Mundial. Y así sucesivamente.

HA ESTALLADO LA PAZ
discurre casi por entero en Gerona, excepto los retazos en que se habla de los exilados. Los personajes vuelven a sus hogares y la familia Alvear y sus amigos —los antiguos y los nuevos— vuelven a protagonizar la novela. Es el retorno a la intimidad, después de la inevitable dispersión de escenarios a que me obligaron los avatares de la contienda, que dividió a España en dos zonas, la descripción de las cuales hube de simultanear en
UN MILLÓN DE MUERTOS
.

Como siempre, he quemado mis pestañas en el intento de narrar fiel e imparcialmente lo acontecido, aun a sabiendas de que en todo relato subyace de modo inexorable la interpretación personal. Y, también como siempre, mi propósito más firme ha sido escribir un libro de ficción y no un ensayo historicista. Los hechos, el Boletín Oficial del Estado, los discursos, etcétera, me sirven de melodía de fondo nada más. Los utilizo como plataforma o trampolín para, por encima de ellos, seguir analizando «las virtudes y los defectos de nuestra raza».

El ritmo de la obra, por tanto, vuelve a parecerse al de
LOS CIPRESES CREEN EN DIOS
. Estimo que cada tema requiere su fórmula específica de expresión. No es lo mismo describir batallas con tanques que conflictos familiares o individuales. No es lo mismo la paz que la guerra. No es lo mismo hablar de Líster o del Campesino que del «Niño de Jaén», fascinado por el baile flamenco o de Agustín Lago, Inspector Jefe de Enseñanza Primaria y miembro del Opus Dei.

Ignacio Alvear sigue con sus dudas, con sus forcejeos en busca de una verdad que lo satisfaga… ¡Qué le vamos a hacer! ¿No es la duda uno de los signos de la época actual? ¿Y no soy yo un hombre de mi tiempo?

Mi gratitud a los autores de los libros que he consultado. Mi gratitud a los periódicos, incomparable fuente de información. Mi gratitud a las muchas personas que me han dicho: «A mí me ocurrió esto». «A mí, esto». Mi gratitud a cuantos lectores van siguiendo ese difícil peregrinar de mi pluma a lo largo y a lo ancho de la fascinante problemática de mi Patria.

JOSÉ MARÍA GIRONELLA

Barcelona, abril de 1966.

Para aproximarse a la libertad, a la felicidad,

no basta con cambiar los sistemas;

hay que cambiar los ánimos y los corazones de los hombres,

de los gobernantes y de los gobernados,

de los poderosos y de los súbditos,

de los que mandan y de los que han de obedecer.

PAPINI

PRIMERA PARTE

Del 1 de abril al 1 de septiembre de 1939

Capítulo Primero

Día 1 de abril de 1939. «La guerra ha terminado». La guerra había durado exactamente treinta y dos meses y once días. El panorama de España era desolador.

Imposible precisar el número total de víctimas habidas en los frentes y en la retaguardia.

Tampoco podía conjeturarse las que ocasionaría en lo sucesivo la represión iniciada por los vencedores —«¡esto clama al cielo!», seguía gritando mosén Alberto— ni la gente que moriría por haber contraído alguna enfermedad. Según cálculos del doctor Rosselló cabía presumir que, sólo de tuberculosis, sobre todo en la España que fue «roja», sucumbirían, a consecuencia del hambre sufrida, muchos millares de personas. ¡Oh, sí, la guerra era una amputación! Amputación de cuerpos y de almas. En efecto, el número de almas muertas en la vorágine era también muy elevado. Las de los que fueron asesinos. Las de quienes andaban repitiendo una y otra vez: «ni olvidaremos ni perdonaremos». España, de punta a cabo, de Galicia a Cataluña, de Bilbao a Tarifa, se había convertido en una inmensa fosa, sobre la que el cardenal Gomá podía trazar una definitiva cruz.

