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Authors: José María Gironella

Tags: #Histórico, #Relato

Ha estallado la paz (49 page)

BOOK: Ha estallado la paz
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La última crónica de Mateo fue la más breve. «Aquí, El Escorial. Día 1 de diciembre. A las seis de la tarde inicióse el acto de la inhumación. Mientras la losa sepulcral cubría el féretro de José Antonio, el Caudillo ha repetido las ya clásicas palabras: “Que Dios te dé el eterno descanso y a nosotros nos lo niegue hasta que hayamos sabido ganar para España la cosecha que siembra tu muerte”».

Capítulo XXV

No todo, por fortuna, había de ser guerra y trasiego de cadáveres. La vida múltiple ofrecía también aspectos estimulantes. Uno de ellos, las Ferias y Fiestas del patrón de Gerona, San Narciso; las ferias y fiestas que con tanto fervor había preparado la Comisión de Festejos del municipio.

Fue un acontecimiento que mudó por unos días la faz de la ciudad. Las norias, los tiovivos, las barracas, que efectivamente acudieron en gran número, se instalaron a lo largo de la Gran Vía. Desde el balcón de la Delegación de Abastecimientos, Pilar podía contemplar el bullicio humano; la bobaliconería de los campesinos llegados en autocar, vistiendo el traje dominguero; el frenesí de los niños. Durante toda la semana quedó patente que los gerundenses, de acuerdo con los deseos del Gobernador y del general Sánchez Bravo, querían recuperar el tiempo perdido, divertirse. La Andaluza podía dar fe de ello. «Como esto siga así —dijo—, no me quedará más remedio que traerme aquí un contable».

Varias personas triunfaron en aquellas fiestas. La primera, «La Voz de Alerta». «La Voz de Alerta», como alcalde, izó la bandera de cobertura de las obras de la Plaza de Abastos —la promesa se convertía en realidad—, sita a orillas del Oñar, por el lado de los cuarteles de Artillería. En el Café Nacional, Galindo, Marcos y el señor Grote bromearon lo suyo a costa del emplazamiento elegido, dado que justo allí se erguía el monumento a los Héroes de la Independencia, con un león en lo alto de la columna.

«Ese león —dijeron— bajará por las noches y se zampará toda la carne guardada en las cámaras frigoríficas». Otra persona triunfante fue Esther, la esposa de Manolo.

Consiguió inaugurar las obras para la construcción de dos pistas de tenis, precisamente en el Estadio de Fútbol. Los hermanos Costa, desde la cárcel, subvencionaron el costo de las redes y de las correspondientes jaulas metálicas. Esther, en el acto de la inauguración, apareció radiante. Su talle era tan fino y deportivo que nadie hubiera dicho que tenía dos hijos. Su presencia provocó un ¡ah! de admiración entre los asistentes, aunque algunos, por envidia o lo que fuere, decían de ella que era excesivamente moderna y que lo único que pretendía era llamar la atención. Tenía un admirador secreto, un defensor a ultranza: el camarada Rosselló. El camarada Rosselló, contemplando a Esther, conseguía olvidarse del Penal del Puerto de Santa María. Lo que el profesor Civil aprovechaba para decirle: «¿Por qué será, amigo Rosselló, que la gente elegante suele ser anglófila?». Otra persona triunfante: el capitán Sánchez Bravo, presidente del Gerona Club de Fútbol. El día cumbre de las ferias, el día de San Narciso, jugóse en el estadio de Vista Alegre, el partido máximo de la temporada —contra el Club de Fútbol Barcelona—, y el club gerundense se alzó con la victoria. Calculábanse en unas doce mil las personas que presenciaron el encuentro, procedentes de toda la provincia. La calle del Carmen, que conducía al Estadio, quedó abarrotada de vehículos de todas clases, entre cuyos conductores un muchacho sordomudo repartía propaganda de un insecticida. El once local hizo filigranas sobre el césped, levantando oleadas de entusiasmo, a las que no fue del todo ajeno Matías Alvear. Ciertamente, Matías iba al fútbol… por culpa de Eloy, de la mascota del equipo. Le hacía gracia ver al chico en la banda, sentado sobre un balón, al lado del entrenador y de Rafa, que hacía de masajista.

