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Authors: José María Gironella

Tags: #Histórico, #Relato

Ha estallado la paz (80 page)

BOOK: Ha estallado la paz
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Los comentarios fueron favorabilísimos, entusiastas. «Esto es magnífico. Cosas así son las que hay que hacer». El profesor Civil se vio obligado a admitir por una vez que «los chismes técnicos» podían también ser utilizados en forma poética. Los no abonados debían pagar una peseta por cada solicitud. Por descontado, Eloy se gastó una peseta y le dedicó a Carmen Elgazu un tango de Carlos Gardel, que era la música que a ella más le gustaba. También Pablito gastó «su» peseta, dedicándole a Gracia Andújar el Ave María, de Schubert. Pero Gracia Andújar estaba tan ocupada que no escuchaba nunca la radio, y ni siquiera se enteró.

En cuanto a las bodas, ocurrió que «La Voz de Alerta» no quiso perder tiempo. Las cartas que recibió de Carlota demostraron que ésta poseía una rara penetración intelectual, y además su grafía era «de colegio de pago». Sin contar con la calidad del papel, agradable a la vista y al tacto. Fuera de eso, «La Voz de Alerta», de cara al invierno, le temía más que nunca al vacío de su piso.

Total: hizo un par de viajes a Barcelona. Carlota aceptó la propuesta, efectuóse en regla la petición de mano y los condes de Rubí dieron su beneplácito.

Fue una boda —
Amanecer
la llamó «ceremonia de enlace»— por todo lo alto, aunque sin banquete, en homenaje póstumo a Laura.

Se celebró en la Catedral, y ofició y bendijo a los contrayentes el obispo en persona, doctor Gregorio Lascasas, quien en la plática de rigor hizo un canto a la familia numerosa, canto que su amigo «La Voz de Alerta», que pronto cumpliría los cincuenta años, estimó un tanto optimista. Lo mismo Carlota que su familia impresionaron vivamente a los asistentes al acto y a los mirones que se congregaron en la puerta del templo. Se veía a la legua que los condes de Rubí pertenecían a la aristocracia catalana.

Una distinción basada en la sobriedad. Pocas joyas, pero de gran valor. Las modistillas, que esperaban a la salida, y también algunos empleados del Ayuntamiento, se quedaron un tanto decepcionados. Esperaban más boato, más collares y brillantes más gordos. Los concejales le regalaron al alcalde una radiogramola último modelo.

El viaje de novios fue ideal. Carlota, que tenía «espíritu de casta» y que amaba a Cataluña con toda su alma, sugirió un primer itinerario que fue aceptado por «La Voz de Alerta» sin rechistar: visitar Montserrat, Poblet y Santas Creus. Los tres monasterios despertaron en la pareja sentimientos a la vez religiosos y telúricos. En Poblet se encontraron con que precisamente se había hecho cargo oficialmente del monasterio, muy abandonado, la Orden del Cister, después de ciento cinco años de ausencia. La geología de Montserrat les pareció a ambos una vez más un milagro de la naturaleza y obsequiaron a la Moreneta, Patrona de Cataluña, con una lámpara votiva. En Santas Creus, Carlota, que físicamente era muy raquítica, pero cuya natural viveza proporcionaba frecuentes sorpresas, se emocionó del tal suerte que se puso a recitar por lo bajo unos versos de Antonio Machado, de quien dijo que merecería ser poeta catalán.

La segunda parte del itinerario del viaje nupcial fue sugerido por «La Voz de Alerta».

«La Voz de Alerta» hubiera querido ir a Italia, en recuerdo de su huida de la zona roja, para visitar Roma y Florencia y convencerse a sí mismo de que en efecto debería haber nacido en la época del Renacimiento; pero las circunstancias bélicas le hicieron desistir.

Decidió, pues, ir a Dacharinea, por donde en 1936 entró en la España Nacional, y luego a San Sebastián y Pamplona, en cuyas ciudades, durante la guerra, había exhibido con ostentación su boina roja.

