Y aunque la lista de pasajeros del «Crucero del Siglo para el Conocimiento de la Naturaleza» fue ampliamente difundida, los empleadores de *Zenji nunca llegaron a saber que el empleado más productivo de la Matsumoto estaría a bordo junto con su esposa. Como James Wait, también ellos viajaban con nombre falso.
¡Y también como él se habían desvanecido!
Nadie que los buscara hubiera podido encontrarlos, en ninguna parte. Una búsqueda organizada por los cerebros voluminosos ni siquiera empezaría por el continente adecuado.
Allí, en el hotel, junto a la habitación de Mary Hepburn, los Hiroguchi hablaban de *Andrew MacIntosh, susurrando; decían que era un verdadero maniático. Exageraban. *MacIntosh era por cierto frenético, codicioso y desconsiderado, pero no loco. Todo lo que su cerebro voluminoso creía que estaba sucediendo estaba en efecto sucediendo. Cuando había llevado a Selena, Kazakh y los Hiroguchi desde Mérida a Guayaquil en su Learjet privado, con él mismo en los mandos, sabía que la ciudad estaría bajo la ley marcial o algo muy semejante, y que las tiendas estarían todas cerradas, y que habría un número cada vez más crecido de gente hambrienta pululando por las calles, y que probablemente el
Bahía de Darwin
no se haría a la mar en la fecha prevista, etcétera, etcétera.
Los aparatos de comunicación de que disponía en Yucatán lo mantenían perfectamente al día sobre lo que ocurría en el Ecuador, o en cualquier otro sitio. Al mismo tiempo, mantuvo a los Hiroguchi, aunque no a su hija ciega, en la oscuridad, por así decir, acerca de lo que podía esperarles.
Lo que en verdad pretendía al ir a Guayaquil (y una vez más se lo dijo a su hija pero no a los Hiroguchi) era comprar tantos bienes ecuatorianos a precios de regalo como fuera posible, incluyendo quizá El Dorado y el
Bahía de Darwin…
y minas de oro y campos de petróleo, etcétera. Además, iba a atar para siempre a *Zenji Hiroguchi compartiendo con él estas oportunidades empresariales, prestándole dinero para que también él se convirtiera en uno de los más grandes propietarios de Ecuador.
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*MacIntosh les había dicho a los Hiroguchi que se quedaran en El Dorado, porque no tardaría en llevarles buenas noticias. Había estado pegado al teléfono toda la tarde, llamando a los financieros y bancos ecuatorianos, y las noticias que esperaba darles se referían a las propiedades que él y los Hiroguchi podrían llamar suyas dentro de un día o dos.
Y luego diría:
—¡Al infierno con «el Crucero del Siglo para el Conocimiento de la Naturaleza»!
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Los Hiroguchi ya no podían imaginar que *Andrew MacIntosh pudiera darles alguna buena noticia. Con toda honestidad lo creían loco; irónicamente, esta idea errónea les había sido transmitida por el propio engendro de *Zenji, Mandarax. Sólo había entonces diez aparatos semejantes en todo el mundo, nueve en Tokio y uno que *Zenji había traído consigo para el crucero. Mandarax, a diferencia de Gokubi, no sólo era un traductor; además era capaz de diagnosticar con considerable acierto un millar de las enfermedades más comunes del
Homo sapiens,
incluyendo doce variedades de quebrantamientos nerviosos.
Lo que Mandarax hacía en el campo médico era la simplicidad misma, en realidad. Mandarax estaba programado para hacer lo que hacían los doctores, es decir, formular una serie de preguntas, de modo que cada respuesta sugiriese la pregunta siguiente, como por ejemplo: «¿Tiene buen apetito?», y luego «¿Mueve el intestino con regularidad?», y quizá «¿Qué aspecto tienen los excrementos?», y así sucesivamente.
En Yucatán los Hiroguchi habían respondido puntualmente a esta retahíla de preguntas, describiendo para Mandarax la conducta de *Andrew MacIntosh. Mandarax exhibió por fin en la pantalla, que tenía aproximadamente el tamaño de una carta de baraja, estas palabras en japonés:
Personalidad patológica.
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Desdichadamente para los Hiroguchi, pero no para Mandarax, que era incapaz de sentir nada ni preocuparse por nada, la computadora no estaba programada para explicar que ésta era una afección bastante leve, comparada con la mayoría, y que quienes la padecían rara vez eran hospitalizados, pues de hecho se contaban entre las personas más felices del planeta, y que con su conducta sólo hacían daño a la gente de alrededor. Un verdadero doctor hubiera explicado quizá que millones de personas que se pasean cada día por las calles viven en una zona gris, en la que es muy difícil determinar con exactitud si son o no personalidades patológicas.
Pero los Hiroguchi poco sabían de cuestiones médicas, y por tanto respondieron al diagnóstico como si se tratara de una terrible enfermedad. De modo que, de un modo u otro, querían librarse de *Andrew MacIntosh y volver luego a Tokio. Pero seguían dependiendo de él. Hablando a través de Mandarax con el administrador del hotel, de tan luctuoso aspecto, se enteraron de que todos los vuelos comerciales desde Guayaquil habían sido cancelados, y que las compañías que alquilaban aviones no atendían el teléfono.