Cada vez que el Gerona Club de Fútbol marcaba un gol, el «renacuajo» de los Alvear pegaba un salto. Y si quien lo marcaba era su preferido, el delantero centro —un muchacho asturiano, llamado Pachín, que cumplía en Gerona el servicio militar—, Eloy tenía que dominarse para no saltar al terreno de juego y abrazar al jugador. Matías no conseguía interesarse de verdad por las incidencias del juego, que le parecía tan anodino como los toros, pero sí por el resultado final. Carmen Elgazu no hubiera imaginado nunca oírle decir a su marido: «les hemos dado pa el pelo»; «el domingo que viene jugamos fuera»; etcétera. «¿Por qué dices les hemos dado, y jugamos? —le preguntaba la mujer—. ¿Es que se te ha curado el reuma y piensas alinearte de extremo izquierda?».

El capitán Sánchez Bravo, que debido a su estatura y a su boquilla de oro tenía buena facha de presidente, se hizo muy popular. Se decía de él «que sabía tratar a los jugadores», arte complejo al parecer. Que como militar les imponía la disciplina necesaria; y como hombre de mundo sabía también, si la ocasión lo merecía, entrar en los vestuarios, abrazarlos uno por uno y concederles, como fue el caso el día de San Narciso, una prima extra. Además, gracias a su influencia el equipo podía contar, en los desplazamientos, con Pachín, con el recluta y goleador Pachín. «Una firmita en el cuartel y ¡hala, Pachín al autocar!». El general Sánchez Bravo, que solía ser muy duro y exigente con su hijo, y que de un tiempo a esta parte observaba todos sus movimientos con inquisitiva atención, en este asunto ponía punto en boca, pues comprendía que no podía contrariar «a la afición». «Van a quererte más a ti que a los que liberamos la ciudad».

Otra de las personas triunfantes en las fiestas fue Paz. Paz, flamante dependienta en la Perfumería Diana —la fábrica de lejía quedaba atrás…—, se llevaba tan de maravilla con Dámaso, su patrón, que un día le dijo: «¿Por qué no instalamos en la Feria un puesto de propaganda?». Dicho y hecho. Dámaso la felicitó por la idea, a condición de que fuera ella misma la encargada de atender al público y de obsequiarlo con pequeñas pastillas de jabón y con muestras de perfume.

Paz aceptó gustosa. El puesto que se les asignó estaba muy cerca del Gran Circo Español que actuaba en la ciudad. El éxito de la muchacha fue espectacular. Los ojos de Paz, más negros y alargados que nunca; sus labios, pulposos; su voz un tanto rota, seductora; las uñas de sus manos, que, por consejo de Dámaso, se pintó de color ambarino brillante; toda su persona, en fin, atrajo a la población juvenil masculina como el agua a los sedientos. Sobre todo los soldados —y los peones albañiles, y los empleados del Circo— se amontonaban en la caseta pidiendo más y más pastillitas de jabón. «¿Es que no os habéis lavado desde antes de la guerra? ¡Si seréis guarros! —gritaba Paz, ladeándose el casquete—. ¡Eh, tú, que ya llevas lo menos seis!». Las procacidades que Paz tenía que oír eran de todos los calibres. «Quítate ese uniforme, guapa, que quiero ver lo que hay debajo». «Esta noche, a las doce, en el cementerio. ¿Vale?». «Si me dices nones me voy a la Legión».

