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Authors: José María Gironella

Tags: #Histórico, #Relato

Ha estallado la paz (44 page)

BOOK: Ha estallado la paz
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La verdad es que Pilar procuraba corresponder con el señor Grote y al efecto disfrutaba contándole las rarezas, los «misterios» que Alfonso Estrada le había referido por la mañana en Salvoconductos. Pero el señor Grote, rodeado de fichas, se reía a mandíbula batiente. «¿Cómo, qué dices? ¿Que los peces hablan? ¡Je! ¡Menudo vozarrón tendrán los cetáceos!». «¿Y que hay vida en Marte? ¿Cuántos habitantes, vamos a ver? Ya sabes que a mí me gustan las cifras exactas…».

En resumen, Pilar estaba contenta… Mateo —con el permiso del señor Grote— le regalaría el anillo de prometida el 6 de enero, o sea, el día de Reyes; el Servicio Social era una magnífica institución; con los dos sueldos que percibía podía ayudar a sus padres y hasta se atrevió a encargarles a las hermanas Campistol un traje de noche, con vistas al baile de gala que se celebraría en el Casino el último día de Ferias; Marta seguía siendo para ella como una hermana, más aún, y le había propuesto que la acompañara a Alicante al traslado de los restos de José Antonio; por si fuera poco, el pulso de Pilar era tan normal como un reloj. ¿Qué más podía pedir?

Dos cosas la preocupaban: que en ocasiones experimentara como un secreto placer, denegando un salvoconducto, y que en el fondo de su corazón deseara, sin saber exactamente por qué, que Alemania atacara por sorpresa a algún otro país y lo invadiera en tres semanas, como había hecho con Polonia.

* * *

Eloy, el «renacuajo», continuaría adscrito hasta nueva orden a la familia Alvear, pues las gestiones realizadas por la Sección Femenina y por Carmen Elgazu en el Norte, para encontrarle parientes, habían fracasado. Se obtuvieron referencias de un individuo de Guernica exilado en Toulouse, minero de profesión y que «podía ser tío suyo». Pero el supuesto «tío» negó todo parentesco con Eloy.

En vista de ello se aplazó cualquier decisión, tanto más cuanto que el chico se sentía feliz en casa de los Alvear y éstos, aun conscientes de que aquello no podía durar indefinidamente, estaban encantados con él. Incluso la mujer de la limpieza, Claudia, por lo general hosca y callada, sentía por el pequeño viva simpatía, sobre todo porque Eloy, siempre presto a echar mano en la casa, la ayudaba a limpiar los cristales, bajaba el cubo de la basura y quitaba con la escoba las telarañas del techo. Últimamente se había empeñado en hacer las camas… «Pero ¡si no sabes! —reía Carmen Elgazu—. ¡Si luego se nos enredan los pies y no hay quien pegue ojo! Anda, coge el molinillo y muele el café…»

La llegada de Manuel, de Burgos, había constituido un refuerzo para Eloy. Hicieron buenas migas. No tenían mucho que hablar, pues a Manuel le tiraban los libros y a Eloy el fútbol. Pero jugaban juntos al parchís y a las cartas, en espera de que empezasen las clases en el Grupo Escolar San Narciso y se daban alguna que otra vuelta por las márgenes del Ter. A veces Matías, al salir de la oficina, se los encontraba a los dos esperándolo junto a la Cruz de los Caídos, que se había levantado precisamente delante de Telégrafos. Eloy, al verlo, tiraba con brío al aire la boina vasca que Matías le trajo de Bilbao, mientras Manuel sonreía un poco cohibido, como siempre. Matías se emocionaba al acercarse a ellos y a gusto los hubiera invitado a fumar.

Eloy llevaba mucho tiempo pensando en ganar como fuere algo, para contribuir de algún modo al presupuesto hogareño. Y he ahí que tuvo una idea digna del hombrecito que empezaba a ser. El chico, que había regresado del Campamento Onésimo Redondo mucho más crecido, tostado por el sol y con las pecas de la cara mucho más visibles, sin encomendarse a nadie un buen día se fue al Estadio de Vista Alegre y preguntó por el encargado de la conservación del campo de fútbol. Dicho encargado se llamaba Rafa, vivía allí mismo, con su mujer, junto a los vestuarios de los jugadores, y era muy popular y campechano.

