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Authors: José María Gironella

Tags: #Histórico, #Relato

Ha estallado la paz (21 page)

BOOK: Ha estallado la paz
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Los propios colaboradores españoles de Gorki procuraban hacerlo entrar en razón.

—Pero ¿no te das cuenta de que aquí hay montañas de Camembert? ¿Cómo quieres que esa gente sea como nosotros? Creo que lo que debemos hacer es adaptarnos. Si no, vamos a tener algún disgusto y a lo mejor nos cierran hasta el local.

Adaptarse… Esta palabra horrorizaba a Gorki. ¡Si por lo menos Cosme Vila estuviera allí con él! Pero su «jefe» se había ido a Moscú. Se había ido en barco, en una expedición que salió del Havre, rumbo a Leningrado. Y no había manera de entenderse por carta. Para empezar, las que Cosme Vila le escribía a él, fechadas en la capital soviética, le llegaban con gran retraso… y censuradas. Había tachaduras. ¿Por qué? Y además, el tono de dichas cartas era siempre vago… Cosme Vila no le daba nunca ningún detalle concreto sobre sus actividades en Rusia. Gorki no sabía si su jefe «ampliaba estudios», si «descansaba en alguna finca de veraneo» o si era «paje de confianza de Stalin». Cosme Vila se limitaba a decir que aquello era un paraíso y que su mujer y su hijo se portaban bien y le enviaban saludos. En cuanto a «instrucciones», que era lo que más necesitaba, siempre eran las mismas. «Procurad estar unidos. Y cuidado con los traidores. Ésta es una etapa de espera. No te desanimes. ¡Salud, camarada Gorki!».

No era extraño, pues, que Gorki se sintiera un poco derrotado y que fuera acaso el más crispado de los treinta mil exilados españoles en Toulouse. De poder tomar decisiones, la gruta de Lourdes, fuere cual fuere el número de ametralladoras que enviara allí el prefecto, hubiera ya saltado hecha pedazos. Lourdes tenía obsesionado al ex perfumista, cuya patrona,
madame
Deudon, le decía una y otra vez que ella había presenciado allí, personalmente, lo menos tres milagros. «¡Tres milagros,
monsieur
Gorki! Tal como lo oye. Dos paralíticos y un sordomudo».

Algunas mañanas, tal vez debido a la úlcera de estómago que le habían diagnosticado, Gorki se sentía tan abatido que a gusto lo hubiera mandado todo a freír espárragos y se habría puesto a fabricar por cuenta propia el popular masaje Floid, cuya fórmula decía conocer. Por fortuna, no faltaban militantes anónimos que le daban ejemplo, que lo reconciliaban con el ideal que había llenado su existencia. Tales militantes, que lo habían perdido todo, que no se acordaban siquiera de cuál fue su oficio, que vivían con sólo el miserable subsidio del SERÉ y que, desde luego, se mostraban insobornables al halago de los vicarios de boina inmensa y sotana raída, se mantenían fieles a las consignas del Partido exactamente igual que en el año 1936. Se pasaban el día rondando el local alquilado por Gorki y preguntando: «¿Cuándo empezará a funcionar la emisora? ¿Qué noticias hay de la resistencia en España, en las montañas? ¿Cuándo podremos ir a Rusia?».

En los momentos de soledad, Gorki recordaba, como les ocurría a todos, su «patria chica»; es decir, Gerona… Sobre todo cuando visitaba a los suegros de Cosme Vila —el guardabarreras y su mujer—, los cuales no hacían más que hablarle de la Rambla y quejarse de que no conseguían aprender una palabra de francés.

¡Ah! ¿Qué estaría ocurriendo en Gerona, a la sombra de los campanarios de la Catedral y de San Félix? Gorki no se arrepentía de nada. Había matado a muchos hombres —y a alguna mujer—, pero no se arrepentía de nada. «Hay que exterminar al enemigo», había dicho Lenin. ¿Es que el camarada Verdigaud ignoraba esta consigna?

