El alimento más satisfactorio, como todos convenían, eran los huevos cocidos durante horas al calor del sol sobre una bonita roca plana. No había fuego en Santa Rosalía. Segundos en mérito eran los pescados robados a las aves, luego las mismas aves. Y luego la pulpa verde dentro de los intestinos de la iguana marina.
La naturaleza era en verdad tan abundante que había toda una reserva de comida, de la que los colonos tenían conciencia, pero a la que nunca necesitaron recurrir. Había focas y leones de mar, ninguno de ellos desconfiado o feroz, salvo los machos en época de apareamiento, arrellanados por todas partes y mirando con ojos amorosos a los seres humanos que pasaban. Vaya si eran comestibles.
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Podría haber sido fatal que los colonos mataran a todas las iguanas de tierra casi inmediatamente. Pero no lo fue. Podría haber tenido mucha importancia. Pero no la tuvo. Nunca hubo grandes tortugas de tierra en Santa Rosalía, de lo contrario los colonos también las habrían exterminado. Pero tampoco eso habría tenido mucha importancia.
Mientras tanto, en otras partes del mundo, particularmente en África, la gente moría por millones porque no tenía suerte. No había llovido durante años y años. Solía llover mucho allí, pero ahora parecía que no llovería nunca más.
Por lo menos los africanos habían dejado de reproducirse. Eso estaba bien. Hasta cierto punto era una ayuda. Significaba que había mucho más de nada que repartir.
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El capitán no se dio cuenta de que las mujeres kanka-bonas estaban embarazadas hasta un mes antes de que la primera de ellas diera a luz al primer macho humano nativo de la isla, que llegó a ser conocido por el mote que le dio la peluda Akiko, a quien deleitaba la masculinidad del bebé: «Kamikaze», que en japonés significa «viento sagrado».
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Los colonos originales nunca llegaron a unirse en una sola familia. Las generaciones subsiguientes, sin embargo, después de haber muerto el último de los viejos, se unieron en una familia que incluía a todos. Tenían una lengua común, una religión común y algunas bromas, canciones y danzas comunes, casi todas ellas kanka-bonas. Y Kamikaze, cuando le tocó ser un hombre viejo, se convirtió en algo que el capitán nunca había sido, un venerado patriarca. Y Akiko se convirtió en una venerada matriarca.
Sucedió muy rápido: la formación de una familia humana perfectamente coherente a partir de materiales genéticos tan azarosos. Era hermoso verlo. Casi hizo que yo amara a la gente tal como era entonces, con grandes cerebros y todo lo demás.
El capitán se enteró bastante tarde de que una de las mujeres estaba preñada, porque nadie se lo dijo, por cierto, pero también porque las mujeres kanka-bonas lo detestaban tanto, sobre todo por motivos racistas, que evitaban verlo. Acudían al cráter en busca de agua sólo muy tarde por la noche, cuando por lo general el capitán estaba profundamente dormido. Seguirían odiándolo hasta el último día, aun cuando era el padre de todos los hijos a los que tanto amaban.
Pero un mes antes que Kamikaze naciera, el capitán no podía dormir en la cama de plumas que compartía con Mary. El gran cerebro hacía que se volviera y revolviera en la cama pensando en la posibilidad de cavar desde lo alto del cráter hasta el suministro de agua, para así localizar la pérdida y poder cambiar aquello de lo que nadie se había quejado nunca: el canal de la fuente.
Éste era un proyecto de ingeniería, entre paréntesis, poco más o menos tan modesto como la construcción de la Gran Pirámide de Khufu o el Canal de Panamá.
De modo que el capitán saltó de la cama y se fue a dar un paseo en medio de la noche. Cuando llegó a la fuente, allí estaban las seis kanka-bonas dando palmadas sobre el agua del estanque como si fuera un animal amistoso, salpicándose entre ellas, etcétera. Se estaban divirtiendo mucho y se sentían especialmente felices porque todas ellas pronto tendrían hijos.
Dejaron de divertirse tan pronto como vieron al capitán. Pensaban que era malvado. Pero el capitán también se sintió consternado, porque estaba desnudo. No había creído que pudiera toparse con alguien. No se había molestado en ponerse el taparrabos de piel de iguana. De modo que ahora, al cabo de diez años en Santa Rosalía, las kanka-bonas le veían por primera vez los genitales. Tuvieron que reírse, y luego no pudieron dejar de reírse.
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El capitán retrocedió hasta su morada, donde Mary estaba profundamente dormida. Desechó la risa como mera simpleza. Pensó además que una de las mujeres tenía un tumor, un parásito o una infección en el vientre, y que a pesar de lo contenta que estaba, era probable que muriese muy pronto.
Se lo mencionó a Mary al día siguiente y ella lo miró con una sonrisa muy extraña.
—¿Hay motivo para sonreírse? —preguntó él.
