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Authors: José María Gironella

Tags: #Histórico, #Relato

Ha estallado la paz (50 page)

BOOK: Ha estallado la paz
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Triunfó también, ¡no faltaría más!, doña Cecilia, la esposa del general. Estrenó otros guantes blancos, otro collar y un traje muy escotado. «No se preocupe —le dijo Manolo, acariciándose su barbita de abogado independiente—. El señor obispo sólo está en contra de los escotes en los bailes populares». Doña Cecilia soltó una carcajada. «¡Qué picarón eres, Manolo, qué picarón!». Triunfó Marta. ¡Por fin Ignacio pudo verla sin el uniforme de Falange! Traje negro, tal vez austero en exceso, pero exquisito. «Estás preciosa, Marta». «¿Lo dices de veras, Ignacio? Cuando me piropeas nunca sé si lo haces en serio o en broma». Triunfó María del Mar, la esposa del Gobernador, con sus ojos glaucos y sus buenas maneras. María del Mar iba de un lado para otro como haciendo los honores de la casa. El general inició con ella el baile, y los asistentes estallaron en una cálida ovación. Por último, triunfó también, inesperadamente, Adela, la guapetona mujer de Marcos. Aquella fue su noche: había luchado lo suyo para que su marido fuera admitido en calidad de socio en el Casino y por fin lo había conseguido.

Gracias a ello podía, ¡ya era hora!, codearse con la buena sociedad. Sus brazaletes tintineaban como los de doña Amparo Campo y era evidente que los hombres no le quitaban ojo. Triunfó en toda la línea. Marcos era feliz viéndola pasar de brazo en brazo y repartiendo miradas lánguidas. «Espero —dijo— que eso la tranquilizará por una semana».

Ignacio se impresionó tanto viendo a Adela —¿por qué solían gustarle las mujeres cuarentonas?— que la sacó a bailar inmediatamente. Y he ahí que al encontrarse con ella en el centro de la pista y al rodearle vigorosamente la cintura, sintió de pronto un estremecimiento mucho más intenso que el que experimentaba bailando con Marta. Fue uno de esos latigazos que su carne recibía de vez en cuando. Recordó al coronel Triguero, a su coronel en Fronteras: «¡Corrígeme si me equivoco!». «¡Apuesto que…!».

Recordó también las muchas veces que por la calle y en el Café Nacional había piropeado a Adela, sin que ésta se molestase. Adela, feliz, le dijo al muchacho: «Bailas muy bien, Ignacio». Ignacio hizo: «¡Psé!». Pero al finalizar la pieza los dos permanecieron como clavados en el mosaico, hasta que la mujer, coloreadas las mejillas, le dijo: «¿Por qué no subes a casa algún sábado por la tarde, a tomarte un café…?».

¡Válgame Dios, aquél era el sueño que Ignacio había tenido en varias ocasiones y del que habló con Mateo al regresar con éste de Barcelona, después de los exámenes!

—Descuida —contestó Ignacio, tuteando a Adela, en tono de complicidad—. No faltaré…

Ignacio acompañó a Adela hasta su asiento —Marcos le dio las gracias al muchacho por su gentileza— e Ignacio se separó. Entonces buscó con la mirada a Marta: Marta bailaba con el Gobernador y desde lejos le hizo una seña amistosa. ¡Oh, claro, el Gobernador, el camarada Dávila, que aquella noche no llevaba gafas negras y que a fuer de buen andarín lo que prefería era el pasodoble, cumplía con su deber: bailaba con todo el mundo! De preferencia, con Pilar… Sí, Pilar era un poco la niña de sus ojos y le gastaba bromas. «¡Ay, Pilar, estás como para mandarle a Mateo una tarjeta y los padrinos!». Pilar fingía escandalizarse. «¡Por favor, qué dislate! ¡Mateo es demasiado joven para encontrarse convertido en Gobernador…!».