Carlota se enamoró de San Sebastián. Pillaron un par de días de mar embravecido, y el espectáculo la fascinó. «La Voz de Alerta» no cesó de bromear sobre «las damas enfermeras» con que había alternado durante su estancia allí, y Carlota se mostró celosa… y enamorada. Sí, «La Voz de Alerta» pudo gozar del placer que significaba haber despertado un gran amor. Por lo visto, en el enclenque cuerpo de Carlota cabía mucha pasión. Carecía de experiencia, pero ello añadía encanto a la circunstancia. «El obispo tiene razón, querido. Hemos de tener muchos hijos…» «La Voz de Alerta», en los momentos de exaltación, en los momentos en que se parecía al Cantábrico indómito que la pareja oía bramar desde la habitación del hotel, le daba la razón; una vez calmado, pensaba para sí que con tener un solo hijo le bastaría.

En Pamplona fue la apoteosis… porque en Pamplona estaba don Anselmo Ichaso, quien previamente les había enviado a Gerona, como regalo de boda, la cubertería de plata.

—¡Don Anselmo!

—¡Mi querido amigo!

Don Anselmo continuaba dirigiendo
El Pensamiento Navarro
y exhibiendo su barriga de siempre. No había cambiado apenas; por el contrario, su hijo Javier Ichaso, el de una sola pierna y los ojos obsesionados, excesivamente juntos, había envejecido, aunque se mostró más charlatán, más alegre.

Nada podía encantar tanto a don Anselmo como que «La Voz de Alerta» se hubiera casado con una condesa aunque fuera catalana. Navarra entera se puso a los pies de los novios; Navarra… y sus trenes eléctricos, en miniatura, que arrancaron de Carlota chillidos de admiración.

Hablaron largamente… Don Anselmo Ichaso deseaba que se efectuase cuanto antes la restauración monárquica en España. «Es la salida natural… —dijo—. Un día u otro ha de llegar». Refiriéndose a Alfonso XIII, que continuaba en Roma, les aseguró que, según informes, pronto iba a abdicar a favor de su hijo don Juan. «Por cierto —explicó don Anselmo— que durante la guerra don Juan entró en España bajo el nombre de Juan López, encasquetóse una boina de requeté y quiso salir para el frente. Y yo sin enterarme… Pero ocurrió que en Aranda de Duero fue reconocido y el general Mola, que no quería líos políticos, lo mandó detener y lo devolvió a la frontera».

—¿Cree usted de verdad que es presumible la restauración monárquica? —le preguntó Carlos a don Anselmo.

—Depende de dos circunstancias —contestó éste, con su característica seguridad—. De la marcha de la guerra actual… y de si conseguimos el apoyo de unos cuantos generales…

A continuación don Anselmo le contó a «La Voz de Alerta» que los negocios de construcción en que andaba metido —«ya sabe usted, mi querido amigo, que lo mío es eso: construir»— estaban cobrando gran auge. Acababa de fundar una Sociedad, Duarte y Compañía, a la que habían sido confiados los grandes proyectos de ampliación urbana de Pamplona. Aunque su objetivo principal era optar a la subasta para la adjudicación de la gigantesca obra iniciada por el Caudillo: el Valle de los Caídos… «Ya saben ustedes a qué me refiero, ¿verdad? Ahí, en el Guadarrama… Eso sería, para Duarte y Compañía, un golpe muy fuerte. Y personalmente me sentiría muy orgulloso de contribuir a una empresa patriótica de tanto alcance».

—Por lo demás —don Anselmo cambió el tono de la voz—, los huesos de mi hijo Germán, muerto en el frente, podrían reposar allí…

Javier Ichaso, el hijo que le quedaba a don Anselmo, acompañó en coche a la pareja hasta Javier, para visitar el Castillo.

—Cuando me case —les dijo—, les prometo devolverles la visita: iré a Gerona a verlos…

—Contamos con ello —respondió Carlota—. Recorreremos los monumentos románicos que tenemos allí.

Todo perfecto. «La Voz de Alerta» y Carlota, a su vuelta a Gerona, se encontraron con el piso hecho un primor. Montse, la criada, había trabajado lo suyo. Durante la ausencia de los «señores» se había recibido un último obsequio, que emocionó a «La Voz de Alerta»: un bastón de madera de boj, con las iniciales de los contrayentes, bastón tallado y pulido, a lo largo de muchas horas, por los ancianos del Asilo, que seguían siendo los grandes protegidos del alcalde.

