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Authors: José María Gironella

Tags: #Histórico, #Relato

Ha estallado la paz (52 page)

BOOK: Ha estallado la paz
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—¡Eso está mejor! —admitió Manolo, moviendo la cabeza en signo aprobatorio.

Esther musitó:

—Extraño mundo el de los sueños…

El tono de la voz de Esther fue inesperadamente serio. Ignacio la miró. Al mirarla pensó en las toscas figurillas de barro que la mujer de Manolo modelaba por su cuenta.

Relacionó esas figurillas con el recuerdo de César, que también había pintado imágenes en un taller, en el taller Bernat. Entonces se emocionó más aún que Marta al pensar en la posible habitación de «sus hijos» y habló de César y de su proceso de beatificación.

Ahí acertó definitivamente. Manolo había oído hablar de ello en la Audiencia y el asunto le interesaba sobremanera, incluso desde el punto de vista jurídico, dado que por aquellos días hojeaba precisamente unos artículos del Derecho Canónico…

—¿Qué hay de eso? Cuéntame…

Ignacio se excusó, alegando que desde el punto de vista jurídico no podía decir nada, excepto que, al parecer, y según un informe recogido por Pilar en alguna parte, mosén Alberto, ¡precisamente él!, se encargaría de buscarle los defectos a su hermano…

—Ah, sí, el «abogado del diablo»… —terció Manolo.

—Eso es —admitió Ignacio. Luego añadió—: ¡Defectos a mi hermano! Tiene gracia…

El muchacho se disparó. Él, por supuesto, no se sentiría capaz de encontrarle ninguno. El recuerdo de su hermano era puro, puro absolutamente. Hasta el extremo que en más de una ocasión le impidió a él cometer tonterías. O algo peor que tonterías.

Ahora bien, en todo aquello había puntos oscuros. ¿Cómo podía la Iglesia afirmar que una persona era santa y que se encontraba en el cielo? Él tuvo la desgracia de ver los restos de César en el cementerio, con motivo de su traslado al nicho de propiedad familiar. Eran «restos» nada más. Como los de todo el mundo. Por otra parte, ¿cómo era el cielo? ¿Y dónde se encontraba? Ni siquiera el padre Forteza, que tanto amaba las Altas Norias, acertaba a definirlo con precisión. «Todo esto es un poco complicado, ¿no creéis? Confieso que a veces me armo un pequeño lío».

Marta se asustó de nuevo. No veía la menor necesidad de saber dónde estaba el cielo; le bastaba con saber que existía. En cuanto a los restos de César, también ella los había visto. Y la impresionaron muchísimo. Pero de su visión y de su miseria no sacó tan escépticas conclusiones, sino todo lo contrario. Porque lo que valía de César era precisamente el alma.

—No sé por qué hablas así, Ignacio. No sé lo que te ocurre, la verdad…

El muchacho torció el gesto… Entonces Manolo intervino y lo hizo con mucha autoridad. Admitió que costaba comprender el problema de las beatificaciones, pero añadió que ello no afectaba para nada a las verdades fundamentales de la fe. Sin contar con que la gente necesitaba de símbolos, y no sólo para creer, sino también para vivir.

—En fin… —concluyó, dirigiéndose a Ignacio—. Estoy seguro de que, con todas tus dudas, de vez en cuando le rezas a tu hermano…

Ignacio se ruborizó, como si le hubiera pillado en falta. Por fin aceptó:

—Pues… sí. Le rezo a menudo.

Intervino Esther.

—Más bien quieres decir… que le rezas todas las noches.

Ignacio sonrió.

—En efecto, así es… —admitió.

Marta, en un imprevisto arranque cariñoso, tomó la mano de Ignacio y, acercándola hacia sí, depositó en ella un beso.

