Pero ahora había allí sólo dos barcos mientras James Wait estaba sentado en el bar con un vaso de ron y Coca Cola. No era un bebedor en realidad, pues como vivía de su ingenio no podía permitirse que las delicadas llaves de la gran computadora que tenía en el cerebro entraran en cortocircuito por culpa del alcohol. La bebida era un artefacto teatral, como el rótulo del precio en su ridícula camisa.
No estaba en condiciones de juzgar si lo que podía verse en la zona ribereña era normal o no. Hasta dos días antes ni siquiera había oído hablar de Guayaquil, y nunca hasta ahora había estado por debajo del ecuador. Para él, El Dorado no era diferente de los muchos hoteles impersonales que en el pasado había utilizado como refugio y escondite, en Moose Jaw, Saskatchewan, en San Ignacio, México, en Watervliet, Nueva York, etcétera, etcétera.
Había escogido el nombre de la ciudad en que ahora se encontraba en el tablero de llegadas y partidas del Aeropuerto Internacional Kennedy en la ciudad de Nueva York. Acababa de pauperizar y abandonar a su decimoséptima esposa: una viuda de setenta años en Skoie, Illinois, en las afueras de Chicago. Guayaquil le sonó como el último lugar en el que ella pensaría en buscarlo.
Esta mujer era tan fea y estúpida que probablemente nunca debía haber nacido. Y sin embargo, ya había estado casada antes.
Y James Wait tampoco iba a quedarse mucho en El Dorado, pues había comprado un billete en «el Crucero del Siglo para el Conocimiento de la Naturaleza» al agente de viajes que tenía un despacho en el vestíbulo. El mediodía había quedado atrás y afuera hacía más calor que en las orillas del infierno. No soplaba ni una brisa, pero esto no le importaba porque estaba dentro y el hotel tenía aire acondicionado, y de cualquier modo pronto se habría alejado de allí. Su barco, el
Bahía de Darwin,
se haría a la mar al mediodía del día siguiente: viernes, 28 de noviembre de 1986, un millón de años atrás.
La bahía de la que recibía el nombre el barco de Wait se abría al sur de la Isla Genovesa en las Galápagos. Wait nunca había oído hablar de las Islas Galápagos. Suponía que se parecerían a Hawái, donde una vez había pasado una luna de miel, o a Guam, donde una vez había estado escondido: con amplias playas blancas y lagunas azules, palmeras mecidas por la brisa y chicas bronceadas como el nogal.
El agente de viajes le había dado un folleto que describía el crucero, pero Wait no lo había mirado todavía. Lo había puesto sobre la barra que tenía delante. El folleto no ocultaba qué aborrecibles eran casi todas las islas, y advertía a los futuros pasajeros lo que el agente de viajes no había advertido a Wait: que era preferible que se encontraran en buenas condiciones físicas y llevaran botas fuertes y ropa ruda, pues a menudo tendrían que vadear aguas bajas para llegar a las costas, y trepar paredes rocosas como una infantería anfibia.
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La bahía de Darwin tenía ese nombre en honor del gran científico inglés Charles Darwin, que había visitado Genovesa y varias islas vecinas durante cinco semanas en 1835, cuando sólo era un mozalbete de veintiséis años, nueve menos de los que Wait tenía ahora. Darwin era entonces el naturalista sin paga a bordo del
Beagle,
barco de Su Majestad, en una expedición de cartografía que lo llevaría alrededor del mundo y duraría cinco años.
En el folleto sobre el crucero, redactado con la intención de deleitar a los amantes de la naturaleza más que a los buscadores de placer, se reproducía la descripción que hace Darwin de las Islas Galápagos en su primer libro,
El viaje del Beagle:
«Nada menos atrayente que la primera impresión. Un campo quebrado de negra lava basáltica arrojada en medio del más agitado oleaje y atravesada por grandes grietas, cubierta en todas partes con arbustos enanos quemados por el sol, y con pocos indicios de vida. La seca y chamuscada superficie, calentada por el sol del mediodía, daba al aire un aspecto lóbrego y oprimente, como el de un horno: nos pareció que aun los arbustos olían mal.»
Continuaba Darwin: «Toda la superficie… parece estar impregnada, como un cedazo, de vapores subterráneos: aquí y allá la lava todavía blanda se extendió en grandes burbujas; y en otras partes las cimas de las cavernas, formadas de modo similar, se derrumbaron hacia adentro, dejando partes circulares con empinadas laderas». Todo esto le recordó vívidamente, escribió, «…esas partes de Staffordshire donde son más numerosas las grandes fundiciones de hierro».
