—Me hice novillos.
Tuvo que haber sido el tumor el que dijo eso, pensaba ahora Mary en Guayaquil. Y el tumor no pudo haber elegido un día peor para una despreocupada travesura, pues había habido una tormenta de granizo la noche anterior, y luego había soplado una ventisca todo el día. Pero Roy había estado recorriendo Clinton Street, la calle principal de Ilium, deteniéndose en una tienda tras otra y contándoles a los tenderos que estaba haciendo novillos.
De modo que Mary intentó alegrarse y decir, en serio, que era hora de que se distendiera un poco y que se divirtiera; aunque siempre se habían divertido mucho los fines de semana y durante las vacaciones, y también en el trabajo, por lo demás. Pero una miasma envolvía esta inesperada escapada. Y el mismo Roy, mientras cenaban temprano, pareció desconcertado por lo que había hecho esa tarde. Y así quedaron las cosas. Él no creía que volviese a hacerlo, de modo que los dos olvidarían el incidente, salvo quizá para reírse de él de tanto en tanto. Pero luego, justo antes de irse a dormir, mientras contemplaban los resplandecientes rescoldos sobre el suelo de piedra del hogar que Roy había construido con sus propias manos callosas, él dijo de pronto:
—Hay todavía más.
—¿Más de qué? —preguntó Mary.
—Sobre esta tarde —dijo él—. Uno de los sitios que visité era la agencia de viajes. —Sólo había una en Ilium, y no le estaba yendo demasiado bien.
—¿Y entonces?
—Reservé una cosa —dijo él. Era como si estuviera recordando un sueño—. Está todo pagado. Todo en orden. Es un hecho. En noviembre tú y yo volaremos a Ecuador y embarcaremos en «el Crucero del Siglo para el Conocimiento de la Naturaleza».
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Roy y Mary fueron las primeros en responder a los anuncios y al programa de publicidad para el viaje inaugural del
Bahía de Darwin,
barco que por entonces era sólo una pila de planos en Malmö, Suecia. El agente de viajes de Ilium acababa de recibir un póster que anunciaba el crucero. Cuando Roy Hepburn entró en el despacho, el agente estaba pegándolo a la pared con cinta adhesiva.
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Si se me permite añadir una nota personal: yo mismo había estado trabajando como soldador en Malmö durante cerca de un año, pero el
Bahía de Darwin
aún no se había materializado tanto como para necesitar de mis servicios. Literalmente yo perdería la cabeza por esa doncella de acero sólo cuando llegase la primavera. Pregunta: ¿Quién no ha perdido la cabeza en primavera?
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Pero continuemos:
El póster llegado a Ilium exhibía un pájaro muy extraño posado en el borde de una isla volcánica y contemplando un hermoso navío blanco que pasaba por allí. Esta ave era negra y parecía del tamaño de un pato grande, pero tenía un cuello largo y flexible, como una serpiente. Había en ella algo más extraño, sin embargo, y casi cierto: no parecía tener alas. Esta especie de ave era endémica de las Islas Galápagos, es decir que se la encontraba allí y en ningún otro sitio del planeta. Las alas, minúsculas y plegadas y aplanadas contra el cuerpo, le permitían nadar y sumergirse en el agua tan rápido como un pez. Éste era un método mucho mejor para atrapar peces que el de muchos otros pájaros piscívoros, obligados a esperar a que los peces suban a la superficie y lanzarse luego sobre ellos con picos desmesuradamente abiertos. Esta ave sumamente apta, que los seres humanos llamaban «cormoranes acuáticos», era capaz de trasladarse hasta el sitio donde se encontraban los peces. No tenía que esperar a que cometieran un error fatal.
A cierta altura de la línea evolutiva, los antepasados de un ave semejante tuvieron que haber dudado del valor de sus alas, así como en 1986 los seres humanos estaban empezando a cuestionar seriamente el valor de sus voluminosos cerebros.
Si Darwin estaba en lo cierto acerca de la Ley de Selección Natural, los cormoranes de alas minúsculas, que sencillamente se lanzaban al agua como lanchas pesqueras, tienen que haber atrapado más peces que sus más grandes antepasados. De modo que se acoplaron entre sí, y aquellos de entre sus hijos con alas más pequeñas se convirtieron en pescadores todavía mejores y así sucesivamente.
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Ahora bien, lo mismo le ha sucedido a la gente, pero no en relación con las alas, por supuesto, pues nunca las han tenido, sino en relación con las manos y los cerebros. Y la gente ya no tiene que aguardar a que los peces muerdan un anzuelo con carnada o molestarse con redes o lo que fuere. La persona que hoy quiera peces, simplemente los persigue como un tiburón en el profundo mar azul.
Así es de sencillo ahora.
Ya en enero había varias razones para que Roy Hepburn no hubiera reservado pasajes para ese crucero. No había pruebas entonces de que se avecinaba una crisis económica mundial y de que la gente de Ecuador estaría muriéndose de hambre cuando el barco tuviera que hacerse a la mar. Pero estaba la cuestión del empleo de Mary. Ella no sabía entonces que la despedirían, que se vería obligada a una temprana jubilación, de modo que no sabía cómo, en buena conciencia, podría tomarse una licencia de tres semanas a fines de noviembre o comienzos de diciembre, justo en medio del semestre.
Además, aunque nunca había estado allí, el archipiélago de las Galápagos la aburría, tanta era la cantidad de películas, diapositivas, libros y artículos sobre las islas que había utilizado una y otra vez para sus cursos. No podía imaginar que la aguardara allí alguna sorpresa. Muy poco era lo que sabía.
Ni ella ni Roy habían abandonado nunca los Estados Unidos durante el tiempo que llevaban casados. Si se trataba de sacudir las piernas y hacer un viaje verdaderamente atractivo, pensaba, prefería ir a África, donde la vida salvaje era mucho más excitante y los métodos de subsistencia mucho más peligrosos. Después de todo, las criaturas de las Islas Galápagos eran un conjunto bastante poco interesante comparadas con los rinocerontes, los hipopótamos, los leones, los elefantes, las jirafas, etcétera, etcétera.
La perspectiva del viaje, de hecho, hizo que le confesara a una amiga íntima:
—Tengo de pronto la sensación de que nunca en mi vida quiero volver a ver un pájaro bobo de patas azules.
Muy poco era lo que sabía.
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Pero cuando hablaba con Roy, Mary ocultaba los recelos que le inspiraba el viaje, confiando en que él mismo se daría cuenta de que había padecido una ligera disfunción cerebral. Pero en marzo Roy había abandonado el empleo y Mary sabía que la despedirían. De modo que el viaje pareció de pronto práctico y oportuno. Y el crucero parecía crecer ante la imaginación cada vez más errática de Roy como «la única buena perspectiva que tenemos por delante».
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He aquí lo que había sucedido con sus empleos: la G
EFFCO
había suspendido a casi toda su fuerza laboral, tanto administrativos como obreros, con el fin de modernizar las operaciones en Ilium. Una compañía japonesa, la Matsumoto, era la que tenía a cargo la tarea. La Matsumoto estaba también automatizando el
Bahía de Darwin.
Ésta era la misma compañía que empleaba a *Zenji Hiroguchi, el joven genio en computadoras que se alojaba con su esposa en el Hotel El Dorado al mismo tiempo que Mary.
Cuando la Corporación Matsumoto terminara de instalar computadoras y robots, doce seres humanos bastarían para manejarlo todo. De modo que la gente lo suficientemente joven como para tener hijos o, cuando menos, sueños ambiciosos para el futuro, abandonaba en tropel la ciudad. Era, como diría Mary Hepburn el día en que cumplió ochenta y un años, dos semanas antes de que un enorme tiburón blanco la devorara, «como si el flautista de Hamelin hubiera pasado por Ilium». De pronto, no hubo casi niños que educar, y la ciudad quebró por falta de contribuyentes. La última camada de la escuela secundaria de Ilium se graduó en junio de ese mismo año.
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En abril se diagnosticó que Roy padecía un tumor cerebral inoperable. Por tanto, «el Crucero del Siglo para el Conocimiento de la Naturaleza» se convirtió en lo que aún esperaba de la vida.
—Puedo aguantar hasta entonces cuando menos, Mary. Noviembre… no falta tanto, ¿no es cierto?
—No —dijo ella.
—Puedo aguantar hasta entonces.
—Quizá tengas años por delante, Roy —dijo ella.
—Que sólo se me permita llevar a cabo ese crucero —dijo él—. Que pueda ver pingüinos en el ecuador. Eso me basta.
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Aunque Roy se equivocaba más y más acerca de más y más cosas, era cierto que había pingüinos en las Islas Galápagos. Eran criaturas esqueléticas bajo los trajes de camarero principal. Tenían que serlo. Si hubieran estado envueltos en grasa como sus parientes de los hielos del sur, a medio mundo de distancia, se hubiesen cocinado vivos sobre la lava cuando iban a tierra a poner sus huevos y cuidar de sus pequeñuelos.
Como los de los cormoranes acuáticos, también sus antepasados habían abandonado el encanto de la aviación, prefiriendo atrapar más peces.
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En cuanto a ese desconcertante entusiasmo con que hace un millón de años se transfirieron a las máquinas tantas actividades humanas: ¿qué podría haber significado sino que la gente reconocía una vez más que el cerebro no les servía para nada?
Mientras Roy Hepburn agonizaba, y en verdad mientras agonizaba toda la ciudad de Ilium, y tanto el hombre como la ciudad eran matados por cosas que crecían, enemigas de la saludable y feliz humanidad, el voluminoso cerebro de Roy lo convenció de que había sido marino durante las pruebas atómicas de los Estados Unidos en el atolón de Bikini, ecuatoriano, como Guayaquil, en 1946. Iba a sacarle al gobierno millones de indemnización porque las radiaciones que había recibido allí habían impedido ante todo que él y Mary pudieran tener hijos, y ahora le habían producido este cáncer cerebral.
Roy había servido un tiempo en la Marina, pero por lo demás su caso contra los Estados Unidos de América era en realidad débil, pues había nacido en 1932, y los abogados de su país no tendrían dificultades en probarlo. Habría tenido catorce años por el tiempo de esa supuesta exposición a las radiaciones.
El anacronismo no le impedía recordar vívidamente las cosas terribles que se había obligado a hacer, por orden del gobierno, con las llamadas formas inferiores de la vida animal. Tal como él lo contaba, había trabajado virtualmente sin asistencia alguna, primero clavando estacas en el suelo de todo el atolón y luego atando diferentes clases de animales a las estacas.
—Creo que me escogieron —dijo—, porque los animales siempre han confiado en mí.
Esto último era verdad: todos los animales confiaban en Roy. Aunque Roy no había recibido ninguna educación formal después de terminada la escuela secundaria, salvo el programa de aprendizaje de la G
EFFCO
, y aunque Mary se había graduado en zoología en la Universidad de Indiana, Roy se relacionaba con los animales mucho mejor que Mary. Era capaz de hablar la lengua de los pájaros, algo que ella jamás podría haber hecho, pues sus antepasados tenían mal oído en ambas ramas de la familia. No había perro ni animal de granja, ni siquiera los perros guardianes de la G
EFFCO
o una cerda con cochinillos, tan maligno que Roy no pudiera, en cinco minutos o en menos todavía, convertir en amigo suyo.
De modo que era posible comprender las lágrimas de Roy cuando recordaba haber atado a todos esos animales a las estacas. Estos crueles experimentos se llevaron a cabo con animales, por supuesto, con ovejas, cerdos, vacas, caballos, monos, patos, pollos y gansos, pero seguramente no con un zoológico como el que describía Roy. Según él, había atado a las estacas pavos reales, leopardos, gorilas, cocodrilos y albatros. En el voluminoso cerebro de Roy, Bikini se convirtió en el exacto reverso del arca de Noé. Dos ejemplares de cada especie animal se llevaron allí para ser aniquilados con una bomba atómica.
El detalle más desatinado de su historia, y que a él no le parecía nada desatinado, era el siguiente: «Donald se encontraba allí». Donald era un perdiguero de color dorado que erraba por el barrio allí en Ilium, que en ese mismo momento quizá estaba frente a la casa de los Hepburn, y que sólo tenía cuatro años.
—Todo fue muy duro —decía Roy—, pero lo más duro fue atar a Donald a una de las estacas. Fui postergándolo hasta el último momento. Atar a Donald a una estaca fue lo último que tuve que hacer. Él me dejó que lo atara y después me lamió la mano y meneó el rabo. Y le dije, y no me avergüenza confesar que yo estaba llorando: «Adiós, viejo camarada. Partes a un mundo distinto. Seguramente a un mundo mejor, porque ningún otro puede ser tan malo como éste».
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Mientras Roy empezaba a dar estos espectáculos, Mary aún iba a la escuela diariamente, asegurando a los pocos alumnos que le quedaban que debían agradecer a Dios sus voluminosos cerebros.
—¿Preferiríais acaso tener el cuello de una jirafa o el camuflaje de un camaleón o la piel de un rinoceronte o las astas de un alce irlandés? —les preguntaba, y otras cosas por el estilo.
Seguía emitiendo todavía la misma vieja retahíla.
Sí, y después volvía a casa junto a Roy, que le demostraba lo poco que se puede confiar en los cerebros. Nunca fue hospitalizado, salvo brevemente para unas pruebas. Y se mostraba dócil. Ya no podía conducir un coche, pero lo comprendía y no pareció ofenderse cuando Mary escondió las llaves del jeep. Llegó a decir que quizá debían venderlo, pues no parecía probable que hicieran muchas más excursiones. De modo que Mary no tuvo que contratar a una enfermera que vigilara a Roy mientras ella estaba trabajando. Los jubilados del barrio se complacían en recibir unos pocos dólares haciéndole compañía e impidiendo que se hiciera daño de algún modo.
Por cierto no los molestaba. Miraba mucha televisión y se deleitaba jugando horas enteras con Donald, el perdiguero dorado que supuestamente había muerto en el atolón de Bikini.
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Mientras Mary pronunciaba la que iba a ser su última conferencia sobre las Islas Galápagos, se detuvo unos cinco segundos en mitad de una frase, asaltada por una duda que si se expresara en palabras podría traducirse en algo como: «Quizá yo no sea más que una loca que después de vagar por la calle entró en esta aula y se puso a explicar a estos jóvenes los misterios de la vida. Y ellos me creen, aunque me equivoque simplemente en todo».