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Authors: José María Gironella

Tags: #Histórico, #Relato

Ha estallado la paz (53 page)

BOOK: Ha estallado la paz
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No existía tal peligro, por lo menos de momento. En el piso de la Rambla el festejo central de la jornada iba a ser el almuerzo, cuyos preparativos dieron lugar a un pequeño incidente. Pilar quería que fueran Mateo y don Emilio Santos quienes compartieran con ellos la mesa; pero Matías e Ignacio entendieron que era obligación ineludible que los invitados de honor fueran tía Conchi, Paz y Manuel. «En todo caso, Mateo y don Emilio pueden venir a última hora». Pilar insistió, pero no tuvo más remedio que ceder.

«¿Entonces les digo que vengan a las siete?». «Cuanto más tarde, mejor. ¿No comprendes que sería una insensatez enfrentar a Mateo y a Paz? Se armaría la de San Quintín».

Pleito resuelto. El almuerzo se inició bajo los mejores augurios. Tía Conchi, ¡por fin!, se presentó bien peinada, con pendientes, un limpio chal sobre los hombros y los labios ligeramente teñidos de carmín. Manuel estrenó un traje de ocasión, ¡azul marino!, que el Patronato de Damas les envió, sin haberlo ellos solicitado. En cuanto a Paz, dio el golpe. Las propinas obtenidas en la Feria y el aguinaldo con que la obsequió Dámaso, su patrón, le permitieron exhibir un precioso vestido amarillo y un broche reluciente, broche que arrancó de Pilar una pregunta intencionada: «¿Te ha costado muy caro, si puede saberse?».

Pero lo cierto es que el almuerzo transcurrió jubilosamente. Todo el mundo hizo cuanto pudo para estar a la altura de las circunstancias. Eloy colaboró con Ignacio en la misión de animar la fiesta y cada intervención de Matías, repitiendo cosas oídas en el Café Nacional y contando anécdotas de Telégrafos, era coreada con risas. Risas bañadas primero en vino tinto, luego en vino blanco y por fin en champaña. Los tapones salieron disparados hacia arriba y Carmen Elgazu exclamó cada vez: «¡Jesús! ¡A ver si se nos cae el techo encima!».

Por su parte, Paz estuvo ocurrente. Admitió que pasar de la fábrica de lejía a despachar agua de colonia detrás de un mostrador, era una inconfesable concesión a la burguesía. Ignacio hizo notar que la capacidad autocrítica de la muchacha era ovacionable; Paz negó con la cabeza. Nada de eso. En realidad no se trataba de aburguesarse, sino de oler bien, puesto que estaba enamorada y quería conquistar al mozo de sus sueños. Todo el mundo se interesó por el nombre de tal mozo; ella afirmó que era un secreto que no revelaría a nadie. «Quizá, quizás un día de estos se lo diga a Eloy». A continuación parodió perfectamente a las señoronas de la ciudad que entraban en Perfumería Diana con la pretensión de que por cincuenta pesetas les proporcionaran una cara agradable. «Es pedirle peras al olmo. ¡Las hay que asustan, ésa es la verdad!».

Todo se desarrollaba a plena satisfacción y con lentitud extrema. Tanta lentitud que a la hora del postre abrió brecha en el comedor cierta melancolía. Llevaban ya dos horas en la mesa. Las mejillas se habían coloreado. Matías, disimuladamente, se había desabrochado el cinturón y tía Conchi, poco acostumbrada a tales festines, se había puesto un si es no es alegre. Había eructado un par de veces, pidiendo perdón, y decía cosas extrañas.

—¿Un poco más de champaña, Matías, eh? ¡Está riquísimo, ea!

La primera rotura se produjo debido precisamente a la cuñada de Matías. De pronto, los ojos de la mujer se humedecieron visiblemente. Todo el mundo lo atribuyó a la bebida, hasta que Paz se dio cuenta de que su madre estaba llorando.

—¿Qué te ocurre? —le preguntó, en tono amable.

