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Authors: José María Gironella

Tags: #Histórico, #Relato

Ha estallado la paz (17 page)

BOOK: Ha estallado la paz
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El Gobernador tuvo un expresivo ademán.

—¡Oh! En ese caso, de acuerdo… —seguidamente añadió—: Pero, con una condición.

—¿Cuál?

—Que tú bailes exclusivamente con Marta… ¿Entendidos? ¡Es una orden!

—Descuida —aceptó Ignacio sonriendo—. Y muchas gracias.

El trato quedó cerrado. El Gobernador hizo de repente un gesto de cansancio, no habitual en él. Mateo se dio cuenta y se levantó. Ignacio hizo lo propio.

El Gobernador se puso también de pie, dio la vuelta a la mesa y, colocándose entre los dos muchachos, se dispuso a acompañarlos a la puerta. Había recobrado su buen talante, y los tomó del brazo en actitud amistosa.

—¡Vaya, vaya! —exclamó—. No sabes el lío en que te has metido, Ignacio…

Éste fingió asustarse.

—Peor que la guerra, ¿verdad?

—¡Ah, quién sabe…! —El Gobernador se detuvo un momento—. El coronel Triguero es un tipazo ¿sabes? ¡Bueno, ya te darás cuenta! Y luego, esas obras de arte que los rojos se llevaron y que hay que recuperar… Ahí te juegas la amistad de nuestro querido mosén Alberto.

Ignacio miró al camarada Dávila.

—No comprendo.

—Es muy sencillo. Desapareció nada menos que el famoso Tapiz de la Creación, de la Catedral. —El Gobernador reanudó su marcha—. Si no das con él, mosén Alberto nos llamará idiotas y le nacerá una hermosa úlcera en el estómago.

Ya en el umbral de la puerta, Mateo, que no se quitaba de la cabeza la llamada telefónica que recibió el Gobernador, aludió a ella diciendo:

—¿De veras no ocurre nada desagradable?

Aquél negó con la cabeza.

—¡Nada, hombre! Vete tranquilo.

Mateo asintió.

—Me alegro. «Ciao…»

—Hasta la vista —saludó Ignacio.

El Gobernador permaneció en la puerta hasta que los dos muchachos hubieron desaparecido.

Ya en la calle, Mateo le preguntó a Ignacio:

—¿Qué tal?

—Sobresaliente. Lo que tú dijiste.

—Estaba seguro de que te gustaría.

Sin más dilación hablaron del baile de que Ignacio había hecho mención. La idea de celebrarlo, sugerida por Mateo, había sido recibida con entusiasmo por Marta y Pilar, quienes sin pérdida de tiempo pusieron manos a la obra a fin de que no faltara detalle.

Tendría lugar en el amplio vestíbulo de la Sección Femenina, a las ocho en punto.

Ignacio hubiera preferido otro sitio: el sótano en que los anarquistas tuvieron el gimnasio. «Allí, con aquellas poleas, y las paralelas, y la sombra de Porvenir flotando…» Pilar había objetado: «¿Para un baile de ex combatientes? ¡Estás chiflado!».

Dispondrían de gramola, habría bocadillos de jamón y de queso, cerveza… ¡y tabaco de calidad! Los supervivientes recibieron incluso una invitación en regla… En efecto, Asunción, la maestra, que dibujaba muy bien, había trazado en las cartulinas, además del nombre correspondiente, un monigote intencionado. Asunción se había esmerado de un modo especial en el dibujo de Alfonso Estrada, representando a éste en el momento de asaltar un parapeto al grito de «¡Viva Cristo Rey!». Miguel Rosselló, que había sido «espía» en el SIFNE, se vio a sí mismo caricaturalmente apostado junto a un farol, con sombrero, gabardina y un pitillo en la comisura de los labios… Ignacio tuvo ocasión de contemplarse caído de bruces en una pendiente nevada, con las piernas al aire y los esquís rotos. Sin embargo, el más perplejo de los invitados fue… el capitán Sánchez Bravo, el hijo del general. En la cartulina que le entregó Nebulosa, el asistente, había una fotografía suya pegada en la que se le veía al lado de un cañón mirando a lo lejos con unos prismáticos. El pie decía: «Nos hacía falta un artillero. Hemos pensado en ti…» El capitán Sánchez Bravo, halagado, se preguntó, rascándose la frente: «¿De dónde habrán sacado esta foto?».