¿O es que exterminar significaba también tranquilizante?

Si acaso, y sin motivo que lo justificara, algunas veces Gorki pensaba en sus dos víctimas más aparatosas: Laura y mosén Francisco. Los había emparedado en los sótanos de la checa gerundense. Los ladrillos rojos habían empezado a subir, formando el tabique que los asfixió. Si el recuerdo era nocturno —si se transformaba en pesadilla—, tales ladrillos subían tan alto que muy bien podían alcanzar el firmamento.

En ese caso, las estrellas que Gorki veía en él no tenían nada en común con las que el general Sánchez Bravo, desde los cuarteles de Gerona, contemplaba con su telescopio.

Eran las cinco estrellas que en aquellos momentos Cosme Vila debía de estar viendo titilar en las torres del Kremlin, en la Plaza Roja de Moscú, donde el derrotado Gorki hubiera deseado morir.

* * *

Por lo que se refiere a José Alvear, el gran vencedor de Toulouse, las cosas se desarrollaban con menos dramatismo. José Alvear disponía también de un local, aunque más pequeño, que decía: «Federación Anarquista Ibérica», en el que el sobrino de Matías se había constituido en jefe de una especie de batallón de jóvenes libertarios que se pasaban el santo día rumiando caer por sorpresa sobre algún pueblo español fronterizo y matar al jefe de Falange y al sargento de la Guardia Civil. Pero, en realidad, José Alvear jugaba con esos jóvenes con el propósito de entretener sus mentes, sin el menor plan de acción inmediata. Había tenido ya dos incidentes con la Policía francesa y había sacado la conclusión de que los gendarmes, pese a su quepis, y bajo su aspecto bucólico y ciclista, eran duros de pelar.

De modo que posponía para un futuro lejano cualquier intento de implantar el anarquismo en Francia y, mucho menos escrupuloso que Gorki, se dedicaba a cultivar lo mejor posible su vida privada. Para ello jugaba todas las tardes a las cartas, fumando sin parar; y cada noche complacía hasta el delirio a la
madame
que le había tocado en suerte, a la
madame
de que Canela le habló a Ignacio en Perpignan.

Sí, los informes que había recibido Canela acerca de José Alvear —«el único hombre que ella había amado, y que voló»— eran verídicos. José Alvear se había convertido en gigoló. Y la cosa le iba tan bien que no comprendía que Gorki no lo imitase. En Montecarlo, adonde fue a parar huyendo del campo de Saint-Cyprien, había fracasado —el ambiente era demasiado distinguido para él—, y en París, con eso de las Organizaciones de Ayuda fundadas por Negrín y secuaces, el clima le pareció enrarecido. De modo que optó por volver grupas, por regresar al Midi. Y eligió Toulouse.

Fue cosa de coser y cantar. Tres días después de su llegada a la ciudad se sentó, aburrido, en un café, encendió un «gauloise» y miró alrededor. Aquello fue su suerte. Vio sobre la mesa una revista que alguien había abandonado y la tomó en sus manos. Estaba abierta precisamente por las páginas del llamado «Correo del Corazón». En esas páginas había una serie de fotografías de hombres de edad avanzada que solicitaban «compañera» o «esposa». Sus ojos de azabache, de anarquista veterano que había dado tumbos por los frentes, junto al malogrado capitán Culebra, se clavaron en seguida en el rostro de una
madame
, entrada en carnes, de expresión muy dulce, evidentemente enferma de soledad. José Alvear llamó al camarero y éste le tradujo el texto. La
madame
, residente en el mismo Toulouse, tenía exactamente cincuenta y un años, se había quedado viuda el año 1932 y deseaba rehacer su vida al lado de un hombre animoso. Se llamaba Geneviéve Bidot y era dueña de una carnicería en la calle Danton.

Tenía antepasados españoles.