Hízose un respetuoso silencio. Tía Conchi, que había empezado a despeinarse, dijo:

—No me hagáis caso. Es que… —no terminó la frase. Pero su mirada giró en torno al comedor, como buscando algo.

Carmen Elgazu comprendió que la nostalgia había invadido el ánimo de la mujer, precisamente debido a aquel compás de felicidad.

—Anda, Conchi. Que estamos todos reunidos. Que todos te queremos…

—Sí… —sollozó la mujer—. Ya lo sé.

Ignacio se percató de que su tía Conchi tenía bigote, un bigote negro y desagradable. No acertó a intervenir. El pequeño Manuel se compadeció de su madre y con afán de distraerla propuso:

—¿Queréis que os recite una poesía?

—¡Sí, sí!

—¡Bravo, bravo!

Paz miró a su hermano y bromeó:

—¡Que no sea aquella de Gibraltar…!

Matías soltó una carcajada e Ignacio corroboró: «¡Caray con el Peñón!».

Manuel recitó una poesía navideña alusiva al Niño Jesús, al que llamó «dulce amor mío» y mencionó a los pastores y la mansedumbre de San José. A Paz se le hizo tan raro oír tales cosas en boca de su hermano, que también ella empezó a girar la vista por el comedor. Vio la radio Telefunken; el reloj de la pared; el Sagrado Corazón entronizado; los visillos, sin una mancha. Un ambiente de calor humano muy distinto al que reinaba en aquel lóbrego piso que perteneció al Cojo. Pilar dijo:

—¡Eloy, Eloy, ahora te toca a ti! ¡Hala, una poesía!

Eloy se excusó:

—Yo sólo sé meter goles… —Y como su comentario provocara hilaridad, la mascota del Gerona Club de Fútbol, aupado, se levantó y pegó en el aire un puntapié imaginario.

Paz, que quería mucho a Eloy, aplaudió como los demás. De vez en cuando su mirada se cruzaba con la de Pilar y entonces brotaba una pequeña chispa.

Evidentemente, la cosa no era nueva. Desde que Paz llegó de Burgos las dos muchachas no habían hecho más que azuzarse. Por ejemplo, con motivo del éxito de Paz en la caseta de la Feria repartiendo muestras de jabón y perfumes, Pilar no escatimó sus comentarios agresivos. «Es una descocada —había dicho—. Nos dará algún disgusto serio». Por su parte, Paz mantenía el criterio de que Pilar no servía para nada. «Le quitas la camisa azul y el amparo de Mateo y no queda nada. ¡Vendiendo tabaco y chicles la querría yo ver!».

Pero la Navidad apagaba esos brotes, con la ayuda de los relámpagos ingeniosos de Ignacio, quien de pronto preguntó: «¿Y por qué el ángel no deseó paz a las mujeres de buena voluntad? ¿Se le olvidó, o es que no las hay?».

Su intervención tuvo tanto éxito que el muchacho, definitivamente alegre, miró de súbito al Telefunken del rincón.

—¿Ponemos un poco de música? ¡A lo mejor dan villancicos!

—¡Oh, villancicos! —repitió Carmen Elgazu.

Pilar, anticipándose a Ignacio, se levantó y se dirigió al aparato de radio y lo conectó. «¡Atención, queridos radioyentes, atención. Vamos a dar lectura al mensaje que el Excelentísimo señor Gobernador de la provincia dirige a la población con motivo de la Navidad. Queridos radioyentes, atención…!».

Matías se precipitó a decir:

—¿Mensajes a estas horas? Quita eso, por favor…

Pilar fingió sorpresa.

—¿Por qué? Es un día adecuado, ¿no?

Matías repitió:

—Quita eso, Pilar, anda… Y regresa a tu sitio…

Pilar desconectó la radio y obedeció. Entonces Paz, en cuanto vio a su prima sentada, dijo:

—Me das envidia. Pilar. De veras te lo digo.

—¿Yo? ¿Por qué?

—Porque se te ve feliz.

Pilar miró con fijeza a su prima.

—Lo soy. ¿Hay algo malo en ello?

Matías interrumpió:

—Señoras y caballeros, ¿quién quiere un poco más de anís? Paz, ¿te sirvo una copita?

