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Authors: José María Gironella

Tags: #Histórico, #Relato

Ha estallado la paz (43 page)

BOOK: Ha estallado la paz
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«Al parecer —añadió Mateo—, tiene la manía de los Viáticos. En cuanto ve pasar al sacerdote con el monaguillo y el paraguas, se une a ellos y sube a casa del enfermo. Yo he conocido a su hija mayor. Se llama Gracia y te juro que el nombre le va como anillo al dedo». Hablaron de Paz, la prima de Ignacio. Según rumores, entre los muchos varones que andaban locos por ella figuraba José Luis. «Creo que por desabrocharle la blusa estaría dispuesto a afiliarse a la UGT». Luego hablaron de la noche. Se les echó la noche encima en el camino, y los faros del automóvil rastreaban la carretera como si fueran perros policías. La noche era del agrado de Mateo. En la cama tenía ideas claras.

Ya en el frente le había ocurrido así, bajo el firmamento. «Mis mejores decisiones las he tomado de noche». A Ignacio le sucedía lo contrario. De un tiempo a esta parte padecía de insomnio y las sábanas se le antojaban avisperos. Y cuando conseguía dormirse, soñaba, soñaba mucho. Soñaba verdaderas barbaridades: que atracaba el Banco Arús; que mosén Francisco resucitaba y lo deslumbraba con un espejo; que la guapetona Adela lo invitaba a subir a su casa a tomar el té. «¡Hombre! —exclamó Mateo—, si se tercia, ¡no te andes con chiquitas!».

¡Cómo se estimaban recíprocamente los dos muchachos! Y en realidad tenían pocas ocasiones de estar solos y charlar a gusto. Aprovecharon aquel viaje para resarcirse, así como el Gobernador y sus acompañantes habían aprovechado el suyo cuando fueron a esperar al conde Ciano.

—Ignacio, ¿te acuerdas mucho de nuestra guerra?

—Mucho. Más de lo que imaginé. Es como un telón de fondo. ¿No te ocurre a ti lo propio?

—¡Hombre! Todavía no me he acostumbrado a no andar por los montes y a no llevar detrás de mí a un pelotón. ¡Era tan duro aquello! Y tan hermoso…

—¿Hermoso? Eso habría que preguntárselo a los muertos.

—A los muertos también les pareció hermoso. Cayeron por un ideal. ¿No has oído al ex legionario?

—Lo he oído, claro. Pero él vive. Y los hubo que murieron tontamente, sin saber por qué.

—Nunca se muere sin saber por qué.

—No exageres, Mateo. El heroísmo no es ninguna obligación. ¿Cuándo te meterás eso en la cabeza?

—Nunca.

—Lo siento. Lo siento por ti…

—Ignacio… ¿te acuerdas de cuando llegaste del frente? Hablabas de otro modo…

—Estaba borracho. Me había contagiado. Ahora lo que quiero es aprender.

—La guerra es una gran lección.

—A mí me parece que la gran lección es la paz. Y el Derecho Civil.

—La paz a menudo entontece el cerebro. Y conste que la idea no es mía. Es de Dostoievski, que si no me equivoco es santo de tu devoción.

—Con todos los respetos por el ilustre epiléptico, preferiría no haberte visto nunca con una pistola en el cinto.

—Hay pistolas necesarias. ¿O no lo crees así? ¿Te acuerdas de Cosme Vila?

—Mira, vamos a dejar eso y a hablar otra vez de Pilar, y de Marta, y del doctor Andújar… En la Universidad he visto a un mutilado, ciego. Una de esas pistolas necesarias lo dejó ciego. Deseo que al pobre muchacho la noche le guste tanto como a ti…

Mateo se calló. Por un momento se imaginó sin ojos. ¡No podría conducir el coche, cuyos faros rastreaban la carretera! Pero pronto reaccionó. Y también Ignacio.

Tácitamente acordaron terminar el viaje en buena armonía, dialogando sobre lo que pudiera unirlos y no sobre lo que los separaba.