Carlota, al penetrar en la alcoba, abrazó inesperadamente a su marido y apoyó la cabeza en su hombro.

—Soy feliz… —dijo—. Completamente feliz…

«La Voz de Alerta» le acarició el cabello.

—No sabes cuánto me alegra oírte decir eso…

Al día siguiente, y en honor de su mujer, «La Voz de Alerta», pretextando la conmemoración del segundo aniversario del rompimiento del frente de Cataluña por las fuerzas «nacionales», previo el permiso del Gobernador, ofreció a los gerundenses la audición de sardanas en la Rambla prevista para la Feria y que tuvo que suspenderse a causa de la inundación.

La reacción popular fue masiva. El entusiasmo se desbordó. Se formaron por lo menos diez corros, que llegaban hasta el Bar Montaña, donde se reunían los futbolistas.

Los músicos de la
Cobla Gerona
, empezando por el maestro Quintana, soplaron de lo lindo, como si llevaran siglos esperando aquel momento. Y al terminar cada sardana la empezaban de nuevo. El comisario Diéguez entendió que aquello era excesivo, una tácita provocación; pero sabía que la
Cobla Gerona
contaba con el permiso gubernativo, y no pudo intervenir.

—Pues sí que estamos buenos —barbotó, apostado en el interior del Café Nacional.

El general se enteró desde el cuartel de lo que ocurría en la Rambla y comentó:

—Esa condesita barcelonesa va a traernos complicaciones…

* * *

Los preparativos para la boda de Mateo y Pilar fueron un poco más laboriosos.

Reunir todos los documentos necesarios, empezaron por la partida de nacimiento de Mateo, le llevó a la Torre de Babel, de la Agencia Gerunda, lo menos tres semanas. Por suerte, la Torre de Babel se mostró diligente. Mateo era jerarquía… y había que complacerle.

Las hermanas Campistol se las vieron y se las desearon para confeccionar el traje nupcial de Pilar a entera satisfacción de la muchacha. Ésta se mostró muy exigente, llevando a las modistas por la calle de la amargura. «Pero ¿qué te pasa, Pilar? ¡Si te sienta a maravilla!». Pilar se miraba al espejo, dando la vuelta con lentitud. «Cuelga un poco de aquí… ¿No se dan cuenta?». «¿Y ese velo? ¿Creen ustedes que puedo presentarme así?».

Pilar hubiera querido contar en aquellos días con la ayuda de Marta. Pero, después de lo ocurrido entre ésta e Ignacio, era imposible. Pilar consideró eso una contrariedad muy grande. «Marta conoce mis gustos… ¡Mira que no poder tenerla ahora a mi lado! Ni siquiera podré invitarla a la boda, claro…» Gracia Andújar y Asunción hicieron cuanto estuvo en su mano para suplir en lo posible la ausencia de Marta.

Pilar dejó de trabajar —Alfonso Estrada, en Salvoconductos y el señor Grote, en la Delegación de Abastecimientos, la echarían mucho de menos—, pues además debía ocuparse de convertir el piso de la plaza de la Estación en hogar. Hacían falta visillos, alfombras, los mil detalles indispensables para crear intimidad. La elección de los muebles de la alcoba, que eran los únicos que les faltaban, le ocasionó también mucho ajetreo. Pilar se empeñó en conseguir una cama antigua, recia, lo más alta posible.

Mateo se encogía de hombros. «¿Por qué tan alta, vamos a ver?». «Me gustan así, Mateo. ¿Hay algo malo en ello?». «No, pero como no la cojamos del Servicio de Recuperación… o del Museo Diocesano…»

Llovían los regalos. Recibieron muchos más que «La Voz de Alerta». Entre ellos destacó el que les hicieron, mediante colecta, los jefes locales de Falange: una bandeja de oro de Toledo con el yugo y las flechas grabados. También les satisfizo mucho una Biblia, encuadernada en pergamino, que les envió Agustín Lago. «Ese yugo de la bandeja —bromeó Mateo con Pilar— parece una alusión… Y la Biblia será sin duda para que nos aprendamos de memoria el libro de Job».