Materialmente, el desastre era también incalculable. Aparte la expoliación de las reservas de España y las deudas que satisfacer a Alemania e Italia, el país había quedado convertido en solar y se tardaría mucho tiempo en restablecer los medios de comunicación. Los trenes, despanzurrados; las carreteras, intransitables; los puentes, hundidos. Franco parecía dispuesto a adoptar como se adopta a un hijo, como los Alvear habían adoptado a Eloy, una lista de ciudades y pueblos que habían sido borrados del mapa, con la promesa de reconstruirlos «alegres y sonrientes»: Madrid, Brunete, Belchite, y tantos y tantos. Ahora bien ¿con qué medios se llevaría a cabo eso? El periodista Bolen había dicho: «los españoles tendrán que apretarse el cinturón». Pero es que, además, faltarían los técnicos y la mano de obra especializada. No es que hubieran sucumbido, como pretendía Mateo, «los mejores», pues la muerte es mil veces ciega; pero sin duda habían caído en su garra gran cantidad de hombres maduros, forjados en el duro vivir y que según el profesor Civil constituían la médula de la sociedad. Los «rojos» se habían ocupado de suprimir, en su zona, a la clase burguesa y dirigente; los «nacionales» habían hecho lo propio en la suya con un amplio sector de la masa trabajadora, o la habían encarcelado u obligado a exiliarse, a repartirse a voleo por el mundo. Faltarían, por lo tanto, médicos, abogados, ingenieros, mecánicos, carpinteros, electricistas y también muchos campesinos. La situación sería difícilmente remontable.

Tal vez se produjera el milagro. Tal vez la palabra paz, la certeza de que ya no aparecerían en el cielo aviones de muerte y de que las armas de tierra habían también enmudecido, empujara a las familias a arrimar el hombro, a trabajar con redoblado esfuerzo, obedientes a una ley de compensación similar a la que después de las guerras ocasiona un automático aumento de la natalidad. Pero ello no era seguro, ni mucho menos. ¿Quién garantizaba que la hecatombe habría modificado el temperamento de la raza? Numerosos teorizantes afirmaban que sí, que España, liberada del acné político, que atávicamente le intoxicaba la sangre, y canalizada con mano firme en una sola dirección, rendiría el ciento por uno y resucitaría con vigor inesperado. Esos tales argumentaban: «Ahora, en vez de perder el tiempo en los locales de los Partidos y en las huelgas, la gente trabajará. Por lo demás, las mujeres querrán vivir mejor, normalizar definitivamente su hogar e impulsarán a los hombres a rendir el máximo. Y con tantos huecos como se han producido, oportunidades no faltarán…» por el contrario, los teorizantes pesimistas preguntaban: «¿De qué rendimiento estamos hablando, si puede saberse? Las familias han quedado diezmadas o divididas por odios que durarán dos o tres generaciones. La juventud ha quedado truncada, marcada para siempre. Durante años España será un país de vagabundos, de hombres que se dedicarán al pillaje, a tomar el sol y a pecar contra el sexto mandamiento».

Se vislumbraba, ¡a qué dudarlo!, un punto de luz en el horizonte. El que había empujado a los gerundenses a reunirse en la Catedral para cantar el
Te Deum
. El que había decidido a los Alvear a entregar al Tesoro Nacional nada menos que la cadena y la medalla que Ignacio rescató del cadáver de César. Cierto, por encima de la catástrofe, de las divisiones y de los recuerdos horribles, se había producido un singular contagio de entusiasmo, que alcanzaba incluso, tal vez en razón del cansancio, a seres que habían militado en el bando de los vencidos. Las palabras Religión y Patria, que durante la contienda habían saltado de monte en monte y se habían arrastrado por las vaguadas, no parecían tan desprovistas de contenido o tan faltas de garantía de continuidad como hubieran podido sospechar los componentes de la Logia Ovidio. Era preciso evocar la figura del doctor Relken cuando le dijo a Julio García, en el Hotel Majestic: «El enemigo ha conseguido la unidad». Unidad cimentada sobre dos pilares: Dios y España.

Unidad de millones de españoles que creían que Dios amaba a España con amor de predilección, de lo cual era prueba concluyente la victoria alcanzada por quienes combatieron enarbolando a la par la bandera nacional y el crucifijo.

Este contagio, perceptible en las calles de las urbes y en las más remotas aldeas, se veía afianzado por la conciencia de haber prestado, con dicha victoria, un servicio inapreciable a la civilización occidental. Espíritu mesiánico, subrayado con la sangre de tantos y tantos mártires como Laura, como mosén Francisco, como el anónimo falangista Octavio. Mesianismo contra la Rusia Soviética primero, y luego contra las «podridas democracias» de que hablaba «La Voz de Alerta» cada día en el periódico. La antigua Iberia, como en tantas otras ocasiones de su historia, «había hecho sonar sus trompetas contra el lejano invasor asiático y contra la cercana herejía». La antigua Iberia había gritado: «¡basta!». Y ahora el mundo tendría que agradecérselo, a la corta o a la larga. Porque una cosa no ofrecía la menor duda: de haber ganado los «rojos», España se hubiera convertido en la cabeza de puente de Stalin en el Oeste, haciendo tambalear toda la zona geográfica adscrita al cristianismo.

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