Daba igual… Secretos de la Sección Femenina. El caso es que todo funcionó a la perfección y que a las ocho en punto todo el mundo había acudido a la cita. Entre las chicas figuraban las hermanas de Miguel Rosselló, Chelo y Antonia. En total, unas diez parejas. Una sola ausencia: Agustín Lago. Agustín Lago recibió también la cartulina, pero se excusó por teléfono. Asunción comentó: «Será por el brazo amputado». Pilar negó con la cabeza. «No creo. Tengo la impresión de que las mujeres no le interesan».

Marta exclamó: «¡Peor para él!».

El baile dio comienzo en medio de un clima de euforia. El capitán Sánchez Bravo impresionó favorablemente a todos. Tenía realmente buena facha y no era de extrañar que doña Cecilia, que lo trajo al mundo, se pirrara por él. José Luis se olvidó de Satán y andaba asustando a unos y a otros con un «espantaviejas». Chelo Rosselló se había colocado una flor en el pelo. ¡Asunción habría arramblado para la ocasión con todos sus escrúpulos! Lucía un bonito broche sobre la camisa azul. En conjunto, la fiesta tenía un aire bufonesco que sin duda hubiera encantado al padre Forteza.

La gramola era mala y los discos estaban rayados. ¡Qué importaba! Baile de los ex combatientes… Juventud. Mateo y Pilar se besaron y se oyó un ¡oh! de protesta. Ignacio besó a Marta y la reacción fue curiosa: hubo aplauso general. Apareció por allí Jorge de Batlle, solitario, y su entrada provocó un momento de silencio. El huérfano se dio cuenta y desapareció… Alfonso Estrada, que pese a haber asaltado parapetos era imberbe, bailaba torpemente, a trompicones. ¡Tanto mejor! El capitán Sánchez Bravo y Chelo Rosselló hicieron una exhibición bailando el tango:
Esta noche me emborracho…
que por cierto era uno de los preferidos de Carmen Elgazu.

¿Y el camarada Dávila? «¿No vendrán el camarada Dávila y María del Mar?». Ay, qué lástima, nadie se acordó de invitarlos… En cambio, de pronto irrumpieron en el local el teniente jurídico Manolo Fontana —el preferido de Pablito— y su esposa, que se llamaba Esther. Ignacio no podía sospechar hasta qué punto la presencia de esta joven pareja iba a resultar decisiva para él. Sin duda realzaron con su porte el tono de la reunión. Manolo tendría unos treinta y dos años y llevaba una barba a lo Balbo. Exhibía varita de bambú y fumaba tabaco rubio. Le dijo a Ignacio «¡Tanto gusto,
monsieur
Alvear!». La esposa de Manolo, Esther —veintiocho años, muy hermosa y madre de dos hijos— llevaba un peinado cola de caballo. Por un momento eclipsó a las demás, con sus ojos glaucos y su precioso talle. Era de Jerez de la Frontera, patria del padre de José Antonio. Mateo, que la conocía mucho, le susurró a Ignacio: «Esther se ha educado en Oxford… ¡Es anglófila!».

¡Qué importaba!… Fueron dos horas de camaradería, de amistad. De pronto, Marta advirtió que ya no quedaban un solo bocadillo ni una sola botella. Y todo el mundo aseguró sentir un hambre atroz…

Se propuso una tregua e Ignacio y el camarada Rosselló, previa la consabida colecta, salieron dispuestos a reponer la despensa.

Y he ahí que al regresar, cargados con dos enormes bolsas, se encontraron con que el clima de la reunión había cambiado por completo… Por lo visto se había producido un incidente. Mateo y Marta —algo menos José Luis— ofrecían un aspecto rígido. Por su parte, Manolo y Esther habían adoptado un aire un tanto pedante.