—¿Qué es lo que le pides exactamente? Anda, dínoslo…

Ignacio se levantó, también de improviso. Se acercó a la chimenea. Tomó con las tenazas una brasa locamente enrojecida y la contempló. El fuego iluminó por un momento su cara, que iba haciéndose angulosa. Todo el mundo permanecía expectante: hubiérase dicho que la tortuga Berta aparecería de un momento a otro procedente del despacho.

Por fin Ignacio contestó:

—Últimamente… no le pedía más que una cosa: que la enfermedad de mi madre no fuera nada malo… —Tiró la brasa al fuego—. A partir de esta tarde, le pediré también, con mucho más fervor que antes de entrar en esta casa, aprobar en junio los exámenes y regresar con el título de abogado en el bolsillo…

La flecha le salió certera, entre otras razones porque lo que acababa de decir lo llevaba en la mente desde hacía mucho tiempo… El caso es que sus palabras produjeron otro silencio, esta vez con distintos matices.

Por último Esther empezó a sonreír. Y Manolo aplastó la colilla en el cenicero y, mirando con fijeza a Ignacio, cabeceó varias veces consecutivas.

—Conque… eso es lo que deseas, ¿eh?

Ignacio se volvió hacia él y le sostuvo con dignidad la mirada.

—Sí, eso es lo que deseo, Manolo. Que cuando sea abogado… me invites otra vez a tomar el té.

Manolo se levantó también. Nadie sabía lo que iba a hacer. Por fin se volvió de espaldas.

—A tomar el té… en mi despacho, ¿no es eso?

—Eso es. En tu despacho…

Manolo viró en redondo y soltó una carcajada.

—¡Trato hecho! —exclamó.

Ignacio se quedó clavado en la alfombra.

—¿Hablas en serio?

—¡Cómo! ¿Es que los catalanes, tratándose de negocios, acostumbramos a bromear?

Esther, que sentía gran simpatía por Ignacio, añadió:

—¡Hala! ¿A qué esperáis? A sellar el pacto…

Manolo e Ignacio, sonrientes, se acercaron y se dieron un fuerte apretón de manos.

El clima de la reunión había pasado a ser de euforia. Manolo propuso un brindis.

Esther tocó la campanilla llamando a la doncella. Entretanto, Marta se había levantado también y acercándose a Manolo le dio un sonoro beso en la mejilla.

Manolo fingió escandalizarse.

—¡Nunca hubiera creído —dijo— que, por amor a Ignacio, me besaras a mí!

Todos se rieron y Marta comentó:

—¡No me conoces! Pienso darte muchas sorpresas…

Fue destapada una botella de champaña, anticipo de la Navidad, que burbujeó de emoción. Con la copa en alto Manolo se creyó en la obligación de enseñarle a Ignacio —¿a qué esperar más?— el bufete en que el muchacho trabajaría… «si en junio se traía efectivamente el título en el bolsillo». Ignacio, al entrar en el despacho, respiró tan hondamente, como para empaparse de golpe del secreto de todos los pleitos perdidos, que el polvillo de los libros se le introdujo en las fosas nasales… ¡y estornudó!

Exactamente lo que solía ocurrirle al señor obispo cuando hablaba con Agustín Lago.

Ignacio y Marta recuperaron sus abrigos y se despidieron efusivamente de Manolo y Esther. Bajaron silenciosos la escalera. Fuera había oscurecido por completo. Sin embargo, consiguieron leer de nuevo la placa de la puerta: Manuel Fontana, abogado.

El aire frío de la calle les azotó el rostro e Ignacio se subió el cuello del abrigo.

Marta tomó otra vez la mano del muchacho y, pese a los guantes, le pareció que notaba su calor.

Sentíanse aturdidos. ¡Todo aquello era tan insólito, tan importante! Titubeaban, no sabían qué hacer. Los iluminados escaparates de Navidad los deslumbraban. La emoción los había fatigado.

Marta propuso:

—¿Por qué no vamos un momento a la iglesia? ¿Al Mercadal?

Ignacio no opuso resistencia.

—Bueno.