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Había un retrato de Darwin detrás de la barra de El Dorado, enmarcado por estanterías y botellas: una reproducción ampliada de un grabado en acero, en la que aparecía no como el joven de las islas, sino como un apuesto padre de familia de la vieja Inglaterra, con una barba tan reluciente como una guirnalda de Navidad. El mismo retrato adornaba el pecho de las camisetas que se vendían en la
boutique,
y de las que Wait había comprado dos. Ése era el aspecto que tenía Darwin cuando amigos y parientes lo convencieron al fin de que pusiera por escrito sus ideas acerca de cómo se forma la vida en todas partes, y cómo él, sus amigos y parientes y aun la misma reina, habían llegado a ser lo que eran en el siglo XIX. Y fue así como escribió el volumen científico de más amplia influencia en los tiempos de los grandes cerebros. Más que ningún otro tomo contribuyó a estabilizar las volátiles opiniones de la gente acerca de cómo identificar el triunfo o el fracaso. ¡Nada menos! Y el título del libro resumía el despiadado contenido:
Del origen de las especies por medio de la selección natural, o la preservación de las razas favorecidas en la lucha por la vida.
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Wait nunca había leído el libro, y el nombre de Darwin no significaba nada para él, aunque de vez en cuando había conseguido hacerse pasar por un hombre culto. Estaba considerando que en «el Crucero del Siglo para el Conocimiento de la Naturaleza», se presentaría como ingeniero mecánico graduado en Moose Jaw, Saskatchewan, y cuya mujer acababa de morir de cáncer.
En realidad, su educación se había interrumpido al cabo de un curso de dos años sobre reparación y mantenimiento de automóviles en la escuela secundaria de su ciudad natal, Midland City, Ohio. Estaba viviendo entonces en el quinto de una serie de hogares adoptivos, en esencia un huérfano, pues era el producto de una relación incestuosa entre un padre y una hija, que habían huido de la ciudad, para siempre y juntos, poco después de que él naciera.
Cuando creció lo suficiente como para huir él también, viajó a dedo hasta la isla de Manhattan. Hizo allí amistad con un alcahuete que le enseñó cómo ser un afortunado prostituido homosexual, a dejar el rótulo de los precios en la ropa, a disfrutar realmente con los amantes cuando fuera posible, etcétera. Wait había sido una vez un hombre guapo.
Cuando su belleza empezó a marchitarse, se hizo maestro de bailes de salón en un estudio de danza. El baile se le daba naturalmente, y en Midland City le habían dicho que sus padres habían sido también excelentes bailarines. Tenía un sentido del ritmo que probablemente era heredado. Y fue en el estudio de danza donde conoció, cortejó y desposó a la primera de sus diecisiete esposas.
A lo largo de toda su infancia, los distintos padres adoptivos castigaron severamente a Wait por todo y por nada. Suponían que la progenitura endogámica amenazaba convertirlo en un monstruo moral.
De modo que aquí estaba el monstruo ahora: en el Hotel El Dorado, feliz, rico y en perfectas condiciones —creía él—, esperando probar una vez más su capacidad para sobrevivir.
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Entre paréntesis, como James Wait, también yo fui una vez un adolescente que escapó de su casa.
El anglosajón Charles Darwin, observador objetivo, parco en palabras, caballeresco, impersonal, asexuado, era un héroe en la rebosante, apasionada, políglota Guayaquil, pues se había convertido en inspiración de un gran auge turístico. Si no hubiera sido por Darwin, jamás habría habido un Hotel El Dorado ni un
Bahía de Darwin
que acomodara a James Wait. No habría habido una
boutique
que lo vistiera de manera tan cómica.
Si Charles Darwin no hubiera declarado que las Islas Galápagos eran un sitio maravillosamente instructivo, Guayaquil no hubiera sido más que otro puerto caluroso e inmundo, y las islas no habrían tenido más valor para Ecuador que las pilas de escoria de Staffordshire.
Darwin no cambió las islas, sino sólo la opinión de la gente acerca de ellas. Así de importantes eran las meras opiniones en la era de los cerebros voluminosos.
Las meras opiniones, de hecho, gobernaban la conducta de la gente, tanto como la más probada verdad, y estaban sujetas a súbitos cambios como jamás podría estarlo la más probada verdad. De modo que las Islas Galápagos podían ser el infierno en un instante dado y el cielo en el siguiente, y Julio César podía ser un estadista en un momento y un carnicero en el siguiente, y el papel moneda ecuatoriano podía cambiarse por alimentos, vivienda y ropas en un momento y forrar el suelo de una jaula en el siguiente, y el universo podía ser la creación de Dios Todopoderoso en un momento y el producto de una gran explosión en el siguiente… y etcétera, etcétera. Gracias a la decrecida capacidad cerebral, los duendes de las opiniones ya no distraen a la gente del objeto principal de la vida.
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Los blancos descubrieron las Islas Galápagos en 1535, cuando un barco español tropezó con ellas después de que una tormenta lo desviara de su ruta. Nadie vivía allí, ni había el menor vestigio de que hubieran estado habitadas alguna vez por seres humanos.