También las sirvientas —incluida Montse, la de «La Voz de Alerta»— se acercaron a la caseta a pedirle a la muchacha muestras de perfume. Y se morían de celos viendo a Paz capitanear aquel alboroto varonil. Algunos tratantes de ganado, con su blusa gris hasta las rodillas y su bastón, cuchicheaban desde lejos contemplando a Paz: «Eso estará en venta ¿no crees?». «No sé, no se ríe nunca». «Me gustaría enviarle un billete dentro de un sobre». Paz los veía también y adivinaba sus pensamientos. Y tenía ganas de encender un pitillo y ponérselo en la comisura de los labios para volverlos más tarumba todavía. Aunque lo que a ella le gustaba realmente era provocar a los «fascistas». La tarde en que descubrió a José Luis Martínez de Soria mirándola de reojo, mientras el muy tuno simulaba estar absorto ante las carteleras del Circo, se sintió colmaba de satisfacción y gritó: «¡Acercaos, muchachos! ¡Perfumería Diana regala jabón a todo el mundo, sin distinción de categorías! ¡Jabón Diana, que lo lava todo, incluso los cutis más delicados!».

La última de las personas triunfantes fue el padre Forteza. No sólo porque organizó en las Congregaciones Marianas un «Concurso de piropos a la Virgen» —que tuvo gran resonancia y que fue ganado por un hijo del Delegado de Hacienda, un joven congregante llamado Álvaro—, sino porque cada tarde, sin faltar una sola, se fue a la Gran Vía a deambular por entre las atracciones y las barracas. Por desgracia, dada su condición sacerdotal no podía entrar en todas partes, no podía verlo todo; pero apuró hasta el límite sus posibilidades. Prefería, desde luego, recorrer sin compañía la Feria; sólo en una ocasión accedió al ruego de Alfonso Estrada y visitó con éste la Caverna del Miedo, en cuyo antro una serie de monstruos y de esqueletos fosforescentes los asustaron rozándoles la cabeza. Lo demás, el padre Forteza lo visitó por su cuenta. Y así presenció una y otra vez la fantasía de la Gran Noria, que subía casi hasta el cielo. Y asistió, rodeado de chicos, a múltiples sesiones de títeres, aplaudiendo a rabiar cuando el diablo era apaleado al final. También le gustaba detenerse ante el sencillo aparato en el que, si el puñetazo era certero, se encendía la luz de arriba; comprobando que los hombres fuertes solían ser bajitos y anchos de espaldas. Su vagabundeo era espasmódico y fruto de la improvisación. Pasaba rápido delante de los barracones de tiro —no le gustaba que los mozos apretaran el gatillo— y en cambio se detenía largo rato ante las pistas de los autos de choque —la Comisión de Festejos consiguió la energía eléctrica necesaria—, donde los desconocidos y los enamorados se perseguían y se embestían con o sin mala intención. El padre Forteza, con sus ojeras, su barbilla afilada, a causa de las disciplinas, y sus calcetines blancos seguía siendo el gran apasionado de lo imprevisible y por ello las enormes ruedas del «siempre toca», en las que lo mismo podía uno llevarse una olla, que una muñeca, que un peine, lo hacían feliz. Al señor obispo no le hubiera gustado nada saberlo por allí; pero en cambio los procaces clientes de la caseta regentada por Paz y las chicas descaradas lo pasaban en grande al localizar una sotana. «¡Mira el curita! ¿Qué andará buscando?». Poca cosa.

Buscaba poca cosa. Si acaso, algodón dulce, de ése que brotaba de la nada, como las tentaciones. O almendras garapiñadas. O compadecer por igual, porque estaban enjaulados, a las fieras del Circo y a los pajaritos que adivinaban el porvenir. O contemplar a los prestidigitadores o a un pobre feriante que no tenía otra mercancía que ofrecer que dos paquetes de tabaco y seis caramelos sobre un cajoncito de madera. ¡Ah, claro, la Feria era también antidemocrática! En ella existían leones y palomas, domadores y esclavos, opulencia y mendicidad. Pero lo extraordinario, lo que hacía del padre Forteza un espectador de especie única, era que le gustaba visitar la Feria también al amanecer, cuando no había nadie, sólo algunas lonas cubriendo todo lo que durante el día hacía reír.