—¿Estaba yo sonriendo? —dijo ella—. Por Dios, no hay nada de qué sonreírse.
—Una hinchazón de ese tamaño —dijo él—. No puede ser un problema menor.
—Por completo de acuerdo —dijo ella—. Tendremos que vigilar y esperar. ¿Qué otra cosa podemos hacer?
—Estaba tan animada —se maravilló él—. Esa espantosa hinchazón no parecía preocuparla en absoluto.
—Como lo has dicho tan a menudo —le dijo Mary—, no se parecen a nosotros. Tienen mentes muy primitivas. Tratan de sacar el mejor partido de todo. Consideran que no pueden hacer mucho de nada, al fin y al cabo, así que toman la vida tal como viene.
Se llevó a Mandarax a la cama. Ella y la peluda Akiko, que entonces sólo tenía diez años, eran las únicas entre los colonos que todavía encontraban divertido a Mandarax. Si no hubiera sido por ellas, el capitán, Selena o Hisako, ofendidos por los inútiles consejos y la estúpida sabiduría del aparato, o sus tediosos esfuerzos por mostrarse gracioso, lo habrían arrojado al mar hacía ya mucho tiempo.
El capitán, en verdad, se sentía personalmente insultado por Mandarax, que había traído a colación el poema sobre el ridículo capitán del
Persiana de Rollo Galopante.
De modo que Mary pudo traer a colación un comentario respecto de la supuesta ignorancia de la mujer kanka-bona, que se sentía tan feliz a pesar del modo en que le crecía el vientre, a saber:
La más feliz de las vidas es la de la ignorancia,
antes del aprendizaje del dolor y del gozo.
Sófocles (496-406 a.C.)
Mary estaba jugando con él de un modo que yo, como ex compañero de sexo del capitán, tenía que considerar presuntuoso y malicioso. Si en vida hubiera sido mujer, quizá mis sentimientos habrían sido distintos. Quizá me hubiera complacido la manera en que Mary se burlaba secretamente del papel limitado que los machos desempeñaban en la reproducción en ese entonces. Eso no ha cambiado. Hay todavía esos grandes apéndices con los que se puede inyectar esperma viviente en el momento oportuno.
Por lo demás, la burla secreta de Mary estaba por volverse abierta y aviesa. Después de que nació Kamikaze, y el capitán se enteró de que era su hijo, balbuceó que Mary tendría que haberlo consultado.
A lo que Mary replicó:
—Tú no tuviste que cargar a ese niño nueve meses y ayudarlo luego a abrirse camino trabajosamente entre tus piernas. No serías capaz de amamantarlo, aun cuando quisieras hacerlo, cosa que me resulta dudosa. Y nadie espera que ayudes a criarlo. Más aún: ¡es de esperar que no te metas en eso!
—Aun así…
—Oh, mi Dios —dijo ella—, si hubiéramos podido hacer un bebé con la escupida de una iguana marina, ¿no crees que lo hubiéramos hecho, sin siquiera molestar a Su Majestad?
Después de que ella le dijera eso al capitán, no hubo modo de que sus relaciones pudieran continuar como antes. Hace un millón de años había múltiples teorizaciones, propias de cerebros voluminosos, acerca de cómo evitar que las parejas humanas rompieran, y había habido cuando menos una posibilidad de que Mary hubiera seguido viviendo con el capitán un tiempo más, si lo hubiera querido. Podría haberle dicho que las mujeres kanka-bonas se habían apareado con leones de mar y focas. Él lo habría creído, no sólo porque tenía mala opinión de la moralidad de las mujeres, sino porque jamás hubiera sospechado que se había llevado a cabo una inseminación artificial. No lo habría considerado posible, aunque el procedimiento, de hecho, resultó un juego de niños, algo sumamente sencillo. Dijo Mandarax:
Algo existe que detesta las paredes.
Roben Frost (1874-1963)
A lo cual yo agrego:
Sí, pero algo existe, también, que adora las membranas mucosas.
León Trotsky Trout (1946-1001986)
De modo que Mary podría haber salvado la relación con una mentira, aunque todavía habría que haber explicado los ojos azules de Kamikaze. Una persona de cada doce hoy, entre paréntesis, tiene los ojos azules y el pelo rubio rizado del capitán. A veces bromeo con estos especímenes diciendo:
«Guten morgen, Herr von Kleist»,
o
«Wie geht’s ihnen, Fräulein von Kleist?».
Ése es poco más o menos todo el alemán que sé.
Hoy es más que suficiente.
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¿Debió Mary Hepburn haber salvado su relación con una mentira? Al cabo de todo este tiempo, la cuestión sigue siendo discutible. Nunca fueron una pareja ideal. Se unieron después de que Selena e Hisako formaran pareja y criaran a Akiko, y las mujeres kanka-bonas se trasladaran al otro lado del cráter para preservar la pureza de las creencias, actitudes y costumbres kanka-bonas.