La fiesta se prolongó. Hubo serpentinas y bombardeo de pelotas de papel. Se anunció el baile de la escoba: quedóse con ella Esther, que exhibía un traje de raso, largo hasta los pies… Se sorteó un banderín conmemorativo ¡y correspondió al comisario Diéguez, quien llevaba en la solapa su eterno clavel blanco! José Luis Martínez de Soria, que bebió más de la cuenta y se chanceó con los camareros, en un momento dado se acercó a Manolo y lo llamó «jurídico desertor». Manolo no se lo tomó a mal. «¡Qué quieres! —le dijo—. A lo mejor eso nos permite ser buenos amigos». En cuanto al doctor Chaos, bailó también, aunque muy poco. De hecho dedicó casi la velada entera a doña Cecilia, a la que contó infinidad de historietas un poco subidas de tono.

«¡Es usted un bribón, doctor! ¡Un bribonzuelo!». El doctor asentía, riéndose a mandíbula batiente: «Más de lo que usted se imagina, doña Cecilia».

A las tres de la madrugada, Damián, acercándose al micrófono, se dirigió a los asistentes:

—¡Señoras y señores, deseamos que el baile haya sido de su agrado! ¡En nombre del Casino, y de la
Gerona Jazz
, muchas gracias! ¡Buenas noches a todos… y hasta pronto!

Todo el mundo se precipitó al guardarropa y empezó a desfilar. La majestuosa escalinata del Casino resbalaba —en una ocasión, el anarquista Santi estuvo a punto de romperse en ella una pierna— y había que bajarla con cuidado. Fuera hacía frío.

Algunas señoras llevaban abrigo de pieles. Los coches del General y del Gobernador esperaban cerca, en la plaza del Ayuntamiento. Cuando arrancaron, los que estaban cerca aplaudieron. Los borrachos se rezagaban, se empeñaban en permanecer en el local. Pero por fin salieron también y echaron a andar por la acera, pegados a la pared.

Poco después la calle quedó desierta. El sereno del barrio, que se había pasado aquellas horas calentándose en la panadería, y que salió al advertir que la música había cesado, cuando vio que no quedaba nadie hizo sonar su bastón en dirección a la plaza Municipal. Llegado allí miró el reloj del Ayuntamiento, que marcaba las tres y media, y encendió un pitillo. Las ferias y fiestas de San Narciso, patrón de la ciudad, habían terminado.

Capítulo XXVI

Mes de diciembre. La vida continuaba. Prueba de ello eran las noticias que por aquellas fechas Jaime subrayó con lápiz rojo en
Amanecer
.

«En los Estados Unidos Al Capone había sido puesto en libertad y se había marchado a vivir con su familia a Pensilvania».

«Los generales laureados habían sido incluidos en las listas de honor del Real Automóvil Club de España».

«Los académicos habían comenzado en Madrid la revisión del Diccionario de la Lengua, al que incorporarían los vocablos que con la guerra adquirieron carta de naturaleza».

«En Barcelona habían sido clausurados los canódromos y los bailes-taxi».

«El conocido ex policía gerundense Julio García, que en París llevaba una vida de vilipendio, había sido identificado como espía de los aliados».

«Los ex maestros David y Olga, responsables de tantos crímenes en la provincia, habían fundado en Méjico una editorial cuyo primer título publicado era:
Lo que todo el mundo debe saber del marxismo
».

«Por orden gubernativa, habían sido retirados los desnudos que figuraban en la exposición de pinturas recién abierta en la Biblioteca Municipal».

Etcétera.

Matías seguía leyendo con delectación las noticias señaladas por Jaime. Pero no se limitaba a eso. Leía también los partes de guerra —los alemanes continuaban hundiendo barcos mercantes enemigos y los rusos no conseguían avanzar en Finlandia— y, con especial atención, los anuncios, pues siempre había creído que éstos eran muy útiles para tomarle el pulso a la sociedad.

¿Por qué —se preguntaba Matías— los anuncios más frecuentes por aquel entonces, con abrumadora diferencia sobre los demás, eran los de aparatos ortopédicos para curar las hernias; los de máquinas usadas; los de productos antivenéreos y antidiarreicos; los que curaban la sarna; el Fósforo Perrero y los productos de belleza para la mujer?

