Se construyó en los astilleros de Malmö, Suecia, donde yo mismo trabajé en él. Los tripulantes suecos y ecuatorianos que lo llevaron de Malmö a Guayaquil dijeron que la tormenta que padeció en el Atlántico Norte serían las últimas aguas agitadas o el último tiempo frío con que se toparía.
El barco era un restaurante, una sala de conferencias, un club nocturno y un hotel, todo ello flotante, con capacidad para un centenar de huéspedes. Tenía radar y sonar, y un navegante electrónico que indicaba continuamente su posición sobre la faz de la Tierra, con una aproximación de cien metros. Estaba tan cabalmente automatizado que una sola persona en el puente, sin nadie en el cuarto de máquinas o en cubierta, podía ponerlo en marcha, levar anclas, y conducirlo como un coche familiar. Tenía ochenta y cinco inodoros y doce bidets, y teléfonos en los camarotes y en el puente que podían comunicarse vía satélite con cualquier otro teléfono del mundo.
Tenía televisión, de modo que la gente podía enterarse de las noticias del día.
Los propietarios, un par de hermanos alemanes que residían en Quito, se jactaban de que su barco nunca estaría fuera de contacto con el resto del mundo. Muy poco era lo que sabían.
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Tenía setenta metros de eslora.
El barco en que Charles Darwin era naturalista sin paga, el
Beagle,
sólo tenía veintiocho metros.
Cuando el
Bahía de Darwin
fue botado en Malmö, mil cien toneladas métricas de agua salada tuvieron que desplazarse a algún otro sitio. Por ese entonces yo estaba muerto.
Cuando el
Beagle
fue botado en Falmouth, Inglaterra, sólo doscientas toneladas de agua salada tuvieron que desplazarse a algún otro sitio.
El
Bahía de Darwin
era un barco de motor y casco de metal.
El
Beagle
era un velero de madera, y llevaba diez cañones para rechazar a piratas y salvajes.
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Los otros dos barcos cruceros con los que competiría el
Bahía de Darwin
quedaron fuera de combate antes de que la guerra comenzara. Tenían todos los pasajes reservados por meses enteros, pero luego, a causa de la crisis financiera, empezaron a llover las cancelaciones. Ahora estaban anclados en la rebalsa de los marjales, apartados de la ciudad, lejos de caminos o viviendas. Los propietarios les habían quitado los equipos electrónicos y otros objetos de valor previendo un prolongado período de delincuencia.
Ecuador, al fin y al cabo, como las Islas Galápagos, era sobre todo lava y ceniza, y por tanto no estaba en condiciones de alimentar a sus nueve millones de habitantes. Era un país en quiebra, de modo que no podía comprar alimentos a países con abundante tierra mantillosa, y el puerto de Guayaquil permanecía inactivo, y la gente empezaba a morirse de hambre.
Los negocios son los negocios.
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Los países vecinos, Perú y Colombia, estaban también en quiebra. El único barco en el puerto de Guayaquil, fuera del
Bahía de Darwin,
era un herrumbrado carguero colombiano, el
San Mateo,
varado allí por carecer de medios para adquirir alimentos o combustible. Estaba anclado a corta distancia de la costa, y había permanecido allí tanto tiempo que una enorme balsa de material vegetal se había juntado alrededor de la cadena del ancla. Un pequeño elefante podría haber llegado a las Islas Galápagos en una balsa de esas dimensiones.
México, Chile, el Brasil y la Argentina estaban igualmente en quiebra, y también Indonesia, las Filipinas, Pakistán, la India, Thailandia, Italia, Irlanda, Bélgica y Turquía. Países enteros se encontraron de pronto en la misma situación que el
San Mateo,
incapaces de comprar con papel moneda, o prometiendo por escrito que pagarían más tarde, ni siquiera lo más esencial. La gente que tenía algo sustancioso para vender, conciudadanos tanto como extranjeros, se rehusaban a cambiar sus bienes por dinero. De pronto empezó a decir a la gente que sólo tenía pedazos de papel:
—¡Despertad, idiotas! ¿Qué os hizo pensar que el papel tuviera tanto valor?
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Había todavía alimentos y combustible suficientes para todos los seres humanos del planeta, pero millones y millones de gentes empezaron entonces a morir de hambre. Los más sanos podían pasarse sin comer unos cuarenta días, y luego sobrevenía la muerte.
Y esta hambruna era sobre todo el producto de unos cerebros demasiado grandes, como la Novena Sinfonía de Beethoven.
Todo estaba en la cabeza de la gente. La gente sencillamente había cambiado de opinión acerca del valor del papel moneda, pero en la práctica era como si un meteoro del tamaño de Luxemburgo hubiera golpeado el planeta sacándolo fuera de órbita.