Capítulo difícil… el del asesoramiento prematrimonial de Pilar. Carmen Elgazu no soltaba prenda. Matías habló del asunto con Carmen, pero ésta lo rehuyó, poniendo incluso mala cara. «¿Qué quieres, pues? —dijo Matías—. ¿Qué sea mosén Alberto quien aconseje a la chica?». Ignacio olfateó que a su madre el tema la violentaba —¿por qué sería así, si había tenido tres hijos?— y un buen día, precisamente el día en que se casó «La Voz de Alerta», entró en el cuarto de Pilar y abordó sin remilgos la cuestión.

Pilar, al pronto, se puso nerviosísima. Su noviazgo con Mateo había sido, en unas cuantas ocasiones, más apasionado de lo que Ignacio podía imaginar. De todos modos, era obvio que la noche de la boda tendría que afrontar «lo desconocido». Desde este punto de vista, la intervención de Ignacio estaba justificadísima. Ahora bien, Pilar confiaba en que Mateo se comportaría como era menester y que, por tanto, las explicaciones holgaban.

—Comprendo que reacciones así, Pilar. Pero debes escucharme, pues no se trata de largarte un sermón. Lo único que quería decirte… es que este asunto tiene más importancia de la que a lo mejor le atribuyes. Y que al parecer a veces las cosas no resultan, para la mujer, tan fáciles… Me refiero al principio, claro… En fin, supongo, que me entiendes. Por suerte, Mateo es un chico sano. Pero te lo repito; a veces cuesta un poco adaptarse… ¡Por favor, alguien tenía que decirte eso, ¿no crees? —Ignacio elevó el tono de la voz—. En realidad, es absurdo que andemos todavía con tantos tapujos. ¡A estas alturas deberías haberte leído ya media docena de libros que trataran de todo esto! Pero vivimos rodeados de tabús. Bueno, te dejo… Anda, tranquilízate, y comprende que he venido a verte con la mejor intención…

Pilar luchó consigo misma. Comprendió perfectamente a su hermano. Pero le ocurría que no le perdonaba a éste lo de Marta y que a resultas de ello se colocaba siempre a la defensiva. De todos modos, antes que Ignacio cruzara el umbral de la puerta consiguió sobreponerse y le dijo, con toda sinceridad:

—De acuerdo, Ignacio… Te he comprendido. Muchas gracias.

¿Por qué le ocurría a Pilar que, al ver de espaldas a las personas que quería mucho, de pronto se emocionaba? En esa ocasión le sucedió lo mismo. Fue al ver a Ignacio de espaldas cuando le brotaron del fondo aquellas palabras.

Llegó el ocho de diciembre. Gran número de balcones aparecieron engalanados en la ciudad, en honor de la Inmaculada. La colgadura del balcón de los Alvear decía, como casi todas:
Ave María Purísima
. Marta, al despertar, pensó en Mateo y Pilar y se deshizo en un mar de lágrimas. Por suerte andaría todo el día muy ocupada con los festejos organizados por la Sección Femenina, pues la festividad había sido declarada «Día de la Madre».

La boda se celebró en la parroquia del Carmen. El celebrante fue, naturalmente, mosén Alberto, quien por fin logró protagonizar una misión agradable. Pilar entró en la iglesia del brazo de su padre, Matías Alvear —éste, sosteniendo en la mano izquierda el obligado par de guantes—, y en ese momento sonó la Marcha Nupcial, que emocionó a los concurrentes. Carmen Elgazu llevaba un sombrero de ancha ala que le sentaba muy bien, según opinión de Josefa y Mirentxu, sus dos hermanas, llegadas ex profeso de Bilbao para la ceremonia. Carmen Elgazu, al ver, por debajo del ala del sombrero, a Pilar vestida de blanco, sollozó para sí: «¡Dios mío, qué guapa está mi hija!». Los asistentes, que llenaban el templo, formaban un conjunto heterogéneo, que abarcaba desde el Gobernador y el doctor Chaos hasta el Jefe de Telégrafos y la guapetona Adela, sin olvidar a Claudia, la mujer de limpieza de los Alvear.

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