Después de reflexionar con cierta intensidad, Matías sacó sus conclusiones. La gente necesitaba más que nunca fósforo para reforzar la cabeza. La falta de higiene propagaba las enfermedades venéreas y la sarna. Las máquinas usadas y las diarreas eran consecuencia de la lucha sostenida a lo largo de tres años. Las mujeres querían embellecerse —pomadas para el cutis, fijadores para el pelo, barras de labios…— y él tenía en la familia dos buenos ejemplos de ello, cada cual a su manera: Pilar y Paz.

Ahora bien ¿y lo de las hernias? ¿Tantos herniados había en España? ¿Por qué? El chismoso señor Grote le decía: «La cosa está clara, amigo Matías. Los españoles, casados o solteros, hacemos muchos ejercicios violentos».

Matías esperaba que algún día apareciera en
Amanecer
un anuncio que curara los trastornos que, pese a los cuidados del doctor Pedro Morell, sufría Carmen Elgazu.

«¿Por qué no aparecerá un remedio eficaz contra esas horribles hemorragias?», se preguntaba. Sí, ésa era la preocupación que gravitaba sobre los Alvear, precisamente cuando se acercaba la Navidad. Las medicinas prescritas a modo de prueba por el doctor Pedro Morell no daban el resultado apetecido. Carmen Elgazu disimulaba, pero desmejoraba a ojos vistas. Pilar e Ignacio se habían dado cuenta de ello y le preguntaban: «¿Qué te ocurre, mamá?». «Nada, hijos. Que no tengo apetito. Y que yo no me pongo en la cara esos potingues que le quitan a una años de encima». No, no era eso.

De tal modo, que en la última visita que Matías y Carmen le hicieron al competente ginecólogo, éste había llamado aparte a Matías y le había dicho: «Lamento tener que hablarle así. Vamos a darle a su esposa unas sesiones de radioterapia; pero creo que no quedará más remedio que practicarle la intervención de que le hablé».

Esta vez Matías había afrontado la realidad y le había preguntado al doctor:

—Exactamente ¿qué quiere usted decir con eso?

El doctor le había contestado, haciendo un expresivo ademán:

—Extirpación…

El aldabonazo había sido más tremendo que el que pegaba Jaime en las puertas al repartir el periódico. Matías, exceptuando lo de César, no estaba acostumbrado a noticias de esa clase, que afectasen a su casa de modo tan vital. Ésta la subrayó él mismo, con lápiz rojo, en el alma. Matías había creído siempre que su mujer era invulnerable, que era eterna. La palabra extirpación había desmoronado en su interior algo muy arraigado y profundo.

—En todo caso —había preguntado—, ¿quién se encargaría de la operación?

El doctor Morell había contestado sin vacilar:

—Yo les aconsejaría el doctor Chaos.

¡Doctor Chaos! ¡Precisamente el doctor Chaos…! A Matías le había parecido aquello una muy triste ironía del destino.

Y no obstante, era preciso seguir disimulando. Por Carmen Elgazu. Por los hijos. Y porque se acercaba la Navidad.

* * *

El abogado Manolo Fontana leía también las noticias y los anuncios de los periódicos, pues su curiosidad era muy grande y quería estar al corriente de todo lo que ocurría. Además, tenía fe en las asociaciones mentales. Si por algo se alegraba de su condición de universitario y de su pasión por la lectura era porque ambas cosas le permitían abordar los temas desde ángulos diversos. Siempre decía que con la guerra, carrera con meta única, sufrió grandemente «de claustrofobia ideológica». Por si fuera poco, en su obligado trato con la gente se daba cuenta de que la mayoría de las personas no tenían más allá de cinco o seis ideas en el caletre. Con eso se las iban arreglando; se las iban arreglando para desembocar en el tedio.