Diré de paso que uno de los hábitos kanka-bonos era mantener sus nombres en secreto para todo aquel que no fuera kanka-bono. Yo tenía acceso a esos secretos, sin embargo, como a los secretos de todo el mundo, y no me parece que haga mal a nadie revelando que la primera en tener un hijo con el capitán fue Sinka; la segunda, Lor, la tercera, Lira; la cuarta, Dirno; la quinta, Nanno, y la sexta, Keel.
Después que Mary abandonó al capitán y se fabricó un dosel y una cama de plumas propia, le dijo a Akiko que no se sentía más sola que cuando vivía con él. Tenía del capitán varias quejas específicas, defectos que él mismo habría podido remediar si hubiera tenido interés en continuar la relación.
—Para mantener una relación, es necesario que ambas partes se esfuercen juntas —aconsejó a Akiko—. Si sólo una se esfuerza, es mejor olvidarlo. De nada vale, y al fin una lo echa todo a perder sintiéndose a la vez una estúpida. Tuve en un tiempo un matrimonio feliz, Akiko, y habría tenido un segundo matrimonio igualmente feliz, si Williard no hubiera muerto… de modo que sé cómo tienen que funcionar las cosas.
Enumeró los cuatro defectos más graves a los que el capitán habría podido poner remedio, sólo que no lo hizo, de la manera siguiente:
—Y éstos son sólo los cuatro principales —dijo. De modo que había no poco resentimiento contenido cuando Mary le habló al capitán de la escupida de la iguana marina.
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No considero que la ruptura haya sido trágica, pues no tenían hijos que dependieran de ellos, y la soledad no era insoportable para ninguno de los dos. Akiko los visitaba regularmente, y luego, cuando a Kamikaze le salió la barba, Akiko tuvo hijos peludos propios que criar.
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Las mujeres kanka-bonas no concedieron a Mary ningún privilegio, a pesar de que había hecho posible que tuvieran hijos. Ellas y sus hijos le tenían tanto miedo como al capitán, pues la creían capaz de hacer tanto mal como bien.
Y transcurrieron veinte años. Hisako y Selena se habían suicidado ocho años antes ahogándose en el mar. Akiko tenía ahora treinta y nueve matroniles años y era la madre de siete hijos peludos que había tenido de Kamikaze: dos varones y cinco niñas. Hablaba tres lenguas de manera fluida sin ayuda de Mandarax: inglés, japonés y kanka-bono. Los niños sólo hablaban kanka-bono, con excepción de dos palabras:
abuelo
y
abuela.
Así era como hacía que llamaran al capitán y a Mary Hepburn. Así era como ella misma los llamaba.
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Una mañana a las siete y media, el 9 de mayo de 2016 de acuerdo con *Mandarax, Akiko despertó a *Mary y le pidió que fuese a hacer las paces con el *capitán; estaba tan enfermo que probablemente no pasara de ese día. Akiko había ido a visitarlo la noche antes; había enviado a sus hijos a casa y se había quedado para cuidarlo y velarlo, aunque no era mucho lo que podía hacer por él.
De modo que *Mary fue a ver al *capitán aunque ya no era ninguna pollita. Había cumplido ochenta años y estaba desdentada. Tenía doblada la espina dorsal, como un signo de interrogación, gracias a los estragos de la osteoporosis, según *Mandarax. No le hacía falta que *Mandarax le dijera que se trataba de osteoporosis. Antes de morir, los huesos de su madre y de su abuela se habían vuelto débiles como juncos a causa de la osteoporosis. He aquí otro defecto hereditario hoy desconocido. En cuanto al *capitán, *Mandarax sugirió educadamente que padecía la enfermedad de Alzheimer. El pobre viejo ya no podía cuidar de sí mismo y apenas sabía dónde se encontraba. Se habría muerto de hambre si Akiko no le hubiera llevado de comer cada día de un modo u otro, y no se hubiera preocupado de que tragara un poco. Tenía ochenta y seis años.
Dijo *Mandarax:
La última escena,
la que concluye esta extraña y azarosa historia,
es una segunda infancia y mero olvido
sin dientes, sin ojos, sin gusto, sin nada.
William Shakespeare (1564-1616)
De modo que *Mary, toda doblada, fue arrastrando los pies hasta el dosel de plumas del *capitán, que también había sido suyo. No había estado allí en veinte años. El dosel había sido renovado varias veces desde que ella se había ido, y también por supuesto las estacas de mangle que lo sostenían y la cama de plumas. Pero la arquitectura era la misma, con una vista abierta a través de los mangles hasta el agua, enmarcando el banco de arena en que el
Persiana de Rollo Galopante
se había ido a pique tanto tiempo atrás.