Esta crisis financiera, que nunca podría haber ocurrido hoy, era simplemente la última de la serie de catástrofes criminales del siglo XX que tuvieron como único origen los cerebros humanos. A juzgar por la violencia que la gente ejercía contra sí misma y contra los demás, y en verdad contra todos los otros seres vivientes, un visitante de otro planeta habría supuesto que el medio ambiente había enloquecido y que la gente estaba tan frenética porque la Naturaleza estaba a punto de matarlos a todos.
Pero hace un millón de años el planeta era tan húmedo y nutricio como lo es hoy; y único, en este respecto, en la entera Vía Láctea. Todo lo que había cambiado era la opinión de la gente.
Para hacer justicia a la humanidad tal como era: cada vez más gente decía entonces que sus cerebros eran irresponsables, nada fidedignos, espantosamente peligrosos, por entero carentes de realismo; en suma, no servían para nada.
En el microcosmos del Hotel El Dorado, por ejemplo, la viuda Mary Hepburn, que había tomado todas las comidas en su habitación, maldecía su propio cerebro
sotto voce
por el consejo que le estaba dando, que era suicidarse.
—Eres mi enemigo —musitaba—. ¿Por qué he de llevar enemigo tan terrible dentro de mí? —Había sido profesora de biología en la escuela secundaria pública de Ilium, Nueva York, desaparecida hacía un cuarto de siglo, y por tanto no ignoraba la muy extraña historia de la evolución de una criatura entonces extinta, y que los seres humanos llamaban «alce irlandés».— Si se me diera a escoger entre un cerebro como tú y las astas de un alce irlandés —le decía a su propio sistema nervioso central—, escogería las astas del alce irlandés.
Estos animales habían tenido astas del tamaño de un candelabro de salón de baile. Eran fascinantes ejemplos, solía decirles a sus alumnos, de lo tolerante que podía ser la naturaleza con los errores claramente ridículos cometidos por la evolución. El alce irlandés sobrevivió dos millones y medio de años, a pesar de que sus astas eran demasiado abultadas para la lucha y la autodefensa, y les impedía buscar alimentos en los bosques espesos y los sitios poblados de arbustos.
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Mary también había enseñado que el cerebro humano era el más admirable dispositivo de sobrevivencia producido hasta entonces por la evolución. Pero ahora su propio voluminoso cerebro la urgía a que quitara de la bolsa de polietileno su vestido rojo de noche, guardado en el ropero allí en Guayaquil, y que metiera la cabeza dentro de la bolsa privando así de oxígeno a sus células.
Antes de esto, su magnífico cerebro había confiado a un ladrón en el aeropuerto una maleta que contenía todos sus artículos de tocador y lo que hubiera sido la ropa adecuada para el hotel; el equipaje de mano que había llevado en el vuelo de Quito a Guayaquil. Por lo menos tenía todavía el contenido de la maleta que había despachado en el aeropuerto y que incluía el vestido de noche guardado ahora en el ropero, destinado a las fiestas que se celebraran en el
Bahía de Darwin.
Tenía todavía consigo un equipo de buceo, con patas de rana y una escafandra, dos trajes de baño, un par de pesadas botas y un uniforme de combate de las Fuerzas de la Marina de los Estados Unidos para las excursiones por las costas, que era lo que ahora tenía puesto. En cuanto al traje con pantalones que había traído en el vuelo desde Quito: su voluminoso cerebro la había convencido de que lo enviara a la lavandería del hotel y que le creyera al administrador de ojos tristes cuando le dijo que lo tendría sin falta por la mañana, a la hora del desayuno. Pero, para confusión del administrador, también eso había desaparecido.
Pero lo peor que su cerebro le había hecho, aparte de recomendarle el suicidio, fue insistir en que fuera a Guayaquil, a pesar de la inminente crisis financiera planetaria, a pesar de la casi total certeza de que «el Crucero del Siglo para el Conocimiento de la Naturaleza», que había vendido todas las plazas sólo un mes antes, sería cancelado por falta de pasajeros.
Su colosal máquina de pensar podía ser además tan mezquina. No le permitía bajar en traje de fajina porque todo el mundo, a pesar de que no había casi nadie en el hotel, la encontraría ridícula con semejante atuendo. El cerebro le dijo:
—Se reirán a tus espaldas y dirán de ti que eres una loca lamentable, y de cualquier modo tu vida se ha acabado. Has perdido a tu marido y tu puesto de profesora, no tienes hijos ni ninguna otra cosa que te ayude a vivir, de modo que acaba de una vez y mete la cabeza dentro de la bolsa. Nada más fácil. ¿Qué podría ser menos doloroso? ¿Qué cosa tendría más sentido?
Para ser imparcial, no era enteramente culpa del cerebro que 1986 hubiera sido hasta el momento un año perfectamente espantoso. Había empezado de modo tan prometedor, por lo demás, con el marido de Mary, Roy, en aparente perfecta salud, y seguro en su puesto de mecánico de molinos en la G
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, la principal industria de Ilium, y con los Kiwanis que le dieron a ella un banquete y una placa que celebraba sus veinticinco años de distinguida enseñanza, y los estudiantes que la nombraron la profesora más popular del año por duodécima vez consecutiva.