Este desdichado barco no pretendía otra cosa que llevar al obispo de Panamá al Perú, sin perder nunca de vista la costa americana. De pronto una tormenta lo arrastró rudamente hacia el oeste, siempre hacia el oeste donde, según la prevaleciente opinión humana, sólo había mar y nada más que mar.
Pero cuando la tormenta amainó, los españoles descubrieron que habían traído al obispo a una pesadilla marinera, donde los fragmentos de tierra eran una mera burla, sin fondeaderos adecuados, ni sombra, ni agua dulce, ni frutos colgantes o seres humanos de especie alguna. No había viento, y estaban escasos de agua y comida. El océano era como un espejo. Bajaron una chalupa desde la borda y remolcaron el velero llevándose al conductor espiritual fuera de allí.
No reclamaron las islas para España (como no habrían reclamado el infierno para España). Y durante tres siglos, después de que la revisada opinión humana permitiera que el archipiélago apareciese en los mapas, ninguna otra nación pretendió reclamarlo. Pero más tarde, en 1832, uno de los países más pequeños y más pobres del planeta, el Ecuador, pidió a los pueblos de la Tierra que compartieran con ellos esta opinión: que las islas eran parte de Ecuador.
Nadie se opuso. Por entonces, pareció una opinión inocua y aun cómica. Era como si Ecuador, en un espasmo de demencia imperialista, hubiera anexado a su territorio una pasajera nube de asteroides.
Pero luego, sólo tres años más tarde, el joven Darwin se puso a declamar que las plantas y animales de raro aspecto que se las habían compuesto para sobrevivir en las islas, las hacían extremadamente valiosas, si la gente las considerara como él, desde un punto de vista científico. Sólo una palabra describiría de manera adecuada esta transformación de las islas de inútiles en inapreciables:
mágica.
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Sí, y por el tiempo de la llegada de James Wait a Guayaquil tantas personas interesadas en historia natural habían llegado allí de camino a las islas (para ver lo que Darwin había visto, para sentir lo que Darwin había sentido), que el puerto albergaba tres barcos cruceros —de los que el
Bahía de Darwin
era el más flamante—. Había varios hoteles modernos para turistas —de los que el más flamante era El Dorado—, y había varias tiendas de
souvenirs, boutiques
y restaurantes, todo a lo largo de la calle Diez de Agosto.
Ocurrió sin embargo que cuando James Wait llegó allí, una crisis financiera de alcance mundial, una súbita revisión de las opiniones humanas acerca del valor del dinero, las bolsas, los bonos, las hipotecas, y otros pedazos de papel, había arruinado el negocio turístico no sólo en Ecuador, sino prácticamente en todas partes. De modo que El Dorado era el único hotel todavía abierto en Guayaquil, y el
Bahía de Darwin
era el único barco todavía preparado para navegar.
El Dorado se mantenía abierto sólo como punto de reunión de las personas anotadas en «el Crucero del Siglo para el Conocimiento de la Naturaleza», pues era propiedad de la misma compañía ecuatoriana dueña del barco. Pero ahora, menos de veinticuatro horas antes de que empezara el crucero, sólo había seis huéspedes, incluyendo a James Wait, en el hotel de doscientas camas. Y los otros cinco eran:
*Zenji Hiroguchi, veintinueve años, genio en computadoras japonés;
Hisako Hiroguchi, veintiséis años, su muy preñada esposa, profesora de ikebana, el arte japonés de los arreglos florales;
*Andrew MacIntosh, cincuenta y cinco años, financiero americano y aventurero de gran riqueza heredada, viudo;
Selena MacIntosh, dieciocho años, hija de Andrew, ciega de nacimiento;
y Mary Hepburn, cincuenta y un años, viuda americana de Ilium, Nueva York, a quien prácticamente nadie había visto en el hotel, pues había permanecido en su habitación de la quinta planta y se había hecho llevar allí todas las comidas después de haber llegado sola la noche anterior.
Los dos con asteriscos junto a sus nombres habrían de morir antes de ponerse el sol. Esta convención de poner asteriscos junto a ciertos nombres seguirá incidentalmente a lo largo de toda mi historia, llamando de este modo la atención de los lectores sobre el hecho de que esos personajes pronto habrán de enfrentar la darwiniana prueba definitiva de fortaleza y aptitud.
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Yo también estaba allí, aunque perfectamente invisible.
El
Bahía de Darwin
también estaba condenado, pero no preparado todavía para tener un asterisco. Habría aún cinco puestas de sol antes que sus motores se pararan para siempre y diez años más antes que se hundiera para descansar en el suelo oceánico. No sólo era el más nuevo, el más grande, el más veloz y más lujoso barco crucero con base en Guayaquil. Era el único específicamente diseñado para el mercado turístico de las Galápagos, cuyo destino, desde el momento en que se le puso la quilla, se concibió como un constante viaje a las islas, ida y vuelta, y otra vez ida y vuelta.