Paz volvió la cabeza hacia su tío Matías.

—¿Por qué no?

Llena la copita, Paz se levantó y brindó:

—¡A la salud de todos…! —Y se bebió el anís de un sorbo y acto seguido encendió un pitillo, con mucho estilo.

Sí, no podía negarse que Paz, grosera a veces, en otras tenía dignidad. Además, estaba hermosísima siempre. Lanzó una espiral de humo que la envolvió, pese a lo cual su gran cabellera rubia siguió reluciendo como la cristalería de la mesa.

Era evidente que la reunión estaba resultando un éxito. Pero entonces sucedió lo que nadie podía pensar: llamaron a la puerta.

—¿Quién será?

—A lo mejor un telegrama…

Eloy se plantó de un salto en el pasillo y abrió: era mosén Alberto.

¡Válgame Dios! Claro, claro, en una jornada como aquélla el sacerdote no podía faltar en el piso de la Rambla. Se encontraba en el Museo Diocesano, solo con la sirvienta, y de pronto se dijo: «¡Por todos los santos, si no les hago una visita a los Alvear, me muero!».

Carmen Elgazu gritó ¡albricias! en el fondo de su corazón.

El sacerdote se despojó, en el vestíbulo, de su manteo y entró en el comedor.

—Siéntese, reverendo. Por favor, aquí, en la presidencia…

Mosén Alberto aceptó. Oyóse el rumor de las sillas al desplazarse. Paz procuró dominarse, pero su expresión había cambiado. Era evidente que la entrada del sacerdote había trastocado por completo la situación.

Mosén Alberto giró la vista en torno y fue reconociendo a los comensales.

—Tía Conchi, Paz, Manuel… —suspiró con alegría—. ¡Qué bien! Todos reunidos. Esto es hermoso. Rodeado de Alvear por todas partes… —el sacerdote advirtió que Eloy lo miraba interrogante y se apresuró a añadir—: Pero ¡si tú eres también Alvear, hijo!

Carmen Elgazu ofreció al sacerdote:

—¿Un poco de turrón, mosén Alberto?

Éste, satisfecho, se frotó las manos.

—¡No faltaría más!

Acto seguido Ignacio lo invitó a fumar y el sacerdote, después de un titubeo, aceptó.

—¡Un cura fumando! —rió tía Conchi.

—¡Je! —hizo Eloy.

Paz había enmudecido. Y es que no lo podía remediar: las sotanas la sacaban de quicio… ¿Por qué tuvieron que ofrecerle a mosén Alberto la presidencia de la mesa?

Desde su llegada todo el mundo estaba pendiente de él, de sus mínimos deseos. Y el sacerdote le estaba pareciendo a ella untuoso, hipocritón. Hablaba con mucha desenvoltura; ¡pero aquellas manos tan blancas!

Matías dijo:

—Desde luego, mosén Alberto, lo que más admiro de ustedes es que abandonen a la familia y se encierren en una sacristía… o en un museo.

Mosén Alberto comentó:

—¡Pues no le falta a usted razón! —Luego añadió—: A veces he pensado que Ignacio dejó el Seminario porque les amaba a ustedes demasiado…

Ignacio aceptó:

—Algo hay de eso —y, sin darse cuenta, miró con ternura a su madre.

En ese instante Paz, repentinamente cansada de guardar silencio, intervino:

—De todos modos, si no estoy equivocada, los sacerdotes tienen más familia que nadie, ¿no es así? Han de amar a todo el mundo por igual…

Mosén Alberto miró a la muchacha.

—Es cierto, hija. Sin embargo, ¡no creas que sea tan fácil!

Paz cabeceó con expresión ambigua.

—¡Desde luego! Eso ya lo sé…

Mosén Alberto captó la intención de la chica, pero dio con la respuesta adecuada.

—A mí me ha costado años conseguirlo… Por suerte —añadió en tono solemne— la guerra me enseñó el camino. Lo cual no significa que no tenga todavía remordimientos…

Paz se mordió el labio inferior, por lo que Carmen Elgazu casi se preguntó si la llegada de mosén Alberto no habría sido providencial, si no serviría para que la muchacha se diera cuenta de que «los curas no eran tan insoportables como imaginaba».