Esto dejó petrificados a los Hiroguchi, que sólo de dos modos podían salir de Guayaquil: o bien en el Learjet de *MacIntosh, o a bordo del
Bahía de Darwin,
si, como era cada vez más difícil de creer, realmente se hacía a la mar al día siguiente.
*Zenji Hiroguchi engendró a Gokubi hace un millón y cinco años, y luego, hace un millón de años, este joven genio engendró a Mandarax. Sí, y por el tiempo en que engendraba a Mandarax, su esposa estaba por dar a luz a su primer hijo humano.
Había habido preocupación por los genes que la madre, Hisako, podría aportar al feto, pues había estado expuesta a radiaciones cuando los Estados Unidos arrojaron una bomba atómica sobre Hiroshima, Japón. De modo que en Tokio analizaron el agua del amnios de Hisako para comprobar si el niño era o no anormal. Esa agua, entre paréntesis, era idéntica en salinidad a la del océano en que habría de desaparecer el
Bahía de Darwin.
Las pruebas declararon que el feto era normal.
También revelaron el secreto de su sexo. Llegaría al mundo como una niñita, aún otra hembra en esta historia.
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Las pruebas eran incapaces de detectar defectos menores en el feto, como, por ejemplo, que tuviera tan mal oído como Mary Hepburn, aunque no sería así… o que estuviera cubierto por una fina pelambre, sedosa como la piel de una foca, como sucedió efectivamente.
El único ser humano que *Zenji Hiroguchi engendraría fue una hija deliciosa aunque peluda que nunca llegaría a ver.
Nacería en Santa Rosalía, en el extremo norte de las Islas Galápagos. La llamarían Akiko.
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Cuando Akiko llegase a la edad adulta en Santa Rosalía, por dentro sería muy parecida a su madre, pero con una clase de piel diferente. La secuencia evolutiva desde Gokubi a Mandarax, en comparación, había mejorado de modo fundamental el contenido del paquete, aunque con unas pocas diferencias en el envoltorio. Akiko estaba protegida de los rayos solares, y del agua fría cuando se le ocurría nadar, y también de la aspereza de la lava cuando se le antojaba sentarse o tenderse, mientras que la piel desnuda de su madre no tenía defensas contra estos avatares comunes de la vida en la isla. Pero Gokubi y Mandarax, aunque diferentes por dentro, habitaban en corazas casi idénticas de resistente plástico negro, de doce centímetros de alto, ocho de ancho y dos de profundidad.
Cualquier tonto era capaz de distinguir a Akiko de Hisako, pero sólo un experto era capaz de distinguir a Gokubi de Mandarax.
• • •
Tanto Gokubi como Mandarax tenían en el dorso botones sensorios de presión que permitían comunicarse con cualquier cosa que hubieran puesto dentro. En el frente de cada uno había una pantalla idéntica, sobre la que aparecían imágenes, y que también funcionaba como una célula solar, cargando minúsculas baterías que, otra vez, eran exactamente las mismas en Gokubi y Mandarax.
Cada uno tenía un micrófono del tamaño de una cabeza de alfiler en el rincón superior a la derecha de la pantalla. Mediante este micrófono Gokubi o Mandarax oían las lenguas habladas, que luego, de acuerdo con las instrucciones recibidas por los botones, traducían en palabras sobre la pantalla.
El que operara estos aparatos tenía que ser tan rápido y diestro con las manos como un prestidigitador, para que una conversación bilingüe se desarrollara con naturalidad. Si yo fuera un angloparlante, por ejemplo, y estuviera hablando con un portugués, tendría que sostener el aparato cerca de la boca del portugués, pero manteniendo la pantalla junto a mis ojos para poder ver la traducción escrita en inglés de lo que el otro estuviera diciendo. Y luego tendría que darle vuelta deprisa, de modo que el aparato pudiera oírme y el portugués pudiera leer en la pantalla lo que yo estaba diciendo.
Ninguna persona de la actualidad tiene manos tan diestras o un cerebro tan grande como para poder operar un Gokubi o un Mandarax. Nadie tampoco es capaz de enhebrar una aguja o tocar el piano o pellizcar narices.
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Gokubi podía traducir sólo once lenguas. Mandarax, un millar. Era preciso comunicarle a Gokubi qué lengua era la que estaba escuchando. Mandarax era capaz de identificar cualquiera de las mil lenguas después de oír sólo unas pocas palabras, y de empezar a traducir esas palabras a la lengua del operador sin necesidad de indicación alguna.
Ambos eran mecanismos exactos de relojería y calendarios perpetuos. El reloj del Mandarax de *Zenji Hiroguchi perdió sólo ochenta y dos segundos entre el momento en que él verificó la hora en el Hotel El Dorado y treinta y dos años más tarde, cuando Mary Hepburn y el instrumento fueron devorados por un gran tiburón blanco.