—¿Qué ha ocurrido? ¡Traemos jamón y cerveza!

Tales palabras sonaron a hueco. ¡Ah, el tema de siempre! Alfonso Estrada, muy aficionado a la música, había tenido la peregrina idea de traer consigo un disco… no bailable. Un disco que requisó en un pueblo aragonés y que contenía una selección de himnos «rojos», muy hermosos, a su entender.

Aprovechando la tregua había propuesto escuchar dichos himnos y se desencadenó la tempestad. Mateo y Marta se negaron rotundamente. En cambio, Manolo y Esther se mostraron partidarios de ponerlos. La cosa degeneró en polémica. Alguien preguntó: «Pero, ¿qué ocurre?». También se oyó la palabra «fanatismo». Finalmente Mateo, en un exabrupto, cogió el disco, lo partió contra su rodilla y tiró los pedazos a un rincón…

Entonces Esther, después de acariciarse su peinado cola de caballo, se dirigió a recoger los pedazos y se los entregó a su infortunado dueño, Alfonso Estrada, diciéndole: «Lo siento, chico… Pero procuraré que me manden otro igual desde Gibraltar…»

Fue en ese momento cuando Ignacio y Rosselló entraron con sus bolsas de jamón y de cerveza… Al enterarse de lo ocurrido, Ignacio hizo un gesto despectivo.

—Pero todo esto es una idiotez, ¿no os parece? —exclamó.

Mateo comentó, simplemente:

—Lo blanco ha de ser blanco y lo negro, negro.

El capitán Sánchez Bravo intervino. Sus tres estrellas adquirieron en aquel momento una gran dignidad. Propuso olvidar el asunto y terminar la fiesta en paz. Por su parte, Alfonso Estrada, que jamás imaginó provocar todo aquello, pidió excusas a unos y a otros con una expresión tan sincera que predispuso los ánimos a cancelar la disputa.

Entretanto, Pilar se había acercado a la gramola y había puesto en marcha una rumba… El ritmo se apoderó del local.

Acto seguido, Miguel Rosselló, que cuando se lo proponía sabía hacer el ganso, se acercó contoneándose a Marta y la invitó a bailar. Marta, haciendo de tripas corazón, accedió.

Aquélla fue la señal. Minutos después todo el mundo se había apareado e iba moviendo la cintura. Ignacio, entretanto, iba recordando la respuesta que el Gobernador le dio a Mateo cuando éste le dijo que «la política era homicida». El Gobernador había contestado: «Pero nos morimos a gusto, ¿verdad?».

Capítulo VIII

La ciudad de Figueras, tan próxima a la frontera, había de significar para Ignacio algo así como lo que antaño significara para él la entrada en el Banco Arús: el súbito contacto con un mundo desconocido. Apenas se apeó en la estación, llevando en la mano un sobre verde en el que estaban anotadas las señas del Servicio de Fronteras, relacionó lo que veía con lo que viera al incorporarse al Banco Arús: un determinado número de «caracoles humanos», al mando de un jefe. En el Banco, los «caracoles humanos» eran los empleados, y el jefe el Director; en Figueras, los «caracoles humanos» eran toda la población, y su jefe el coronel Triguero, nacido en Sevilla, cincuentón, separado de su mujer.

Figueras era un pequeño Cafarnaúm. Las calles rebosaban de tropa, de guardias civiles, de vendedores ambulantes y de chatarra. Muchas bicicletas, en cuyas ruedas, incrustados entre los alambres, tableteaban cartoncitos triangulares pintados con la bandera nacional. Muchos camiones, transportando hombres con aspecto de prisioneros.

Sonaban las ambulancias, abriéndose paso. Ignacio pensó: «Diríase una ciudad muy próxima al frente». Innumerables letreros ponían: «Prohibido pasar».