Manolo, sobre todo desde la apertura de su bufete de abogado, se había hecho popular. Sin duda habían contribuido a ello su perilla a lo Balbo y su indumentaria, siempre alegre y vistosa. Ahora por ejemplo, desde la llegada del frío, llevaba un sombrerito tirolés, verde y pequeño, muy gracioso, que divirtió a sus conciudadanos. El sombrerito, en el que los domingos se colocaba una pluma irónica, y su gabán con cuello negro, de, piel, le daban un aspecto cosmopolita en perfecta concordancia con su personalidad. Como decía el profesor Civil: «Acaba uno pareciéndose a aquello que admira». Además, tenía una voz rotunda, de amplios registros, que en la Audiencia, cada mañana —gracias a que su bufete se veía muy concurrido— lo ayudaba en gran manera.

Esther estaba tan contenta con las perspectivas profesionales que se le ofrecían a Manolo que, a imitación del Gobernador, había empezado a organizar en su casa amistosas meriendas. Con la ventaja de que ella podía elegir a sus invitados. María del Mar le decía: «Ay, hija, a eso le llamo yo tener suerte. ¿Sabes quién viene mañana a casa a cenar? ¡El delegado de Sindicatos! Cosas de mi maridito… Seguro que se presentará vestido de “productor”».

Manolo y Esther llevaban mucho tiempo deseando recibir en su domicilio a Ignacio y a Marta, reunirse con ellos y charlar. Pero Ignacio continuaba con sus periódicos viajes a Figueras y a Perpignan —el coronel Triguero, en Fronteras, sin Ignacio se sentía desamparado—, y los días habían ido pasando sin que se presentara la oportunidad.

Por fin la reunión iba a poder celebrarse, aprovechando unas pequeñas vacaciones que Ignacio consiguió. Esther, al enterarse, llamó por teléfono a Marta y le dijo: «Si no tenéis ningún compromiso, os esperamos a las seis, a tomar el té. Queremos que conozcáis nuestro piso. Y que veáis nuestro árbol de Navidad».

Ignacio no pudo disimular su alegría. También los asuntos del muchacho iban viento en popa. ¡Esperaba para fines de enero, o para febrero lo más tarde, la licencia! Y ahora, la invitación de Manolo y Esther, por quienes sentía una inclinación especial.

Marta le dijo:

—Ponte el traje azul marino. Y córtate las uñas, por favor…

—¡Oh, desde luego!

La entrevista había de resultar decisiva. A la hora precisa Marta e Ignacio subían la escalera que conducía al piso que perteneció a Julio García. Abajo, una placa dorada decía: «Manuel Fontana, abogado». Ignacio recordó muchas cosas al pisar aquellos peldaños. Recordó, sobre todo, la visita que le hiciera a Julio en compañía de su primo José Alvear.

Les abrió la puerta una doncella muy atractiva, muchacha que Esther se había traído de su tierra, de Jerez de la Frontera. Pero al instante aparecieron en el pasillo Manolo y Esther, ésta con unos pantalones de corte excelente y raya impecable.

—¡Magnífico! A eso le llamo yo ser puntual —saludó Manolo.

Esther, por su parte, dijo:

—Dadnos los abrigos. La calefacción funciona aquí de maravilla.

Ya el vestíbulo llamó la atención de Ignacio. Colgados en en la pared, dos pequeños retablos y un estupendo grabado antiguo de Barcelona. ¡Y nada de perchero! Un armario, en el que los abrigos quedaron guardados. En un rincón, una ánfora con altas espigas.

Pero la impresión fuerte la recibió el muchacho al penetrar en lo que fue comedor de Julio García. Ignacio sintió muy adentro que «aquello era lo que él desearía tener».

La estancia se había convertido en salón y parecía mucho más espaciosa que antes, debido al color claro de las paredes, a la desaparición de la lámpara que colgaba del techo y a la asimétrica disposición de los muebles. Alfombras exóticas, la chimenea ardiendo y libros por todas partes. En un ángulo, ¡el árbol de Navidad! Un abeto adornado con bolitas de color, estrellas de plata y regalos. Probablemente, el único abeto de la ciudad…

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