Eloy se ofreció para ayudarlo. Entre semana podría ir todas las tardes, una vez terminadas las clases y, por supuesto, los domingos, el día entero. ¡Debía de haber tanto que hacer! Engrasar las botas de los jugadores; inflar los balones; cuidar el césped del terreno de juego…

—Con que me den alguna propina… y de vez en cuando me dejen chutar a puerta, tengo bastante.

Rafa, que no tenía hijos, escuchó al muchacho con divertida atención y finalmente le dijo, riendo:

—¿Por qué no? Podemos probar.

¡Albricias! ¡Que tocaran las campanas de la Catedral! Eloy se vio milagrosamente convertido en la mascota oficial del Gerona Club de Fútbol.

Rafa añadió, señalando el botiquín:

—Cuando empiece el campeonato, a lo mejor te llevamos incluso en los desplazamientos.

—¡Sí, sí! —exclamó Eloy—. ¡Una mascota siempre trae suerte!

El gesto del «renacuajo» fue bien recibido en el piso de la Rambla. Ignacio empleó la mitad de su paga en Fronteras en comprarle unas «botas de reglamento» y Carmen Elgazu prometió confeccionarle a su medida una camiseta de jugador con los colores del club gerundense, que eran el rojo y el blanco. «¿Y el pantalón?», inquirió Eloy. «También tendrás tu pantalón, no te preocupes; y tus medias…»

Aquella noche Eloy dormido en la cama que fue de César, soñó que el Gerona Club de Fútbol, gracias a él y a Rafa, ocupaba desde el primer partido el primer puesto de la clasificación.

* * *

Septiembre trajo otro problema a la familia. Éste afectaba concretamente a Carmen Elgazu. Los trastornos periódicos de la mujer fueron en este caso extraordinariamente aparatosos. Una terrible hemorragia. Carmen Elgazu pasó veinticuatro horas retorciéndose y con intermitentes desmayos.

Matías decidió:

—Hay que ir al especialista. Esto no me gusta.

La palabra «especialista» no le hacía ninguna gracia a Carmen Elgazu, pero comprendió que no cabía otro remedio.

El decano de la ginecología gerundense era el doctor Pedro Morell, al que Matías había saludado en un par de ocasiones. Matías, desde Telégrafos, le llamó por teléfono pidiéndole consulta.

—¿Cuántos años tiene su mujer? —le preguntó el doctor.

—Cuarenta y siete.

—Vengan mañana a las cuatro.

Al día siguiente, a las cuatro en punto, el doctor Morell, hombre muy conocido en Gerona porque había ayudado a nacer a media ciudad, los recibió en su despacho, en cuyas paredes colgaban, además de un crucifijo, una serie de diplomas y algunos grabados con temática de Maternidad.

El doctor Morell, con su bata blanca, sometió a Carmen Elgazu a un previo y minucioso interrogatorio. Pese a la discreción de sus preguntas, Carmen Elgazu se sentía incómoda y en más de una ocasión se le colorearon las mejillas. De pronto, el doctor Morell se levantó y la invitó a pasar a la sala de reconocimiento.

—Vamos a ver esto… —dijo—. Vamos a ver.

Invitó también a Matías, pero éste dijo:

—Si no le importa, yo esperaré aquí… —Al quedarse solo, el hombre encendió un pitillo y se acercó a la ventana, desde la cual se veía gotear la fuente de la plaza.

La revisión, realizada a conciencia, fue exhaustiva, y a su término el doctor y Carmen Elgazu regresaron al despacho. El doctor tomó asiento. Era hombre que no se andaba con tapujos.

—Eso no está claro —explicó, dirigiéndose a Matías—. Le daré a su esposa unas medicinas. Luego le haré otra revisión y decidiremos.

Carmen Elgazu palideció.

—¿Decidiremos?

