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Authors: Kurt Vonnegut

Tags: #Ciencia Ficción

Galápagos (22 page)

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De modo que yo me mantenía invisible en el puente del
Bahía de Darwin
junto al capitán Adolf von Kleist, mientras esperábamos el fin de nuestra primera noche en el mar tras la apresurada partida de Guayaquil. Él había pasado despierto toda la noche y ahora estaba sobrio, pero tenía un terrible dolor de cabeza que describió a Mary Hepburn como: «…un tornillo dorado entre los ojos».

Tenía otros recuerdos de la humillante juerga de la noche anterior: contusiones y magulladuras, consecuencia de las veces que se había caído mientras intentaba subir al techo del autobús. Nunca se habría emborrachado de ese modo si hubiera sabido que iba a ser responsable de algo. Ya se lo había explicado a Mary, que también había estado en pie toda la noche, cuidando a *James Wait en la cubierta superior detrás de las cabinas de los oficiales.

*Wait había sido tendido allí, con la blusa de Mary por almohada, pues el resto del barco estaba totalmente a oscuras. El plan era trasladarlo a una cabina cuando saliera el sol para que no muriera asado sobre las planchas de acero desnudo.

Todos los demás se encontraban abajo en la cubierta de botes. Selena MacIntosh estaba en el salón principal, utilizando a su perra como almohada, y allí estaban también las niñas kanka-bonas. Se utilizaban unas a otras como almohadas. Hisako se había dormido en un extremo del salón principal calzada entre el inodoro y la palangana.

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Mandarax, que Mary había devuelto al capitán, estaba guardado en un cajón en el puente. Éste era el único cajón de todo el barco que tenía algo dentro. Estaba ligeramente abierto, de modo que Mandarax oyó y tradujo gran parte de lo que se había dicho esa noche. Gracias a una conexión casual, tradujo todo al kirghiz, incluyendo el plan de von Kleist, que era como sigue: irían directamente a la Isla Baltra, de las Galápagos, donde había muelles, un campo de aterrizaje y un pequeño hospital. Había allí, también, una potente estación de radio, de modo que podrían saber con certeza qué habían sido aquellas dos explosiones, y cuál era el estado del resto del mundo, en caso de que hubiera habido una lluvia de meteoritos generalizada, o, como Mary había sugerido, hubiera empezado la Tercera Guerra Mundial.

Sí, y lo mismo habría dado que este plan hubiese sido traducido al kirghiz o alguna otra lengua que prácticamente nadie entendía, porque estaban siguiendo un curso que nunca les permitiría llegar a las Islas Galápagos.

La ignorancia del capitán hubiera bastado para desviar el curso del barco. Pero compensó sus errores durante la primera noche, todavía borracho, cambiando de curso una y otra vez para evitar los probables puntos de impacto de las estrellas fugaces. El voluminoso cerebro, recordad, le había hecho creer que una lluvia de meteoritos se precipitaba sobre el mundo. Cada vez que veía una estrella fugaz, suponía que caería en el océano y provocaría una marejada.

De modo que conducía el barco para que en caso de necesidad la proa afilada hendiese la ola. Cuando salió el sol podría haberse encontrado, gracias al voluminoso cerebro, sencillamente en cualquier parte, con rumbo a no se sabía dónde.

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Mary Hepburn, entretanto, a medio camino entre el sueño y la vigilia, tendida junto a *James Wait, estaba haciendo algo que la gente de cerebro reducido ya no puede hacer. Estaba reviviendo el pasado. Era virgen de nuevo. Se encontraba en un saco de dormir. El canto de un chotacabras la había despertado a la luz más clara del alba. Estaba acampando en un parque estatal de Indiana, un museo viviente, un retazo de lo que la zona solía ser antes que los europeos decretaran que sólo se tolerarían plantas o animales domesticados y comestibles. Cuando la joven Mary sacó la cabeza del capullo del saco de dormir, vio unos leños podridos y un arroyo. Yacía sobre eones de muerte y desechos. Había allí comida de sobra si uno fuera un microorganismo o si las hojas pudieran digerirse, pero para un ser humano de hace un millón de años no había ni siquiera medio desayuno.

Era principios de junio. El aire parecía perfumado.

El canto del pájaro venía de la espesura de brezos y zumaques, a cincuenta pasos de Mary. Este reloj despertador la complacía, pues al irse a dormir había pensado despertarse temprano e imaginar que el saco de dormir era un capullo, y emerger de él sinuosa y voluptuosamente, como estaba haciéndolo ahora, convertida en una adulta vivaz.

¡Qué alegría!

¡Qué satisfacción!

Era perfecto porque la amiga que había venido con ella todavía estaba durmiendo.

De modo que se escabulló en silencio por el suelo elástico del prado hasta la espesura, para ver al pájaro compañero que había despertado tan temprano como ella. Lo que vio en cambio fue a un joven alto, delgado y grave en traje de marinero. Y era él quien silbaba el penetrante canto del chotacabras. Era Roy, su futuro marido.