La Feria a la luz vagarosa del alba le conmovía extrañamente. Tenía la impresión de que las mudas barracas, los tiovivos, los anuncios tenían frío a aquella hora, como lo tuvo Mateo al pisar la escarcha de las rutas de España, rumbo a El Escorial. Los perros olisqueaban entre los residuos y los cucuruchos de papel y pasaba fugaz alguna que otra rata. Unos y otros se comían el cadáver de lo que la víspera fue algarabía y pasión. ¡Ah, no importaba! Al mediodía todo volvería a rutilar. «¡Siempre toca!». «¡Pasen, señoras, pasen!». El padre Forteza soltó en aquellas fiestas de San Narciso, grandes carcajadas, como las que soltaba a veces ante el Sagrario pensando y sintiendo la magnificencia de Dios. No creía que el contacto con lo liviano y pueril le dañara el alma. Todo lo contrario. Por otra parte ¿era liviano que un hombre se ganara la vida tragándose ante el público enhebradas hojas de afeitar? ¿Y era pueril la galería de espejos deformantes? ¡De ningún modo! Especialmente esos espejos representaban en el fondo las diversas verdades de la vida y los diversos
yo
que cada hombre cobijaba inevitablemente en su interior. Espejos cóncavos, que lo convertían a uno en el elegante y espigado doctor Chaos. Espejos convexos, que lo convertían a uno en el barrigudo patrón del
Cocodrilo
. El padre Forteza, jugando frente a aquellos cristales, pasaba en un santiamén de la cordura al disparate, de lo angélico a lo demoníaco. Igual que, a lo largo del día, le ocurría con la conciencia.

Bueno, y el caso es que, entre norias, algodón dulce y melancolía de las barracas al amanecer, llegó el momento de clausurar la Feria. Ahí el triunfo correspondió a la Junta en pleno del
Casino de los Señores
: el baile de gala. Celebróse en el Casino el tradicional Baile de Gala, que más tarde
Amanecer
calificaría de «manifestación de buen gusto y sano esparcimiento». ¡Cómo relucieron las lámparas, lámparas que el Responsable, milagrosamente, había respetado! ¡Qué hermosos vestidos estrenaron las señoras y las hijas de las señoras! ¡Qué buen servicio de bar, según apreciación del capitán Sánchez Bravo! Hasta las mesas de póquer —perdición del camarada Rosselló— fueron arrinconadas en el salón de billar al objeto de ganar espacio. Todo se abarrotó, excepto la biblioteca, instalada en el piso de arriba. La biblioteca estaba siempre desierta, lo mismo si los de abajo celebraban la conquista de Huesca por los milicianos «rojos» que si celebraban la paz de Franco.

También en el baile de gala hubo triunfadores. En primer lugar, los músicos de la
Gerona Jazz
, que el 18 de julio hicieron su presentación en la piscina, en honor de los productores. No sólo el trompeta Damián transportó a las parejas a un mundo irreal, sino que el contrabajo, un hombre ya mayor, llamado Ambrosio, hizo un solo —¡con qué brío pulsó las durísimas cuerdas!— que dejó pasmados a los asistentes. ¡Un solo de contrabajo! No se había oído eso en Gerona todavía. Por otra parte, los músicos estrenaron chaquetón escarlata y corbata de seda del mismo color, e impusieron un nuevo ritmo, la Conga, que consistía en ponerse todos en fila india, asiéndose por la cintura, y en avanzar y dar vueltas moviendo las caderas a placer.

Triunfó, ¡cómo no!, Pilar. Su traje rosa, el que le confeccionaron las hermanas Campistol, gustó a todo el mundo, excepto a Ignacio, que lo encontró ligeramente rural.

El Gobernador la felicitó: «Estás preciosa», le dijo. Por su parte, la muchacha, que estaba muy excitada, le susurró a Mateo: «Es como mi presentación en sociedad». Y Mateo, que sentía cómo sus manos se derretían al contacto con el talle tembloroso y joven de Pilar, le contestó, también al oído: «Tenemos que casarnos cuanto antes».

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