José Alvear pegó un salto y le dio al camarero galo una amistosa palmada al hombro. Días después, el sobrino de Matías Alvear era, oficialmente, el hombre animoso que necesitaba la pobre Geneviéve Bidot. Compartía con ésta un piso menos lujoso que el de Julio García, pero decente, con vista al parque. El asunto se resolvió por vía tan directa, que José Alvear le decía a Geneviéve: «Yo creo, chatita, que perdimos a guerra porque estaba escrito que tú necesitarías que cada noche yo te cantase las cuarenta». La mujer, que se volvía loca con José Alvear, lo atraía con lentitud hacia sí y lo besaba frenéticamente, murmurándole al oído palabras tan dulces como, por ejemplo: «mon petit chou-chou», o: «mon petit cochón», palabras que no dejaban de fastidiar, a veces, al anarquista. Realmente, oírse llamar «chou-chou» no había entrado jamás en sus planes revolucionarios. Pero se aguantaba.

No, José Alvear, que todos los días tenia la obligación de pasar al menos una vez por la carnicería de
madame
Bidot, no creía, como Gorki, que Francia fuese un asco.

Tampoco creía, como Antonio Casal, que era el no va más. Era un país extraño, que jamás tendría un Madrid. Era un país con tendencia al ahorro y a pegarse la vida padre.

Nada más. Él se tomaría allí una temporadita de descanso, que bien ganado se lo tenía.

Después, ya vería. Sudamérica le tentaba, por supuesto, y había quedado con el Responsable en que éste le tendría al corriente de cómo marchaban las cosas en Caracas. Pero de momento, punto en boca, tanto más cuanto que en la primera carta que el Responsable le había escrito le decía que «después de pisar América se sentía orgulloso de aquellos “gachós” que, así por las buenas, se llamaban Hernán Cortés y habían conquistado todo aquello».

José Alvear tenía la impresión de que tardaría mucho tiempo, quizás años, en poder regresar a España. Aquello había sido un desastre, por culpa de los Azaña, de los Largo Caballero, y, sobre todo, de los rusos, que hicieron como que ayudaban, pero que en resumidas cuentas se llevaron el oro del Banco de España y otras cosillas, a cambio de chatarra y de unos cuantos comisarios. ¡Al diablo todos ellos! Ahora, en España, el fascismo. Sangre y lágrimas. Y cinturón ortopédico. Y obispos y yugos y flechas. En su yo más íntimo no se consideraba exilado, pues para él, anarquista, las fronteras eran una paparruchada. Pero echaba de menos las costumbres de la tierra que lo parió, aquellos «Vale por una novia» y ventajillas por el estilo. Cuando se ponía demasiado blando —cuando se ponía demasiado «mon petit chou-chou»—, se liaba con el vino tinto, que en Francia estaba muy rico, y escribía a las amistades. A veces, al acostarse, barbotaba para sí: «Mañana escribiré a Gerona, a los parientes de la Rambla… Sí, mañana sin falta». Pero nunca lo hacía, en parte porque le habían dicho que Franco tomaba represalias contra las familias que recibían cartas del extranjero.

Capítulo X

El día 2 de junio la familia Alvear vivió, en esa Gerona que los exilados tanto echaban de menos, un acontecimiento entrañable: el traslado de los restos de César.

Ignacio, por fin, cobró, de manos de don Gaspar Ley, los atrasos devengados en el Banco Arús, ciertamente no muy crecidos, pero que alcanzaron para adquirir en propiedad un nicho y una lápida.

La escena en el cementerio fue grandiosa y humilde. Se concentraron allí la familia completa, mosén Alberto, Marta y Mateo. Eran las once de la mañana. El sol, inclemente, caía sin piedad sobre los cipreses, sobre los panteones, y aurificaba las avenidas de gravilla. El sepulturero y dos albañiles acompañaron la comitiva al nicho que decía Familia Casellas, situado a la izquierda. Uno de los albañiles fumaba; emanaba de la tierra como un olor a muerte reciente.