—¿Así, pues, Viva la Vida? —exclamó Mateo, con repentina sinceridad.

—Viva la vida, sí —rubricó Ignacio, encendiendo un pitillo y pasándoselo a Mateo, quien se lo llevó a los labios y lo chupó con profunda voluptuosidad.

El automóvil enfiló la recta de llegada a Gerona, donde el recibimiento que se hizo a los muchachos, en sus respectivos domicilios, fue triunfal.

Don Emilio Santos, que a medida que se le curaban las piernas iba recobrando el humor y la serenidad, le dijo a Mateo, en tono irónico:

—¿No te parece un abuso aprobar sin haber olido un libro? En ese plan, si el general Sánchez Bravo se empeñara, le daban en junio el título de Ingeniero Agrónomo…

En el piso de la Rambla, Matías fue más concreto aún. Le dijo a Ignacio:

—De acuerdo, has aprobado. Pero este invierno deberías estudiar en serio, ¿no te parece? El año que viene lo que querrán es que sepáis Derecho y no que cantéis
Cara al sol
. Yo creo que deberíais reanudar las clases con el profesor Civil.

Ignacio asintió. ¡Pero se sentía tan lejos de aquellos tomazos que guardaba encima del armario! De momento, al día siguiente llamó a Marta —¡ah, era preciso reconciliarse con ella!— y se la llevó al restaurante del Puente de la Barca, donde comieron, como antaño los hermanos Costa y como ahora los
gourmets
, ancas de rana amenizadas con clarete. Marta, pese a las ancas de rana, se sintió feliz… Y para premiar la «gesta» de Ignacio, le regaló un reloj de bolsillo antiguo, de esfera azul, que había pertenecido a su padre, el comandante. Ignacio tomó en sus manos el reloj con amor.

Siempre le habían gustado los relojes de bolsillo antiguos, con la cadenita. «Gracias, Marta —dijo, con emoción, abriendo y cerrando varias veces la tapa plateada—. Es precioso». Marta explicó: «Mi padre lo compró en África».

* * *

Cara al otoño, las piezas de la familia Alvear iban colocándose en el sitio más adecuado. En vista de que el sueldo de Matías en Telégrafos seguía siendo exiguo —de momento las promesas del Sindicato Vertical dormían horizontalmente la siesta…— y de que Ignacio tardaría aún unos meses en licenciarse, se acordó que Pilar empezase a trabajar. «No hay otra alternativa. Tienes que ayudarnos». Pilar aceptó de buen grado… a condición de que le quedaran horas para cumplir el Servicio Social, que había sido declarado obligatorio.

Mateo se encargó de solucionar el problema: a primeros de octubre Pilar empezó a trabajar, mañana y tarde. Por las mañanas en Salvoconductos, cuya oficina se había instalado en la planta baja del Gobierno Civil; por las tardes, en la Delegación de Abastecimientos y Transportes. «Así te ganas dos sueldos —le dijo Mateo— y el día se te hará menos monótono».

A Pilar, el trabajo en Salvoconductos no le gustó. Aquellas colas de gentes que se acercaban con aire de pájaros asustados a la ventanilla a entregar la documentación, la ponían nerviosa. Le daban ganas de gritar: «Pero ¡si aquí no nos comemos a nadie!».

Los salvoconductos se exigían especialmente para poder trasladarse a la zona fronteriza —el coronel Triguero no quería líos en su terreno—, y para obtenerlos se necesitaban dos avales. Pilar dio pruebas de tener poco aguante. «¡Dos, señora! ¡Dos avales y no uno solo! ¿No ha leído usted las instrucciones que hay en la puerta?». O bien: «¿Y la foto? ¿Cómo le vamos a dar el salvoconducto si no ha traído usted la foto?». A veces, al repasar las solicitudes, a la hora del cierre, prestaba atención a la grafía y a las firmas, y pensaba para sí: «¡Dios mío, España es un problema de enseñanza primaria!».