El coronel Triguero era, en efecto, un «tipazo» tan singular que mientras rasgaba el sobre verde que había tomado de las manos de Ignacio, iba formulándole al muchacho, atropelladamente, toda clase de preguntas:

—¿Cómo está el camarada Dávila? ¿De dónde eres? ¿Te ha gustado este pueblo? ¿Crees que en esta pocilga se puede trabajar?

Ignacio escuchaba al coronel con expresión divertida. Tuvo que mirarlo tres veces para cerciorarse de que no llevaba patillas. Era alto y fornido, pero Ignacio le gastó, como solía hacer con los militares, una mala pasada: lo imaginó vestido de paisano. Y el resultado fue espectacular. Le pareció mucho más bajo, menos seguro de sí y como si le hubieran regalado el traje.

—¿Cómo te llamas, eh?

—Ignacio Alvear.

Al oír la voz del muchacho, el coronel Triguero se dignó mirarlo a la cara. Y entonces su actitud cambió. Abrió la boca como si estuviera tocando el clarinete.

Evidentemente se había calmado, pues formuló sus preguntas por orden y de manera espaciada. E Ignacio se las contestó con tal precisión, que al final el coronel Triguero exclamó:

—¡A lo mejor resultas inteligente!

—Es usted muy amable, coronel…

Se rieron. ¡Ah, quién no iba a reírse en aquella oficina del Servicio de Fronteras?

Era en verdad una pocilga, pero con una mesa repleta de extravagantes cachivaches requisados —un despertador, un abanico, una polaina, varias pipas…— y, por si fuera poco, sentadas a un lado, ante sendas máquinas de escribir, había dos mecanógrafas «que valían por todo un batallón».

—¿Da usted su permiso para mirarlas, coronel?

—¡No faltaba más, hijo! Estás en tu casa.

Las dos mecanógrafas se ruborizaron e Ignacio las invitó a fumar. Ellas rechazaron, moviendo repetidas veces la cabeza. Ignacio se fijó de un modo especial en una de las chicas, de larga cabellera y ojos gatunos. La miró con tal intensidad, que la muchacha se bajó la falda por debajo de la mesa. Ignacio le preguntó:

—¿Puedo saber cómo te llamas?

—Me llamo Nati…

Ignacio sonrió y comentó:.

—Debí figurármelo…

Servicio de Fronteras… Mundo complejo, con aspectos agradables y otros dramáticos. Ignacio se sintió muy pronto tan atraído por él, que en cierto sentido lamentó que el Gobernador lo hubiera nombrado, con buena intención, su «enlace personal», lo que lo obligaba a vivir a caballo entre Gerona y Figueras, llevando y trayendo mensajes. El muchacho casi hubiera preferido quedarse en Figueras tres o cuatro días a la semana. ¡Ocurrían tantas cosas en la «pocilga» del coronel Triguero!

Nati le decía a menudo: «¡Lo que te perdiste anoche, chico!».

El coronel Triguero, que evidentemente era frívolo y bebía en exceso, pero que llevaba el Servicio con buena mano, se dio cuenta de la curiosidad del muchacho y le dio facilidades… Le permitió visitar en Figueras los barracones en que se albergaban los «rojos» que regresaban de Francia por haber recibido ya el correspondiente aval que la familia les había enviado desde España. Dichos barracones estaban emplazados en un barrio extremo, llamado La Carbonera, y los custodiaba la Guardia Civil.

—¿Son muchos los exilados que regresan?

El coronel Triguero le informó:

—El promedio es ahora de unos cuatrocientos diarios.

A Ignacio le pareció que la cifra era muy elevada.

—¿Y qué se hace con ellos?

—Pues… interrogarlos. Lo natural, ¿no?

—Claro…

Un grupo de estos repatriados los observaba, con disimulo.

—¿Te apetecería interrogar a alguno? —le ofreció el coronel.

—¡No por Dios! No he nacido para eso.

—Entonces, ¿para qué has nacido?

Ignacio no se inmutó.

—Para ir mirando… Sí, eso es —repitió, girando la vista en torno—. Para ir mirando.

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