Gokubi habría medido el tiempo de modo igualmente exacto, pero en todo otro respecto Mandarax dejaba muy atrás a su progenitor. No sólo era capaz de trabajar con cien veces más lenguas que su padre y diagnosticar correctamente más enfermedades que la mayor parte de los médicos de esa época. Podía también, cuando se le ordenaba, señalar los acontecimientos importantes de un año dado. Si uno pulsaba en el dorso
1802,
por ejemplo, el año del nacimiento de Charles Darwin, Mandarax indicaría que Alexandre Dumas y Víctor Hugo también nacieron entonces, y que Beethoven completó su segunda sinfonía, y que Francia reprimió la rebelión negra en Santo Domingo, y que Gottfried Traveranus acuñó el término
biología,
y que el Proyecto de Salud y Moralidad de los Aprendices se convirtió en ley en Gran Bretaña, etcétera, etcétera. Ése fue también el año en que Napoleón se convirtió en presidente de la República Italiana.
Mandarax conocía también las reglas de doscientos juegos y podía recitar los principios básicos que guiaban a los maestros de cincuenta artes y artesanías diferentes. Podía rememorar, si se le ordenaba, cualquiera de unas veinte mil citas populares de la literatura. De modo que si uno pulsaba en el dorso la palabra
Atardecer,
por ejemplo, estos elevados sentimientos aparecerían en la pantalla:
Anochece y la estrella de la tarde
con clara voz me llama.
Que no haya llanto en la cantina
cuando a la mar me vaya.
Lord Alfred Tennyson (1809-1892)
El Mandarax de *Zenji Hiroguchi estaba a punto de establecerse como náufrago durante treinta y un años en Santa Rosalía, junto con la preñada esposa de *Zenji, y, además, Mary Hepburn, la ciega Selena MacIntosh, el capitán Adolf von Kleist y otras seis personas, todas ellas de sexo femenino. Pero en esas particulares circunstancias, Mandarax realmente no era de mucha ayuda.
La inutilidad de todos sus conocimientos enfadarían tanto al capitán Adolf von Kleist, que una vez amenazó con arrojarlo al mar. El último día de su vida, cuando tenía ochenta y seis años y Mary ochenta y uno, llevó a cabo esa amenaza. Como un nuevo Adán, podría decirse, lo último que hizo fue arrojar la Manzana del Conocimiento al profundo mar azul.
En las circunstancias propias de Santa Rosalía, era inevitable que los consejos médicos de Mandarax pareciesen una burla. Cuando Hisako Hiroguchi cayó en la profunda depresión que habría de durarle hasta la muerte, es decir, casi veinte años, Mandarax recomendó nuevos entretenimientos, nuevos amigos, un cambio de escenario y quizá de profesión, y litio. Cuando a Selena MacIntosh empezaron a fallarle los riñones, a los treinta y ocho años, Mandarax aconsejó que se encontrara un donante compatible y se hiciera enseguida un trasplante. Cuando la peluda hija de Hisako, Akiko, tenía seis años, enfermó de neumonía, aparentemente contagiada por una foca que era su mejor amiga. Mandarax recomendó antibióticos. Hisako y la ciega Selena vivían juntas entonces y criaban a Akiko casi como si fueran marido y mujer.
Y cuando se le pedía a Mandarax que mostrara en la pantalla una cita literaria adecuada para la celebración de algún acontecimiento en el montón de escoria de Santa Rosalía, el aparato casi siempre salía con algún ladrillo.
He aquí sus pensamientos cuando Akiko dio a luz, a la edad de veinticuatro años, a su hija peluda, primer miembro de la segunda generación de seres humanos que nacerían en la isla:
Si en la más alta colina me colgaran,
¡madre mía, oh madre mía!,
sé de quién el amor me seguiría,
¡madre mía, oh madre mía!
Rudyard Kipling (1865-1936)
y
En la oscura entraña donde yo empecé,
la vida de mi madre hizo un hombre de mí.
En todos los meses de mi nacimiento,
mi arcilla común vivió de su belleza.
No veo, no respiro, no me muevo,
sino con la muerte de algo de ella.
John Masefield (1878-1976)
y
Señor, que ordenas para la humanidad
cuidados tiernos, trabajos benignos.
Te damos gracias por los lazos
que sujetan la madre al niño.
William Cullen Bryant (1794-1878)
y
Honra a tus padres; que sean largos tus días
en la tierra que el Señor tu Dios te ha dado.
La Biblia
El padre de la hija de Akiko era el mayor de los hijos del capitán, Kamikaze, de sólo trece años de edad.
Habría muchos nacimientos, aunque no se celebró ningún matrimonio formal durante los primeros cuarenta y un años de la colonia de Santa Rosalía, de la que desciende toda la humanidad actual. Hubo por cierto apareamientos, desde el principio. El capitán y Mary Hepburn se aparearon durante los primeros diez años; hasta que ella hizo algo que él consideró absolutamente imperdonable, utilizar su esperma sin autorización. Y las seis otras hembras, mientras vivían juntas como una familia, también se emparejaron dentro de una ya íntima hermandad femenina.