Mosén Alberto había sido llamado y acudió con prontitud y presa de emoción.

César significaba para él la inocencia no truncada y a menudo, al celebrar misa, le parecía que si se volvía un poco hacia la derecha todavía encontraría allí al muchacho, arrodillado, con las orejas grandes, fijos los ojos en el altar y a punto de hacer sonar la campanilla. Marta estaba también muy impresionada y se presentó con un ramo de flores silvestres, que le temblaban un poco entre las manos. Mateo caminaba con la cabeza erguida, procurando dominar sus sentimientos.

La familia avanzaba mirando al suelo, presidida por la corbata negra de Matías, corbata que ahora éste podía llevar sin que el catedrático Morales, también muerto, se lo impidiese. Ignacio recordó la madrugada gris en que allí, en aquel mismo lugar, localizó, entre cien cadáveres, el de César. Pilar sentía como si fuera a desmayarse bajo el sol. Y en cuanto a Carmen Elgazu, le ocurría algo singular. Desde el primer momento admitió la posibilidad de que encontrasen incorrupto el cuerpo de su hijo. Sabía que los milagros de esta naturaleza no abundaban. Pero ¿no se mantuvo incorrupto durante siglos el cuerpo de San Narciso, el patrón de Gerona, aun cuando los informes de los médicos «rojos» afirmaran lo contrario? ¿Por qué, pues, no podía haber ocurrido lo mismo con César? Al fin y al cabo, el muchacho deseó a lo largo de muchos meses morir por Dios. Lo deseó tanto que lo consiguió. Nada tendría de extraño, pues, que incluso su cuerpo hubiera obtenido ya la recompensa.

Pronto llegaron al nicho que decía Familia Casellas. A la derecha de éste y colocado sobre una carretilla de mano, aguardaba ya, destapado, un ataúd negro, flamante, con las iniciales C. A. «¿Por qué sólo las iniciales?», preguntóse Mateo. Tal vez porque sobre ellas, en relieve, destacaba una cruz, que era como el compendio de todas las palabras.

Los albañiles se acercaron con calma neutral a la lápida que decía Familia Casellas y al término de un hábil forcejeo consiguieron desgajarla y atraerla hacia sí. Los restos de César quedaron al descubierto. El momento fue solemne y espantoso. Porque allí había todavía carne, aunque corrompida y, perfectamente reconocible, el traje del muchacho. Carmen Elgazu, que no comprendió que la ropa hubiese durado más que la piel, lanzó un sollozo desgarrado que debió de penetrar en la eternidad. Pero no volvió la cabeza. De hecho, la única que lo hizo, con sensación de mareo, fue Pilar. Los demás aguantaron firme. Carmen Elgazu, enrojecidos los ojos y con un rosario colgándole de las manos, presenció incluso cómo los albañiles se apoderaban de aquel cuerpo que, doliéndole jubilosamente, había cobijado en sus entrañas.

Los albañiles, procurando no hacer ruido, trasladaron con sumo cuidado los restos al ataúd. La operación resultó penosa. Una vez terminada, procedieron a clavetear la tapa, con lo que César desapareció para siempre. Su reaparición, bajo el sol abrasador, había sido breve como su vida.

Claveteada la tapa, los albañiles, obedeciendo a una señal de mosén Alberto, permanecieron en posición de firmes al lado de la carretilla. Entonces el sacerdote inició, rota la voz, el Padrenuestro, que todo el mundo contestó. Mosén Alberto cargó dramáticamente la frase «hágase tu voluntad» y remató la oración diciendo escuetamente: «César, ruega por nosotros».

Inmediatamente después, uno de los albañiles tomó la carretilla, cuya única rueda echó a andar. Detrás de él, avanzó la comitiva. Parecióle a Matías que su mujer se tambaleaba y la asió del brazo. Carmen Elgazu se sintió reconfortada, pues, en efecto, por unos segundos la vista se le había nublado más aún que de ordinario, y había sentido como una punzada en la ingle.

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