La atmósfera volvía a ser agradable. Hablóse de todo un poco. De los años que hacía que mosén Alberto conocía a la familia. «¡Hay que ver lo feúcha que era Pilar cuando llegaron ustedes de Málaga!». Hablaron del «christmas» de Manolo y Esther. El sacerdote comentó: «Pero ¿qué más da que Jesús naciera en verano o en invierno? Lo importante es que naciera, ¿no es cierto?».

El tiempo iba transcurriendo sin que nadie se diera cuenta. Excepto Pilar. Pilar no dejaba de consultar su reloj, un poco alarmada, pues se acercaba la hora en que tenía que llegar Mateo…

La muchacha le hizo con disimulo una seña a Matías y éste comprendió. Y sin poderlo evitar echó un vistazo al reloj que pendía de la pared.

Paz, entonces, se percató de que algo ocurría… Y de pronto intuyó de qué se trataba. ¡Claro, claro! ¿Cómo no había pensado antes en ello?

Se dirigió a su tío.

—Supongo que esperan ustedes a alguien, ¿verdad?

Matías sonrió como pudo. Pero Pilar fue más decidida.

—Pues sí, en efecto… —La muchacha añadió—: Hemos quedado con Mateo en que vendría a la siete.

Paz miró entonces a su vez el reloj. ¡Faltaban diez minutos! Y los hombres de camisa azul acostumbraban a ser puntuales…

—Está bien —dijo—. Será mejor que nos vayamos.

Ignacio puso cara de asombro.

—Pero ¿por qué? —La euforia de la Navidad le impedía a Ignacio calibrar debidamente la situación.

Paz hizo un gesto entre irritado y displicente.

—Es preferible, ¿no crees? Además, es ya muy tarde y mi madre está muy mareada.

—¿Yo… mareada? —tartamudeó tía Conchi.

Carmen Elgazu callaba. ¿Por qué, Señor, existían en el mundo incompatibilidades?

Paz se levantó, con más brusquedad de lo que hubiera deseado.

—¡Anda, madre! ¿Dónde dejaste el chal? Y tú, Manuel, vete a por el abrigo y la boina…

El cambio había sido tan rápido que nadie se movía. Ignacio que continuaba eufórico, y que esperaba también la llegada de Marta, se disponía a decir: «Pero ¡vamos a ver! ¿Por qué no podéis quedaros? Os estrecháis todos la mano y no pasa nada». Pero he ahí que en ese instante se produjo lo inesperado. El pequeño Manuel, que se sentía feliz en la casa, se rebeló. Nunca con anterioridad se había atrevido a contradecir a su hermana; pero esta vez lo hizo.

—Yo me quedo —dijo simplemente. Y miró a Paz con ojos entre suplicantes y decididos.

Algo estalló en el cerebro de la hermosa Paz, en el que el nombre de Mateo martilleaba con extrema dureza.

—¿Que tú te quedas? ¡Te he dicho que nos vamos!

Manuel permanecía clavado en la silla y había cobrado insólita dignidad.

—Por favor, Paz… No veo por qué he de marcharme yo también…

Y miró con gran afecto a Eloy.

Paz tuvo entonces una salida de tono. ¡El reloj avanzaba! Se sentía en falso y notaba que todos los ojos rebotaban en ella.

—Ya no te acuerdas de Burgos, ¿verdad? —su tono era agrio—. ¡Quédate si quieres! Y cuando suene el timbre de la puerta haces el saludo fascista…

Se hizo un silencio tremendo en el comedor. Conchi llevaba ya el chal en los hombros y se había levantado. Mosén Alberto miraba absurdamente la colilla de su cigarrillo en el cenicero. Fue una despedida penosa. Pilar tuvo que aguantarse para no replicar a su prima. Matías e Ignacio acompañaron a las dos mujeres.

Mientras avanzaban por el pasillo, Ignacio iba repitiendo:

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