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Se sintió molesta y desorientada. Ese traje de marinero tan lejos del mar era un detalle particularmente extravagante. Se sentía incómoda, y quizá tuviera además algo de miedo. Pero si este extraño intentaba acercársele, antes tendría que atravesar una maraña de brezos. Había dormido con la ropa puesta, de modo que estaba enteramente vestida salvo los pies, sólo calzados con medias.

Él había oído cómo ella se acercaba. Tenía un oído extraordinariamente fino, lo mismo que su padre. Era un rasgo de familia. Y él fue el primero en hablar.

—Hola —dijo.

—Hola —dijo ella.

Más tarde diría que había sentido que era la única persona en el Jardín del Edén, cuando se había tropezado con esta criatura vestida de marinero, que actuaba como si todo le perteneciera de antemano. Y Roy contestaba que era ella, en realidad, la que actuaba como si todo le perteneciera.

—¿Qué está haciendo aquí? —preguntó ella.

—No sabía que la gente dormía en esta parte del parque —dijo él. En eso estaba en lo cierto, y Mary lo sabía. Ella y su amiga estaban violando las reglas del museo viviente. Se encontraban en una zona donde por la noche sólo se admitía a los animales inferiores.

—¿Es usted marinero? —preguntó ella.

Y él dijo que sí, que lo era, o que lo había sido hasta hacía muy poco. Acababan de darlo de baja en la Marina y viajaba a dedo por el país antes de volver a casa, y había comprobado que la gente estaba mucho más dispuesta a ayudarlo si él llevaba uniforme.

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No tendría mucho sentido ahora que alguien preguntara como Mary le preguntó a Roy: «¿Qué está haciendo aquí?». La razón de estar hoy en un sitio cualquiera es invariablemente sencilla y evidente. Nadie tiene una historia tan complicada como la de Roy: había sido dado de baja en San Francisco, había vendido su billete, y luego de comprar un saco de dormir había viajado a dedo al Gran Cañón, al Parque Nacional de Yellowstone y otros sitios que siempre había querido visitar. Lo fascinaban especialmente los pájaros y era capaz de conversar con ellos en sus propias lenguas.

Había oído en la radio de un coche que en este pequeño parque estatal de Indiana habían aparecido dos picamaderos de pico de marfil, especie que, según se creía, hacía mucho que se había extinguido. Había venido directamente. La historia era una broma. Esos grandes y hermosos habitantes de los bosques primitivos se habían extinguido en verdad; los seres humanos habían destruido todos los posibles hábitats de estos pájaros. Ya no había allí suficiente madera podrida, paz y quietud para ellos.

—Les hace falta mucha paz y quietud —comentó Roy—, lo mismo que a mí, y lo mismo que a usted, supongo. Siento si la he molestado. No estaba haciendo nada que un pájaro no hubiera hecho.

Algún mecanismo automático chasqueó levemente en el voluminoso cerebro de la joven. Sintió que las rodillas se le aflojaban y una sensación de frío en el estómago. Se había enamorado de aquel hombre.

Ya nadie tiene recuerdos como ése.

2

*James Wait interrumpió las ensoñaciones de Mary Hepburn con estas palabras:

—La quiero tanto. Por favor, cásese conmigo. Me siento tan solo. Tengo tanto miedo.

—Ahorre fuerzas, señor Flemming —le dijo ella. Él había estado proponiéndole matrimonio una y otra vez durante toda la noche.

—Deme la mano —dijo.

—Cada vez que se la doy, usted no me la devuelve —dijo ella.

—Le prometo que se la devolveré —dijo él.

De modo que ella se la dio y él se la apretó débilmente. No tenía ninguna visión del pasado o del futuro. Era poco más que un corazón enfermo, así como Hisako Hiroguchi, abajo, entre el lavabo y el inodoro vibrante, era poco más que un feto y un útero.

Hisako no tenía nada por qué vivir excepto ese hijo que aún no había nacido, pensaba ella.

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La gente todavía padece hipo, como siempre, y todavía les hace gracia que alguien se eche una ventosidad. Y todavía tratan de consolar a los enfermos con tonos tranquilizantes de la voz. El tono de Mary mientras le hacía compañía a *James Wait en el barco es un tono que hoy se oye con frecuencia. Con palabras o sin ellas, ese tono transmite lo que una persona enferma quiere escuchar hoy, y lo que *Wait quería escuchar hace un millón de años. Mary dijo cosas de este tipo a *Wait con muchas palabras, pero el tono le habría bastado para transmitir el mismo mensaje: «Todos te queremos. No estás solo. Todo saldrá bien», etcétera.

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Nadie que hoy intente consolar a alguien, por supuesto, ha tenido una vida amorosa tan complicada como la de Mary Hepburn, y nadie que hoy esté enfermo ha tenido una vida amorosa tan complicada como la de *James Wait. En la crisis de cualquier historia amorosa de hoy lo que se plantea ante todo es la más simple de las cuestiones: si las personas incluidas en ella se encuentran o no en estado de celo. Los hombres y las mujeres actuales se interesan inevitablemente unos por otros, y por las protuberancias de sus aletas, etcétera, sólo dos veces al año; o, en épocas en que la pesca escasea, sólo una vez. Tanto depende hoy de los peces.