Fueron al Mercadal. La penumbra del templo resultaba agradable. Había mucha gente. Delante de los confesonarios se habían formado pequeñas colas.

Se arrodillaron en una de las últimas filas. Marta hundió su cabeza entre las manos.

Ignacio hizo cuanto pudo para concentrarse, pero finalmente desistió. Entonces optó por observar.

Lo primero que advirtió fue que estaban pintando el fresco mural del alta mayor. Un enorme andamiaje cubría éste casi hasta el techo. Sin embargo, por la parte de arriba asomaba ya, rebosante de purpurina, el Padre Eterno. ¿Por qué la Iglesia no se renovaba? ¿Por ventura los símbolos de que Manolo habló debían ser forzosamente tan ingenuos?

Ignacio siguió observando: de pie en un altar lateral, el doctor Andújar y su esposa, doña Elisa. Movían los labios turnándose, rezando en voz baja. El altar era el de la Virgen del Carmen. La actitud del doctor, siempre vestido con severidad, infundía respeto. Miraba con fijeza a la Virgen como si esperara que de un momento a otro lo iluminara para curar a la mujer del Responsable, que debía de seguir izando en el Manicomio aquella pancarta que decía: «Soy feliz». Decíase que los santos estaban locos. ¿Así, pues, los locos no debían confesarse? El doctor Chaos hubiera dicho que los cuerdos tampoco…

En otro altar, ¡el de San Pancracio, santo que proporcionaba trabajo!, la Andaluza…

¡Qué barbaridad! Con una mantilla preciosa que le cubría la cabeza y los hombros.

¡Simpática mujer! Se pintaba los labios de un rojo violento, de un rojo idéntico al de la famosa blusa veraniega de Paz…

Y la gente entraba y salía continuamente… ¡Bueno, era el signo de los tiempos!

Ahora había que ir a la iglesia. En la manera de tomar agua bendita y de hacer la genuflexión, se notaba que muchos hombres estaban poco habituados a tales ceremonias.

¡Ah, he ahí al conserje del Gobernador! Aquel que limpiaba a diario el retrato de José Antonio y sólo una vez a la semana los de los demás personajes. Llevaba de la mano dos niños que parecían gemelos. El conserje se separó de ellos un momento, fue a buscar un cirio y lo clavó como una banderilla en un gran candelabro que había en el altar mayor.

Ignacio se cansó de pasar revista y miró a Marta. ¿Por quién estaría rezando? ¿Por él? ¿Por su padre, el comandante Martínez de Soria? Sin duda estaría dándole gracias a Dios por el feliz resultado de la entrevista con Manolo y Esther.

Ignacio pensó que debería imitarla. Y que tal vez debiera incluso confesarse.

¿Cuánto tiempo llevaba sin hacerlo? ¿Por qué no aprovechaba la ocasión? «El martes. El martes iré sin falta a ver al padre Forteza y me confesaré».

En ese instante vio que la Andaluza se acercaba al cepillo de San Antonio y depositaba en él varias monedas, una tras otra. Las monedas al caer al fondo de la cajita hicieron un sordo ruido:
croc-croc
. Ruido que resonó en todo el templo y que hizo volver la cabeza al doctor Andújar.

Por fin Marta salió de su ensimismamiento. Irguió el cuello. Su mirada se perdió allá arriba, en el Padre Eterno de purpurina que asomaba por encima del andamiaje del altar mayor.

Ignacio le propuso:

—¿Vamos?

—Sí.

Se santiguaron y salieron de la iglesia.

Capítulo XXVII

Navidad… La palabra era tan hermosa que su eco despertó entre los gerundenses una emoción vivísima.

Desde 1935 la ciudad no celebraba la llegada del Niño que redimió a los hombres.

¿Qué significaba redención? Algo muy superior a la traca final de los fuegos artificiales, a la Plaza de Abastos, al traslado de los restos de José Antonio y a los bufetes de los abogados.

