—¡Hombre al agua!
Se refería a sí mismo.
Esperando que nada ocurriera, apretó el botón de arranque para el motor de babor. Desde las entrañas del barco llegó el ruido apagado, oscuro purpúreo, de un gran motor diesel en perfecto estado de salud. Apretó el otro botón dando vida al motor gemelo. Estos dóciles esclavos, que de nada se quejaban, habían nacido en Columbus, Indiana, no lejos de la Universidad de Indiana donde Mary Hepburn se había graduado en zoología.
El mundo es pequeño.
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Que los diesel funcionaran todavía era un motivo más para que el capitán perdiera la cabeza y se atontara ingiriendo coñac. Apagó los motores e hizo bien. Si los hubiera dejado en funcionamiento hasta que se calentaran de veras, esa anomalía de la temperatura podría haber atraído la atención electrónica de un bombardero peruano en la estratosfera. En Vietnam teníamos sensores de temperatura tan sensibles que eran capaces de detectar por la noche la presencia de gente, o cuando menos de ciertos grandes mamíferos, pues las criaturas de carne y hueso estaban entonces algo más calientes que los alrededores.
Una vez abrí fuego de artillería sobre un búfalo.
Por lo general había gente allí fuera que intentaba avanzar furtivamente, y matarnos si era posible. ¡Qué vida! Me hubiera gustado abandonar todas mis armas y hacerme pescador.
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Y eso era lo que el capitán estaba pensando allí en el puente: «¡Qué vida!», y otras cosas por el estilo. Era todo muy gracioso, sólo que él no tenía ganas de reírse. Pensaba que la vida le había tomado las medidas, que no lo había considerado digno de nada, y que había terminado con él. ¡Cuánto se equivocaba!
Salió a la cubierta principal, a popa del puente y las cabinas de los oficiales, con los pies desnudos sobre el acero desnudo.
Ahora que se habían llevado las alfombras de la cubierta principal, los boquetes reservados para las armas eran claramente visibles aun a la luz de las estrellas. Yo mismo había soldado cuatro planchas en la cubierta principal. No obstante, la mayor parte de mi trabajo, y la más difícil, se encontraba en el interior del barco.
El capitán miró las estrellas y el voluminoso cerebro le dijo que este planeta era una insignificante mota de polvo perdida en el cosmos, y que él era un germen en ese cosmos, y que nada importaba lo que pudiera ocurrirle. Para esto servía la enorme capacidad de estos voluminosos cerebros: para parlotear sin ton ni son. ¿Con qué fin? Nadie tiene ahora esa clase de pensamientos.
Vio entonces una estrella fugaz, un meteorito que ardía en el borde de la atmósfera, allí arriba, donde el teniente coronel Reyes, embutido en su traje del espacio, acababa de recibir la noticia de que Perú estaba oficialmente en guerra con Ecuador. La estrella fugaz dio pie otra vez al voluminoso cerebro del capitán: volvió a maravillarse de qué poco preparada estaba la gente para los meteoritos que golpeaban la superficie de la Tierra.
Y luego hubo esa tremenda explosión en el aeropuerto: la luna de miel del cohete y el disco de radar.
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El autobús del hotel, totalmente decorado con pájaros bobos de patas azules, iguanas marinas, pingüinos, cormoranes, etcétera, etcétera, estaba en ese momento frente a un hospital. El hermano del capitán, *Siegfried, iba a entrar en busca de ayuda para *James Wait, que acababa de perder la conciencia. El ataque cardíaco de *Wait había hecho necesario este desvío, que sin duda había salvado la vida de todos los pasajeros.
La gran burbuja de la onda expansiva de la explosión era tan densa que parecía de ladrillos. Los que estaban en el autobús pensaron que el hospital mismo había estallado. Las ventanillas y los parabrisas del autobús fueron empujados hacia adentro, pero no se rompieron. No hubo una lluvia de cristales dentro del autobús. En cambio, Mary, Hisako, Selena, *Kazakh, el pobre *Wait, las niñas kanka-bonas y el hermano del capitán parecían haber recibido un baño de maíz blanco.
Lo mismo había sucedido en el
Bahía de Darwin.
Las ventanas volaron todas hacia adentro y por todas partes había granos blancos.
El hospital, tan iluminado un momento antes, había quedado a oscuras ahora, al igual que la ciudad entera, y desde adentro se oían voces que pedían auxilio. El motor del autobús estaba todavía en marcha, gracias a Dios, y los faros delanteros iluminaban un estrecho sendero a través de los escombros. De modo que *Siegfried, sintiéndose cada vez más paralizado, se las compuso para alejarse de allí. ¿Qué ayuda podía ofrecer él o ninguno de los pasajeros a los sobrevivientes del hospital, si los había?
Y la lógica del laberinto de escombros condujo al autobús reptante fuera del centro de la explosión, el aeropuerto, hacia el muelle. El camino a través del marjal, desde el borde de la ciudad hasta los malecones que se alzaban sobre las aguas profundas, estaba casi libre de escombros, pues no había mucho allí que la onda expansiva pudiera derribar.