En un conjunto de circunstancias adecuado, el amor podría haber quebrantado el sentido común de Mary Hepburn y de *James Wait en casi cualquier época del año.

Allí, en la cubierta principal, antes que el sol saliera, *Wait estaba genuinamente enamorado de Mary, y Mary estaba genuinamente enamorada de *Wait… o, más bien, de lo que él pretendía ser. Durante toda la noche ella lo había llamado «señor Flemming» y él no le había pedido que lo llamara por su nombre de pila. ¿Por qué? Porque no recordaba ese nombre de pila.

—La haré muy rica —dijo *Wait.

—Bueno, bueno —dijo Mary—. Tranquilo.

—Interés compuesto —dijo él.

—Ahorre fuerzas, señor Flemming —le dijo ella.

—Por favor, cásese conmigo —dijo él.

—Ya hablaremos de eso cuando lleguemos a Baltra —dijo ella. Le había ofrecido Baltra como algo por lo cual valía la pena vivir. Durante toda la noche en arrullos y murmullos le había hablado de todas las cosas buenas que los esperaban en Baltra, como si la isla fuera el paraíso. Habría santos y ángeles que los saludarían en el desembarcadero con toda clase de alimentos y medicinas.

Él sabía que se estaba muriendo.

—Será una viuda muy rica —dijo.

—Nada de hablar de eso ahora —dijo ella.

En cuanto a toda la riqueza que ella heredaría teóricamente, ya que en verdad iba a casarse con él, para convertirse después en su viuda: los detectives de cerebro más voluminoso del mundo no hubieran podido ni siquiera empezar a encontrar la más mínima fracción. En comunidad tras comunidad, *Wait había inventado un prudente ciudadano que no existía, cuya riqueza crecía de continuo, aunque el planeta iba haciéndose cada vez más pobre, y cuya seguridad garantizaban los gobiernos de los Estados Unidos o el Canadá. Por este entonces, su cuenta de ahorros en Guadalajara, México, que estaba en pesos, había sido cancelada.

Si la fortuna de *James Wait hubiera seguido creciendo al paso en que crecía entonces, ahora abarcaría todo el universo: galaxias, agujeros negros, cometas, nubes de asteroides, y meteoros, los meteoritos del capitán, y materia interestelar de toda clase; simplemente todo.

Sí, y si la población humana hubiera seguido creciendo al paso en que crecía entonces, superaría la fortuna de *James Wait, lo cual es decir simplemente todo.

¡Qué imposibles sueños de superación solían tener los seres humanos sólo ayer, sólo hace un millón de años!

3

Entre paréntesis, *Wait se había reproducido. No sólo había enviado mucho tiempo atrás a aquel comerciante de antigüedades por el túnel azul que conduce al Más Allá, también había colaborado en el nacimiento de un heredero. De acuerdo con las normas darwinianas, en ambos casos, como asesino y como progenitor, no lo había hecho mal, es preciso admitirlo.

Se convirtió en progenitor cuando sólo tenía dieciséis años, el apogeo sexual de un macho humano de hace un millón de años.

Estaba todavía en Midland City, Ohio. Era una calurosa tarde de julio y él cortaba el césped de un comerciante de automóviles fabulosamente rico, propietario de los restaurantes locales en los que se servían comidas rápidas. Se llamaba Dwayne Hoover y tenía esposa, pero no descendencia. El señor Hoover estaba en Cincinnati en viaje de negocios, y la señora Hoover, a la que *Wait no había visto nunca aunque le había cortado el césped muchas veces, se encontraba en la casa. Estaba recluida porque, como *Wait había oído decir, tenía problemas con el alcohol, y con las drogas que le había recetado el médico, y el cerebro voluminoso se le había vuelto demasiado errático como para confiar en él en público.

*Wait era guapo por entonces. Su madre y su padre también habían sido guapos. Provenía de una familia guapa. A pesar de que hacía tanto calor, *Wait no se había quitado la camisa. Lo avergonzaban las cicatrices de los castigos que varios padres adoptivos le habían infligido a lo largo de los años. Más tarde, cuando se dedicó a la prostitución en la isla de Manhattan, sus clientes encontraban muy excitantes esas cicatrices dejadas por cigarrillos, percheros, hebillas de cinturones, etcétera.

*Wait no estaba buscando oportunidades sexuales. Acababa de decidir que se iría a Manhattan y no quería hacer nada que pudiera dar a la policía una excusa para encerrarlo. La policía lo conocía muy bien y lo interrogaba a menudo acerca de este o aquel hurto, aunque él nunca había cometido un delito. De cualquier modo, la policía estaba siempre vigilándolo. Le decían cosas como: «Tarde o temprano, hijito, cometerás un gran error».

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