Su jefe inmediato era, ¡quién lo hubiera pensado!, Alfonso Estrada. Alfonso Estrada, veintidós años, ex combatiente en el Tercio de Nuestra Señora de Montserrat y actual presidente de la Congregación Mariana. Alfonso y su hermano, Sebastián —que estuvo en el
Baleares
y que desde el final de la guerra andaba de tercer oficial en un buque de pasaje de la Compañía Transatlántica—, en breve iban a heredar una considerable fortuna legada por su padre, que fue jefe de la CEDA y al que los «rojos» asesinaron. Pero por lo visto había dificultades testamentarias y por el momento la herencia era intocable.

Pilar lo pasaba estupendamente con Alfonso, quien se había matriculado libre en Filosofía y Letras. Alfonso era bien plantado, aficionado a la música —tocaba con mucho estilo el piano— y era además un conversador nato. Tal vez aludiera con exagerada frecuencia el tema religioso, del que Pilar estaba un poco harta, por culpa de Carmen Elgazu; pero lo hacía con alegría. Lo sorprendente en él era que «creía en fantasmas». Dicho de otro modo, le fascinaba todo lo que contuviera misterio, desde los fenómenos físicos hasta las leyendas de la selva o de su oponente, el desierto. Seguro que en Rusia, en el lago Baikal, hubiera gozado lo suyo. En los ratos de calma en la oficina gustaba de hablarle a Pilar de la posible vida en Marte y, sobre todo, de contarle relatos terroríficos, con abundancia de castillos ingleses, apariciones, rayos y pisadas misteriosas de gente muerta hacía años. El muchacho sabía crear la atmósfera a propósito con sólo cuatro palabras y un ademán; y si se producía un apagón, lo cual era frecuente, se apresuraba a encender placentero un par de velas. También le gustaba hablar de quiromancia y de los efectos de las drogas. «¿No serás espiritista, como el Responsable?», le preguntaba Pilar. «Pues casi…», le contestaba Alfonso, cuya susurrante voz hizo que en el frente le llamasen
Sordina
. Por supuesto, el muchacho admitía que el padre Forteza lo había influido en esa dirección, si bien aseguraba que, en honor a la verdad, había empezado a aficionarse a esas cosas en los parapetos, en las noches de guardia. «En el frente, de noche, se ve lo invisible y se oye el silencio, ¿comprendes? Además, mi hermano, Sebastián, está convencido de que los peces tienen su lenguaje y su mundo. ¡Sí, sí, ríete! ¡Ay, me da pena que sólo creáis en lo que se puede retratar…!».

Pilar le escuchaba, divertida.

—Y a todo esto, ¿por qué no te echas novia? Asunción estaría dispuesta a creer todo esto que me cuentas y mucho más…

Alfonso Estrada hacía un gesto expresivo y rehuía el tema. No se sabia si era por Asunción en particular o por las mujeres en general.

—Eso es lo que no me gusta de vosotros, los congregantes —apostrofaba Pilar—. Habláis de cualquier cosa, hasta de fantasmas, pero no de chicas. ¿Os asustamos o qué?

—¿Asustarnos? —Alfonso se reía—. Me afeito con Gillette, como Mateo…

—El día que me cuentes un chistecito verde, me lo creeré…

Alfonso Estrada era querido por todo el mundo, gracias a su exquisita corrección. El padre Forteza no era el único en augurarle un gran porvenir.

En la Delegación de Abastecimientos y Transportes, donde Pilar trabajaba por las tardes, el ambiente era muy otro. La tarea le resultó allí mucho más fácil a la muchacha, pues a petición propia la destinaron a «Cartillas de Racionamiento», donde ya estuvo en la época «roja», a las órdenes de la Torre de Babel. «Está visto —comentó— que he de ser yo quien distribuya los víveres de la ciudad».

Su jefe en este Servicio era precisamente Carlos Grote, el chismoso contertulio de Matías. Pilar lo llamaba
La Gaceta de la Ciudad
. Pero también se encontraba a gusto con él, porque era hombre muy cariñoso y porque demostraba sentir por Matías un gran respeto. A Pilar la llamaba «hija». «Cualquier cosa que te ocurra, hija, ya sabes».