El Ayuntamiento quiso festejar el acontecimiento. Adquirió cinco mil bombillas eléctricas con las que formó arcadas triunfales en las calles céntricas, y colocó en la plaza de la Catedral potentes focos que iluminaban la fachada y el campanario. También el vecindario puso de su parte cuanto fue preciso, pese a que las huellas de la guerra eran todavía visibles por todas partes. Engalanáronse los balcones. Los escaparates rutilaban. Las misas del gallo se celebraron con esplendor. ¡Cómo no iba a ser así!

Ahora no se trataba, como en las Ferias, de honrar la memoria de San Narciso; ahora se trataba de conmemorar el nacimiento del Niño-Dios.

El doctor Gregorio Lascasas escribió una pastoral dedicada a ensalzar a los humildes. En ella afirmó que la Navidad era por antonomasia la fiesta de los humildes.

Doña Cecilia pareció abundar en esta opinión, pues organizó en la plaza de San Agustín una muy nutrida Tómbola, cuya recaudación —a semejanza de las que antaño realizaba la CEDA— serviría para comprarles ropa de invierno a los menesterosos.

La casa de los Alvear no había de ser excepción. Pese a la declaración de Ignacio en casa de Manolo: «La Navidad me pone triste», el 25 de diciembre penetró en el piso de la Rambla bajo el signo de la alegría. Carmen Elgazu se había lavado la cabeza la víspera y se levantó radiante, con menos ojeras, revitalizada. «¡Estaría bueno que por mi culpa se estropeara un día como éste!». Matías estrenó un sombrero gris perla e invitó a todos a acariciar su pelusilla, agradable al tacto. Pilar estrenó una pulsera y unos zapatos, y les dijo a Ignacio y a Eloy: «¡A que me llamaríais “guapa” si no fuera de la familia!».

Sin duda contribuyó a la alegría de la casa el número y la calidad de las felicitaciones recibidas. Un montón. Esparcidas sobre la mesa la ocupaban casi por entero y constituían una prueba palpitante de la estimación general de que gozaban los Alvear. Una de dichas felicitaciones era de Julio. Julio García deseaba a sus amigos «mucha prosperidad». Otra era de José Alvear, alias
monsieur
Bidot. José les deseaba «que lo pasaran fetén». De la abuela Mati se recibió una carta escrita en tinta violeta… carta firmada por todos los Elgazu. Ignacio, personalmente, recibió sendas tarjetas de Moncho, de
Cacerola
, de Ana María… A Moncho le faltaba curso y medio para terminar Medicina;
Cacerola
, el cocinero romántico, quería opositar a lo que fuere con tal de poder salir del pueblo; en cuanto a Ana María, le deseaba a Ignacio todo lo bueno que hubiera en el mundo y le comunicaba que había llegado a Barcelona, en calidad de turista, «el guapísimo actor Robert Taylor». «Estoy loca por él, Ignacio. ¿O es que crees que en la tierra no hay mas hombres que tú?».

Por supuesto, entre todas las felicitaciones recibidas destacaba, por su originalidad… la de Manolo y Esther. No era ni estampa, ni tarjeta, ni postal con un paisaje nevado. Era un «christmas» —«costumbre protestante», según Pilar—, coloreado a mano por la propia Esther y que representaba al Niño Jesús recién nacido, recibiendo en la frente un poderoso rayo de sol. Carmen Elgazu no acabó de comprender que en el «christmas» no hubiera nieve, sino prados verdes, pero Ignacio le dio la explicación debida. «Parece ser —le dijo a su madre— que eso de que Jesús naciera el 25 de diciembre es una leyenda. Según las últimas investigaciones, más bien se cree que nació en pleno verano». Carmen Elgazu, al oír esto, abrió de par en par los ojos y se santiguó.

«Pero ¿habéis oído una barbaridad semejante?». Matías comentó: «Investigamos tanto, que las fiestas acabarán yéndose al carajo».

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