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*Siegfried von Kleist se dirigió al muelle porque ése era el camino de menor resistencia. Sólo él podía ver a dónde iban. Los demás estaban aún en el suelo del autobús. Mary Hepburn había arrastrado a *Wait, que se había desmayado, lejos de las niñas kanka-bonas, de modo que ahora yacía de espaldas, la cabeza apoyada en el regazo de ella. Los cerebros voluminosos de las kanka-bonas se habían cerrado por completo, pues no tenían ni siquiera el vestigio de una teoría que pudiera explicar lo que pasaba entonces. Hisako Hiroguchi, Selena MacIntosh y *Kazakh estaban también inmovilizadas.
Y todo el mundo estaba sordo, tanta era la violencia con que la onda expansiva había golpeado los huesos del oído, los más pequeños del cuerpo. Ninguno de ellos recobraría por entero el sentido del oído. Con excepción del capitán, los primeros colonos de Santa Rosalía serían todos ligeramente sordos, de modo que gran parte de su conversación en una u otra lengua consistía en frases como: «¿Eh?», «Habla más fuerte», etcétera.
Este ligero defecto, afortunadamente, no era hereditario.
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Como Andrew MacIntosh y Zenji Hiroguchi, nunca sabrían lo que les había ocurrido; a no ser que hubiera respuestas a esa clase de preguntas en el extremo distante del túnel azul que conduce al Más Allá. Aceptarían la teoría del capitán (según la cual la explosión y otra aún por producirse habían sido los impactos de unas piedras al rojo venidas del espacio exterior), aunque no del todo, pues según se comprobó luego, el capitán estaba cómicamente equivocado acerca de muchas cosas.
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El paralizado hermano menor del capitán, que empezaba a oír otra vez —le zumbaban los oídos— detuvo el autobús en el malecón cerca del
Bahía de Darwin.
No había esperado que el barco fuera para ellos un cómodo refugio. No le sorprendió encontrarlo a oscuras y aparentemente abandonado, con las ventanas voladas, sin botes salvavidas y apenas asegurado al malecón por una única cuerda amarrada a popa. La proa estaba algo alejada del malecón, de modo que la planchada colgaba sobre el agua.
Por supuesto, había sido saqueado, como el hotel. El malecón estaba lleno de envoltorios, cartones y otros desechos abandonados.
*Siegfried no esperaba ver a su hermano. Había oído que el capitán se había marchado de Nueva York, pero no que hubiera llegado a Guayaquil. Si el capitán se encontraba en algún sitio de Guayaquil, era muy probable que estuviera muerto o herido, pero no, en cualquier caso, en posición de poder prestar ayuda a nadie. Nadie en Guayaquil en ese momento de la historia estaba en posición de ayudar a nadie. Dijo Mandarax:
Ayúdate a ti mismo y el cielo te ayudará.
Jean de la Fontaine (1621-1695)
Lo más que *Siegfried esperaba encontrar era un pacífico descanso en medio del caos. Parecía que lo había encontrado. No parecía haber nadie más en las cercanías.
De modo que bajó del autobús para ver si haciendo ejercicio —brincos, estiramientos, flexiones, etcétera— era capaz de dominar los involuntarios movimientos de danza a que lo obligaba el corea de Huntington.
Estaba saliendo la luna.
Y entonces vio una figura humana que se ponía de pie en la cubierta principal del
Bahía de Darwin.
Era su hermano, pero una sombra cubría la cara del capitán, y *Siegfried no lo reconoció.
*Siegfried había escuchado rumores de que el barco estaba encantado. Creyó que estaba viendo un fantasma. Creyó que era yo. Creyó que estaba viendo a León Trout.
El capitán reconoció a su hermano, sin embargo, y le gritó lo que quizá yo hubiera tenido la tentación de gritarle, si hubiera sido un fantasma materializado allí arriba. Le gritó lo siguiente:
—¡Bienvenido al «Crucero del Siglo para el Conocimiento de la Naturaleza»!
• • •
El capitán, sosteniendo aún la botella, aunque ya vacía, bajó a la cubierta de popa, de modo que se encontró casi en el mismo nivel que su hermano, y *Siegfried, que estaba tan sordo, se acercó todo lo que pudo al borde del foso que se abría entre ellos. La amarra de popa, ese cordón umbilical blanco, cruzaba el foso.
—Estoy sordo —dijo *Siegfried—. ¿Estás sordo tú también?
—No —dijo el capitán. Había estado mucho más lejos que *Siegfried del centro de la explosión. Le sangraba la nariz, sin embargo, hecho que consideraba cómico. Se había lastimado la nariz cuando la onda expansiva lo derribara en la cubierta principal. El coñac le había exacerbado el sentido del humor al punto de que todo le resultaba ahora increíblemente cómico.
Creyó que los ejercicios que *Siegfried había ejecutado en el malecón eran una caricatura de la enfermedad danzante que los dos podrían haber heredado del padre.