—Sí —confirmó el doctor Morell—. Según lo que veamos, habrá que intervenir. ¿Ha perdido usted peso?

—Sí, un poco…

El doctor les explicó que podría muy bien tratarse de una intervención sin importancia. «Pero ahora es prematuro para diagnosticar».

Matías se quedó estupefacto. «Según lo que veamos, habrá que intervenir…» El hombre no se atrevió a formular ninguna otra pregunta. En cuanto al doctor Morell, los vio azorados, pero hizo un gesto que significaba: «La cosa está así». Y arrancando con mucha pericia la hoja de un bloc, se puso a escribir la receta.

Matías y Carmen Elgazu salieron de la consulta cogidos del brazo. A los pocos pasos procuraron enderezar la espalda, para no parecer unos viejos.

—¿Qué significa esto? —preguntó Carmen Elgazu, rompiendo el silencio.

Matías procuró reaccionar.

—No lo sé, Carmen… —Luego añadió—: Pero acuérdate de que ha dicho que todo depende de la próxima revisión.

Al cruzar el Puente de Piedra, Carmen Elgazu se paró repentinamente.

—Creo —dijo— que deberíamos hacer una novena a Santa Teresita del Niño Jesús…

Matías se detuvo a su vez, tocándose el sombrero. Y comentó:

—¿A Santa Teresita? No creo que sea la más indicada para este asunto…

Capítulo XXII

Llegó el mes de octubre y con él las primeras ráfagas de frío, atenuadas por los nubarrones y por algún que otro chubasco. Según el
Calendario del Payés
, que el Gobernador gustaba de consultar, el invierno sería duro. «Va a ser una lástima, porque mucha gente no tiene estufa siquiera. Un braserillo y gracias». Mosén Alberto publicó en
Amanecer
una admirable «Alabanza al Creador», el cual con tanta sabiduría había ordenado el ciclo anual de las cuatro estaciones. «El otoño invita a reflexionar. Es melancólico y compensa de la excesiva vehemencia del verano». A su vez, «La Voz de Alerta» escribió una «Ventana al mundo» refiriéndose a una leyenda pirenaica según la cual en otoño los gigantes de las montañas velaban para que, en medio del trabajo reanudado, hubiera paz en los hogares. «En otoño las familias se reagrupan y el hombre se siente invadido por una fuerza positiva que lo impulsa a realizar sus proyectos». El general Sánchez Bravo, que leía asiduamente esta sección de «La Voz de Alerta», comentó: «El alcalde tiene talento. Seguro que se ha inventado esa leyenda de los gigantes, pero no importa. Lo de los proyectos es una realidad. Anoche se me ocurrió que deberíamos construir en la ciudad unos cuarteles nuevos, confortables».

Hermosa complejidad… Porque no todo el mundo creía que el otoño fuera tan positivo para el hombre. Ahí estaba el doctor Andújar, quien tenía constancia, gracias a su especialidad, de que el tránsito del verano al invierno convulsionaba dramáticamente a gran número de personas. El doctor Andújar había ejercido durante siete años en Santiago de Compostela —donde se encontraba cuando aceptó el nombramiento de director del Manicomio de Gerona— y sabía por experiencia que al llegar octubre acudirían matemáticamente a su consulta una serie de pacientes implorando su ayuda.

«Doctor… vuelvo a estar muy mal. Otra vez la angustia». «Doctor, no sé lo que me pasa. Otra vez aquella tristeza…» «Doctor, si no me ayuda usted, no sé si voy a poder resistir».

El doctor Andújar comprobó, en aquel mes de octubre, que Gerona, pese al equilibrio del paisaje, no era una excepción. En el Manicomio los internados sufrieron crisis muy fuertes, siendo lo peor que el establecimiento era lóbrego hasta extremos inimaginables. Aparte de la gran cantidad de enfermos —ochocientos— y de la promiscuidad en que se veían obligados a vivir, los patios eran raquíticos y la indumentaria de los pacientes daba grima. «¡Ochocientos! —había exclamado el doctor Andújar, el día en que el doctor Chaos le cedió el sillón de director—. ¡Y esos camastros! ¡Y esos comedores colectivos!». El doctor Andújar hubiera deseado un pabellón especial para cada dolencia, jardines holgados y mucha higiene.