«Descuide, señor Grote. Pero no creo que me ocurra nada».

El señor Grote era lo más opuesto a Alfonso Estrada que pudiera imaginarse. Pese a ser isleño —«de Santa Cruz y no de las Palmas», concretaba siempre—, no sentía la menor inclinación por lo misterioso. «Las cosas son o no son», era su lema. Fue socialista toda su vida y creía, como Antonio Casal, que la sociedad giraba en torno a la economía y a la lucha de clases. Meticuloso en extremo, controlaba las «Cartillas de Racionamiento» como el señor obispo su fichero sacerdotal. «Esos endiablados apellidos catalanes… —murmuraba siempre—. Con lo fácil que es escribir López o Ramírez».

El señor Grote descubrió que los chismorrees, que tan mal le sentaban a Galindo en el Café Nacional, hacían por el contrario las delicias de Pilar. Así que cada tarde se traía su ración para la muchacha. «¿Sabes que el Gobernador le ha traído como regalo a Pablito, su hijo, una armónica? Será para ver si le calma un poco los nervios…»

«¡Menuda sesión de póquer anoche en el Casino! Tu amigo —o tu camarada, si lo prefieres— Miguel Rosselló, perdió hasta la camisa». «Oye, Pilar… ¿Por qué no le dices a mosén Falcó que haga un poco la vista gorda en la censura de películas? Se ha puesto en un plan… Nadie tiene la culpa de que no haya besado nunca a una mujer…»

Un día el señor Grote entró en el despacho de Pilar con cara de circunstancias y le dijo a la chica:

—Pilar, hoy te traigo la noticia del siglo…

—¿Qué pasa? Algo del doctor Chaos, como si lo viera…

—Te equivocas… Se trata de tu hermano César.

Pilar se quedó clavada en la silla y miró a su jefe con asombro casi cómico.

—¡No te alarmes, mujer! Y no me preguntes cómo me he enterado… Lo sé de buena tinta, y basta —Pilar se mantuvo a la expectativa—. Se trata de ese asunto de la beatificación…

Pilar levantó la cabeza y su expresión recordó la del director de la
Gerona Jazz
, el popular Damián, cuando hacía un solo de trompeta.

—Pero, ¡señor Grote! ¡No sé de lo que está usted hablando!

El señor Grote se frotó con gusto las manos.

—Escúchame, hija… y me lo agradecerás. En esos expedientes hay un defensor: no se sabe todavía quién será. Pero hay también un acusador, llamado «abogado del diablo», que se encarga de buscarle los defectos al encausado. ¿Empiezas a comprender? Pues ahí está: en el caso de César, el «abogado del diablo» será mosén Alberto…

Pilar se quedó estupefacta y la información más bien le pareció un cuento digno de Alfonso Estrada. Sin embargo, ¡lo malo, o lo bueno, que tenía el señor Grote, era que sus chismes acostumbraban a ser ciertos! Ahora bien, ¿a qué hablar de defectos tratándose de César? ¿Qué defectos pudo tener su hermano? ¿Y por qué sería precisamente mosén Alberto el encargado de buscárselos?

—El obispo lo ha elegido a él, hija… Tiene miga, ¿no? Pilar acabó mordiéndose varias uñas a un tiempo y exclamando:

—Aquí, señor Grote, no hay más «abogado del diablo» que usted.

Y el caso es que el señor Grote justificaba a su manera su afición por el fisgoneo ajeno. Se aburría en casa, con su mujer. Su mujer, también canaria, «aunque de Las Palmas y no de Santa Cruz», se pasaba el día bostezando y quejándose de la humedad de Gerona y de lo duro que sería el invierno. «¿Sabes lo que es una maniática, Pilar? Pues eso es mi mujer. No tiene más que una obsesión: la limpieza. ¡Que todo parezca de plata! ¿Crees que eso tiene interés? Prefiero dedicarme a la maledicencia…» «¡Ay, hija, todavía estás a tiempo! Antes de casarte —y que Mateo me perdone— cuenta hasta ciento».

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