—Me ha gustado la imitación que hiciste de papá —dijo. Toda la conversación se desarrolló en alemán, la primera lengua que habían aprendido.
—¡Adie! —replicó *Siegfried—. ¡Esto no es nada gracioso!
—Todo es gracioso —dijo el capitán.
—¿Tienes medicinas? ¿Tienes alimentos? ¿Tienes todavía camas? —preguntó *Siegfried.
El capitán contestó con una cita que Mandarax conocía perfectamente:
Debo mucho; no tengo nada. Doy el resto a los pobres.
François Rabelais (1494-1553)
—¡Estás borracho! —dijo *Siegfried.
—¿Por qué no? —preguntó el capitán—. No soy más que un payaso. —El daño que el coñac había causado a su cerebro hacía que no pudiera salir de sí mismo. Era incapaz de considerar los sufrimientos de los demás en la ciudad a oscuras o las ruinas lejanas.— ¿Sabes lo que me dijo un tripulante cuando intenté impedir que robara la brújula, Ziggie?
—No —le dijo *Siegfried, y comenzó a bailar otra vez.
—«¡Fuera de mi camino, payaso!» —dijo el capitán, y se echó a reír y a reír—. Se atrevió a decirle eso a un almirante, Ziggie. Lo habría hecho colgar del penol,
hic,
si alguien no hubiera robado ya el,
hic,
penol,
hic.
Al amanecer,
hic,
si alguien no hubiera robado el amanecer.
La gente todavía padece de hipo, entre paréntesis. No pueden impedirlo. A menudo oigo cómo hipan, cerrando involuntariamente la glotis e inhalando espasmódicamente, mientras yacen en las amplias playas blancas o nadan por las lagunas azules. En realidad, la gente tiene hoy más hipo que hace un millón de años. Esto se relaciona menos con la evolución, me parece, que con el hecho de que muchos de ellos se tragan el pescado crudo sin masticarlo lo suficiente.
(L
A GENTE
)
Y la gente se ríe todavía tanto como antes, a pesar de sus cerebros reducidos. Si un montón de gente está tendida en la playa y uno se echa una ventosidad, todos los demás ríen y ríen como lo habrían hecho hace un millón de años.
—Hic
—prosiguió el capitán—, en realidad he sido vindicado,
hic,
*Siegfried. Hace mucho que digo que de vez en cuando hemos de estar preparados para una descarga de grandes meteoritos. Eso,
hic,
es lo que,
hic,
ha pasado.
—Han volado el hospital —dijo *Siegfried. Así le había parecido.
—Ningún hospital vuela de ese modo —dijo el capitán, y para desazón de *Siegfried trepó a la barandilla y se dispuso a saltar al malecón. No se trataba de un gran salto en realidad, sólo unos dos metros por encima del foso, pero el capitán estaba muy borracho.
El capitán voló con buen éxito, cayendo de rodillas sobre el malecón. Eso le curó el hipo.
—¿Hay alguien más en el barco? —preguntó *Siegfried.
—Sólo nosotras, las gallinas —dijo el capitán. No tenía idea de que él y *Siegfried tuvieran que rescatar a nadie excepto a ellos mismos. La gente del autobús estaba todavía en el suelo. *Siegfried, entre paréntesis, había confiado Mandarax a Mary Hepburn, por si tenía que comunicarse con Hisako Hiroguchi. Mandarax, como ya he dicho, de nada servía como intérprete de las kanka-bonas.
El capitán pasó el brazo por sobre los hombros temblorosos de *Siegfried y le dijo:
—No tengas miedo, hermanito. Pertenecemos a un largo linaje de sobrevivientes. ¿Qué es un pequeño chaparrón de meteoritos para un von Kleist?
—Adie —dijo *Siegfried—, ¿hay algún modo de acercar el barco un poco más? —Pensaba que la gente del autobús se sentirían a bordo más seguros y por cierto menos apretados.
—A la mierda el barco. No queda nada en él —dijo el capitán—. Creo que hasta han robado a León. —Una vez más, León era yo.
—Adie —dijo *Siegfried—, hay diez personas en ese autobús, y una de ellas ha sufrido un ataque cardíaco.
El capitán miró fijamente el autobús.
—¿Qué los hace tan invisibles? —preguntó. El hipo se le había pasado de nuevo.
—Están todos echados cuerpo a tierra y tienen un miedo de muerte —dijo *Siegfried—. Tienes que ponerte sobrio. No puedo cuidarlos. Tienes que hacer lo que puedas. Ya no domino mis propios actos, Adie. Vaya momento más oportuno para que me ocurra… tengo la enfermedad de papá.
En lo que al capitán concernía, el tiempo se detuvo. Esta ilusión le era familiar. Podía contar con experimentarla varias veces al año: cada vez que recibía una noticia con la que no podía bromear. Sabía cómo poner el tiempo en funcionamiento otra vez: negando la mala noticia.
—No es verdad —dijo—. No puede ser.
—¿Crees que bailo para divertirme? —dijo *Siegfried, e involuntariamente se alejó bailando de su hermano.