El doctor Chaos, condiscípulo del doctor Andújar en la Facultad, sabiéndose responsable de que su amigo se encontrase en Gerona, le dijo:

—De todos modos, en mis cartas te pinté con pelos y señales cómo era esto…

—¡Oh, desde luego! No te acuso a ti…

Tal vez el doctor Andújar consiguiera mejorar las cosas… Porque su personalidad era, tal como intuyera Ignacio, fuerte. Lo era tanto, que el hombre estaba destinado a marcar huella en la ciudad.

El doctor Chaos había dicho de él: «Es un hombre cabal, ejemplar». No cabía mejor descripción. Nacido en Zamora, hijo de médico, el doctor Andújar, apenas llegado a Gerona con su esposa ¡y sus ocho hijos! —instalándose en el enorme piso que había pertenecido precisamente al coronel Muñoz—, demostró interesarse vivamente por todos los problemas relacionados de uno u otro modo con el sufrimiento. Su teoría era que debajo de las apariencias en todas partes existía, y no sólo en la estación otoñal, un mundo doliente. «El dolor forma parte de la vida. En cada hogar y en cada individuo se esconde la aflicción y es deber de todos mitigarla en lo que nos sea posible».

El doctor Andújar tenía cuarenta y seis años y una salud de hierro. Pelo abundante, frente ancha, ojos muy negros, la psiquiatría lo había atraído desde el primer curso de la carrera.

Vestía siempre trajes severos. Al hablar con los enfermos apenas si gesticulaba, por lo que sus palabras iban saliendo de su boca con una gran carga de autoridad. Tenía las cejas muy pobladas y cuando se reía la nuez le subía y le bajaba, lo que divertía mucho a sus ocho hijos. Su esposa, Elisa, no contaba en su mundo profesional. Era muy «madre» y nada más. Llevaba años sin leer siquiera el periódico y nadie comprendía que el doctor Andújar pudiera conversar con ella. En cambio, su hija mayor, Gracia Andújar —de quien Mateo había hecho mención—, era su secretaria, su enfermera, su colaboradora insustituible. Gracia tenía dieciséis años, había terminado el Bachillerato, pese a lo cual no se cortó la trenza única que llevaba, linda trenza que bastó para que Esther dijera: «Por fin una nota alegre en las calles gerundenses».

No dejaba de ser paradójico que el doctor Chaos y el doctor Andújar sintieran una amistad recíproca tan sólida, pues eran tan distintos como pudieran serlo Alfonso Estrada y el señor Carlos Grote. El doctor Chaos, como es sabido, creía que la religión y sus derivados eran cómodas soluciones inventadas por el hombre, desvalido e ignorante.

El doctor Andújar, por el contrario, era creyente a machamartillo. En todas partes —incluyendo la locura— veía la presencia de un Ser Todopoderoso. De ahí que se uniese fervorosamente a los Viáticos y que nada lo hiciera tan feliz como asistir a la Santa Misa los domingos, con toda su familia, ocupando dos bancos de la iglesia.

Ahora, en Gerona, en aquel otoño gris que en opinión del profesor Civil era el color que mejor le iba a la ciudad, los dos hombres, al rememorar sus tiempos estudiantiles, recordaron que ya por entonces, en la Facultad, sobre todo al salir de la sala de disección, habían discutido largamente sobre el particular. Y advirtieron que los años transcurridos no habían hecho más que reforzar el criterio de cada uno. En efecto, el doctor Chaos le confesó a su amigo que cada vez que realizaba una autopsia se afianzaba en su convicción de que no existía sino el cuerpo, lo biológico. En cambio, el doctor Andújar manifestó que a él le ocurría lo contrario: ante la muerte sentía, casi de manera palpable, cómo al paralizarse el corazón se escapaba de cada hombre algo que no tenía nada que ver ni con los músculos ni con los vasos sanguíneos: un soplo de existencia superior.

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