A principios de 1986 había dicho:
—Oh, Roy, tenemos tanto que agradecer: somos tan dichosos en comparación con la mayor parte de la gente. Podría llorar de felicidad.
Y él la había abrazado y había dicho:
—Pues bien, llora.
Ella tenía cincuenta y un años y él cincuenta y nueve, y eran amantes de la vida al aire libre, la marcha y el esquí, el montañismo y la navegación en canoa, la bicicleta y la natación, de modo que ambos lucían cuerpos esbeltos y juveniles. No fumaban ni bebían y comían sobre todo fruta y verduras frescas, con un poco de pescado de vez en cuando.
Además habían manejado bien el dinero ahorrado, alimentándolo y fortaleciéndolo, en términos financieros, con el mismo tino con que se alimentaban y fortalecían a sí mismos.
La historia de sabiduría fiscal que Mary hubiera podido contar acerca de sí misma y de Roy, por supuesto, habría excitado sobremanera a James Wait.
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Y sí. Wait, ese eviscerador de viudas, especulaba acerca de Mary Hepburn, sentado en el bar de El Dorado, aunque todavía no la había conocido, ni sabía aún cuánto dinero tenía. Había visto el nombre de ella en el registro del hotel y le había hecho algunas preguntas al joven administrador.
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A Wait le gustó lo poco que el administrador pudo decirle. Esa tímida y solitaria maestra de escuela de la planta alta, aunque más joven que las esposas a las que había arruinado hasta el momento, le parecía una presa natural. La acecharía con toda comodidad durante «el Crucero del Siglo para el Conocimiento de la Naturaleza».
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Si se me permite insertar una nota personal en este punto: cuando yo estaba vivo, a menudo recibía consejos de mi propio voluminoso cerebro que, en relación con mi propia supervivencia, o la supervivencia de la raza humana, pueden describirse compasivamente como cuestionables. Ejemplo: hicieron que me inscribiera en el Ejército de los Estados Unidos y fuera a luchar a Vietnam.
Un millón de gracias, voluminoso cerebro.
Las monedas nacionales de los seis huéspedes de El Dorado, los cuatro americanos, uno de ellos haciéndose pasar por canadiense, y los dos japoneses, valían todavía en el planeta tanto como el oro. Por otra parte, el valor de ese dinero era imaginario. Como la naturaleza del universo mismo, el deseo de tener dólares americanos y yens estaba en la cabeza de la gente.
Y si Wait, que ni siquiera sabía que hubiese una crisis financiera en marcha, hubiera prolongado la farsa de hacerse pasar por canadiense al punto de llevar dólares canadienses al Ecuador, no habría sido tan bien recibido como lo fue. Aunque el Canadá no había quebrado, la idea de cambiar algo útil por dólares canadienses ya no complacía la imaginación de la gente, cada vez en más sitios, incluyendo al mismo Canadá.
Una caída similar en el valor imaginado estaba debilitando la libra inglesa, los francos franceses y suizos y el marco de Alemania Occidental. Entretanto, el sucre ecuatoriano, así llamado en honor de Antonio José de Sucre (1795-1830), un héroe nacional, había llegado a valer menos que una cáscara de plátano.
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Arriba en su habitación, Mary Hepburn se preguntaba si no tendría un tumor cerebral, lo que explicaría que el cerebro estuviese dándole continuamente los peores consejos. Era natural que lo sospechase, pues había sido un tumor cerebral lo que había matado a su marido Roy hacía sólo tres meses. El tumor no se había contentado con matarlo. Antes tuvo que quitarle la memoria y destruirle el juicio.
Mary Hepburn se preguntó también si no era el tumor lo que había hecho que Roy reservase dos pasajes en «el Crucero del Siglo para el Conocimiento de la Naturaleza» en aquel prometedor enero de un año en definitiva horrible.
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He aquí cómo descubrió que Roy había reservado dos pasajes para el crucero: volvió del trabajo una tarde suponiendo que Roy estaría aún en la G
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. Salía del trabajo una hora después que ella. Pero allí estaba Roy, ya en casa, desde el mediodía, como supo luego. Un hombre que adoraba trabajar con las máquinas y que nunca había abandonado el empleo ni siquiera una hora durante los veintinueve años que había estado en la G
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: ni por enfermedad, pues nunca se enfermaba, ni por nada.
Le preguntó si se encontraba enfermo, y él le contestó que nunca se había sentido mejor. Estaba orgulloso de sí mismo, como un adolescente cansado —le pareció a Mary— de que lo consideren siempre un buen chico. Era un hombre de pocas y bien escogidas palabras, nunca tonto ni inmaduro. Pero ahora dijo increíblemente, y con una expresión tonta por añadidura, como si ella fuera una madre exigente: