La cresta que debían recorrer se curvaba primero hacia arriba, una veintena de metros, luego descendía con suavidad hasta una larga garganta nevada, a otros veinte metros por debajo de ellos y ascendía lentamente por la Trenza meridional, cuyas avalanchas ahora podían ver con claridad.
Era fácil ver cómo el viento del nordeste, que soplaba casi continuamente pero no afectaba a la Escala, amontonaría nieve entre la montaña más alta y el obelisco..., pero era imposible saber si la conexión rocosa entre las dos montañas se extendía por debajo de la nieve sólo a lo largo de unos metros o de un cuarto de legua.
—Tendremos que hacer otra cordada —dijo Fafhrd —. Yo iré primero y cortaré unos escalones para cruzar la vertiente occidental.
—¿Para qué necesitamos escalones con esta calina? —preguntó el Ratonero—. ¿Y para qué ir por la vertiente occidental? Es que no quieres que vea lo que hay al este, ¿verdad? La cima de la cresta es lo bastante ancha para que puedan pasar dos carros juntos.
—Es casi seguro que la cima de la cresta por la parte donde sopla el viento pende sobre el vacío —le explicó Fafhrd—. Vamos a ver, Ratonero, ¿tengo más conocimientos que tú sobre la nieve y el hielo o no?
—Una vez crucé los Huesos de los Antiguos contigo —replicó el Ratonero, encogiéndose de hombros—. Recuerdo que allí había nieve.
— ¡Bah! Aquello era como el contenido de la polvera de una dama en comparación con esto. No, Ratonero, en esta región mi palabra es ley.
El Ratonero estuvo de acuerdo.
Se ataron dejando una distancia corta entre cada uno, Fafhrd primero seguido del Ratonero y Hrissa, y sin más discusión Fafhrd se puso los guantes, se ató el hacha a la muñeca y empezó a tallar escalones en el resalto cubierto de nieve. El trabajo era bastante lento, pues bajo el polvo de nieve el hielo era duro, y Fafhrd debía efectuar por lo menos dos cortes para cada escalón: primero tenía que cortar hacia adentro, y luego hacia abajo, y como la cuesta era cada vez más empinada, los escalones debían estar gradualmente más juntos. Eran muy pequeños, por lo menos para sus grandes botas, pero seguros.
Pronto la cresta y el obelisco ocultaron el sol y empezó a hacer mucho frío. El Ratonero se abrochó la túnica y se puso la capucha, mientras Hrissa, entre sus cortos saltos de un escalón a otro, agitaba las patas para evitar que se congelaran a pesar de las botas. El Ratonero se dijo que debería rellenarlas con un poco de lana de cordero cuando renovara el ungüento. Ahora llevaba la vara de bambú recogida y atada a la muñeca.
Rebasaron el montículo y se encontraron frente al inicio de la garganta nevada, pero Fafhrd no talló escalones en aquella dirección, sino que descendían más que la garganta, aunque la cuesta que estaban cruzando era cada vez más empinada.
—Fafhrd —protestó el Ratonero en voz baja—, nos dirigimos a la cumbre de Stardock, no a la Catarata Blanca.
—Has aceptado que yo soy quien conoce estos parajes —replicó Fafhrd, mientras cortaba el hielo—. Además, ¿quién hace el trabajo?
—Mira, Fafhrd, hay dos cabras que cruzan esa garganta hacia Stardock. No, son tres.
—¿Y debemos confiar en las cabras? Pregúntate por qué las han enviado.
Apareció el sol, que seguía su ruta hacia el sur, alargando mucho las sombras de los escaladores. El gris pálido de la nieve se convertía en un blanco destellante. El Ratonero se quitó la capucha. Por unos instantes, el placer del calor de los rayos en su nuca le ayudó a mantener la boca cerrada, pero luego la cuesta se hizo aún más empinada y Fafhrd seguía tallando escalones hacia abajo.
—Creo recordar que teníamos el propósito de escalar Stardock, pero mi memoria debe de estar desordenada —observó el Ratonero—. Fafhrd, acepto tu palabra de que debemos mantenernos alejados de la cresta, pero ¿es preciso que nos alejemos tanto? Y las tres cabras han cruzado sin problemas.
—Has aceptado mi experiencia —se limitó a decir Fafhrd, en tono cortante.
El Ratonero se encogió de hombros. Ahora se apoyaba continuamente en su vara, mientras que Hrissa hacía una larga pausa antes de cada salto.
Ahora la longitud de sus sombras era inferior a un tiro de lanza, y el sol había empezado a fundir la nieve superficial. Los regueros de agua humedecían sus guantes y hacían que el apoyo de los pies fuesen inseguros.
No obstante, Fafhrd seguía tallando los escalones hacia abajo. De repente empezó a tallarlos más empinados, añadiendo, con unos golpecitos de su hacha, un minúsculo asidero encima de cada escalón... ¡y aquellos asideros eran necesarios!
—Fafhrd —dijo en tono paciente el Ratonero—, tal vez un duende de los hielos te ha susurrado el secreto de la levitación, de modo que puedas lanzarte desde aquí y hacer piruetas aéreas hasta llegar a la cima de Stardock. En ese caso, espero que nos enseñes a mí y a Hrissa qué se hace para tener alas en un instante.
—¡Silencio! —dijo Fafhrd en voz baja pero con energía—. Tengo un presentimiento. Algo se aproxima. Apóyate bien y vigila detrás de nosotros.
El Ratonero clavó profundamente su vara en la nieve y volvió la cabeza. Hrissa saltó desde el último escalón hasta aquel en donde estaba el Ratonero, y lo hizo con tanta destreza que éste no tuvo que moverse.
—No veo nada —informó el Ratonero, el cual, con la vista levantada, casi miraba directamente al sol. Entonces añadió con voz entrecortada—: ¡Otra vez se bifurcan los rayos y hay unos destellos ondulantes! ¡Es esa cosa voladora que vuelve! ¡Agárrate!
Volvió a oírse el sonido impetuoso, más intenso que en las ocasiones anteriores y en rápido aumento, y una gran oleada de aire, como de un cuerpo enorme que pasara raudo a unos palmos de distancia, les azotó las ropas y el pelaje de Hrissa, obligándoles a aferrarse a sus asideros, aunque Fafhrd blandió su hacha y la descargó en el aire. Hrissa soltó un gruñido. El impulso de su movimiento estuvo a punto de hacer perder el equilibrio a Fafhrd.
—Juraría que le he tocado, Ratonero —dijo el nórdico cuan do volvió a estar bien aferrado a su asidero—. Mi hacha ha tocado algo además de aire.
—¡Cabeza de chorlito! —gritó el Ratonero—. Tus arañazos le irritarán y volverá aquí.
Soltó el asidero de hielo y, apoyándose en su vara, escudriñó la atmósfera soleada, en busca de ondulaciones.
—Es más probable que le haya asustado —dijo Fafhrd, haciendo lo mismo.
El extraño sonido se desvaneció y no se volvió a oír, la atmósfera quedó quieta y se hizo el silencio en la cuesta empinada. Incluso dejó de oírse el goteo del agua.
El Ratonero suspiró aliviado y se volvió hacia la pared: ésta había cedido el paso al vacío. Le sobrecogió un frío de muerte mientras comprobaba que a partir de un punto a la altura de sus rodillas, toda la cresta nevada ascendente había desaparecido, toda la garganta entre las dos cimas y una parte del montículo a cada lado de la misma, como si un dios hubiera tendido su mano mientras el Ratonero estaba de espaldas para arrancar aquel trozo de realidad.
Presa del vértigo, se apoyó en su vara. Ahora se encontraba en lo alto de una garganta de nieve recién creada. Por la blanca pendiente oriental, la cornisa de nieve que se había desprendido en silencio caía con velocidad creciente, todavía en un pedazo del tamaño de un risco.
Detrás de él, los escalones que Fafhrd había tallado ascendían hasta un nuevo borde nevado y desaparecían.
—¿Te das cuenta? —gruñó Fafhrd—. Hemos bajado lo suficiente por los pelos. Mi cálculo estaba equivocado.
La cornisa desprendida se perdió de vista, y así el Ratonero y Fafhrd pudieron ver por fin lo que había al este de las Montañas de los Gigantes: una verde y ondulante extensión que podría estar formada por copas de árboles, pero desde aquella altura incluso los árboles gigantes serían más pequeños que briznas de hierba..., una extensión que estaba mucho más abajo que el Yermo Frío a sus espaldas. Más allá de la depresión tapizada de verde, se alzaba otra espectral cadena montañosa.
—He oído contar leyendas sobre el valle de la Gran Hendidura —murmuró Fafhrd—. Es como un cuenco inmenso que recibe la luz del sol y cuyo suelo cálido se encuentra a una legua por debajo del Yermo.
Ambos escudriñaron la lejanía.
—Fíjate en esos árboles que crecen en la vertiente oriental del obelisco y llegan casi hasta la cima —dijo el Ratonero—. Ahora la presencia de las cabras no parece tan extraña.
Sin embargo, no podían ver nada en la vertiente oriental de Stardock.
—¡Vamos! —ordenó Fafhrd—. Si nos entretenemos, esa cosa voladora, gruñona y riente puede envalentonarse y volver, a pesar de la caricia de mi hacha.
Sin más palabras, el nórdico se puso resueltamente a tallar escalones hacia adelante... y todavía un poco abajo.
Hrissa siguió mirando por encima del borde, casi apoyando en él su mentón peludo con el hocico tembloroso, como si percibiera un tenue olor de carne procedente de la verde lejanía, pero cuando la cuerda se tensó sobre su arnés, siguió a los hombres.
Los riesgos se multiplicaban. Llegaron a las oscuras rocas de la Escala, tras un difícil avance a lo largo de una pared de hielo casi vertical, en la penumbra, bajo una cascada de nieve que caía desde una prominencia de hielo, por encima de sus cabezas, tal vez una versión en miniatura de la Catarata Blanca que constituía la falda de Stardock.
Cuando por fin, ateridos de frío y sin atreverse apenas a creer que lo habían logrado, llegaron a un ancho saliente, vieron en la nieve una mezcolanza de huellas sanguinolentas de cabras.
Sin más advertencia, un largo banco de nieve entre aquel escalón y el siguiente alzó su extremo más próximo a unos doce pies de altura y siseó de un modo alarmante. Era una enorme serpiente con la cabeza tan grande como la de un alce, y toda ella cubierta de un pelaje blanco. Sus grandes ojos violáceos brillaban como los de un caballo loco, y sus mandíbulas abiertas mostraban dos hileras de dientes como los de un tiburón y dos grandes colmillos de los que salía una especie de humo pálido.
La serpiente peluda vaciló entre el hombre más próximo, el más alto, que blandía un hacha, y el hombre de menor estatura, que estaba más alejado y sostenía una vara negra. Hrissa aprovechó la pausa y, con siseantes gruñidos, saltó hacia el ofidio, el cual atacó a este nuevo y más activo enemigo.
Fafhrd recibió una vaharada de su acre aliento, y el vapor emitido por el colmillo más próximo envolvió su codo izquierdo.
El Ratonero había fijado su atención en uno de los ojos violáceos del monstruo, tan grande como el puño de una muchacha.
Hrissa miró las fauces que se abrían bajo él, de un rojo oscuro y ribeteadas de hojas marfileñas bañadas en baba y los dos colmillos que no dejaban de lanzar vapor.
El Ratonero hundió el extremo puntiagudo de su vara en el brillante ojo violáceo.
Blandiendo el hacha con ambas manos, Fafhrd golpeó el cuello peludo, precisamente por debajo del cráneo grande como el de un caballo, y brotó sangre roja que humeaba al contacto con la nieve.
Entonces los tres escaladores reanudaron apresuradamente su ascensión, mientras el monstruo se retorcía en convulsiones que agitaban las rocas y rociaban de sangre tanto la nieve como el pelaje blanco.
Al llegar a una distancia que juzgaron segura, los escaladores se detuvieron y contemplaron la agonía del monstruo, aunque no sin mirar con frecuencia a su alrededor por si les acechaban criaturas similares o más peligrosas.
—Una serpiente de sangre caliente, un ofidio con pelaje —comentó Fafhrd—. Es algo contrario a toda experiencia. Mi padre jamás me habló de tales seres. Dudo que tropezara alguna vez con ellos.
—Seguramente encuentran sus presas en la vertiente oriental de Stardock y vienen aquí sólo para guarecerse o tener sus crías —dijo el Ratonero—. A lo mejor esa cosa volante invisible atrajo a las tres cabras por aquella garganta de nieve como un señuelo para ese bicho... O quizá existe un mundo secreto dentro de Stardock.
Fafhrd meneó la cabeza, como para eliminar semejantes productos de la imaginación.
—Nuestra ruta es hacia arriba, y será mejor que estemos por encima de la Guarida antes de que anochezca. Dame un poco de miel cuando beba —añadió, al tiempo que desataba su odre de agua y exploraba la parte superior de la Escala.
Vista desde su base, la Escala era un triángulo estrecho y oscuro que ascendía hacia el cielo azul entre las Trenzas nevadas. Primero estaban los salientes donde se encontraban, fáciles al principio, pero que iban haciéndose cada vez más empinados y estrechos. Seguía una extensión casi lisa, punteada aquí y allá por sombras y ondulaciones que sugerían rutas de escalada fragmentarias, pero ninguna de ellas estaba conectada. Seguía otra franja de salientes, la Percha, y a continuación una extensión aún más lisa que la anterior. Finalmente, otra franja de salientes, más corta y estrecha, el Rostro, y en lo más alto lo que parecía un pequeño trazo de tinta blanca: el borde del casquete nevado de Stardock.
El Ratonero volvió a experimentar todos sus dolores y su fatiga mientras alzaba la vista Escala arriba y palpaba su bolsa en busca del frasco de miel. Estaba seguro de que jamás había visto semejante distancia comprimida en tan escaso espacio por el escorzo vertical. Era como si los dioses hubieran construido una escala para llegar al cielo y, después de usarla, se hubieran desprendido de la mayor parte de los escalones. Pero apretó los dientes y se dispuso a seguir a Fafhrd.
Toda la escalada anterior empezó a parecer cosa de niños en comparación con el esfuerzo que debían realizar ahora, un escalón tras otro, durante la larga tarde de verano. Si el obelisco Polaris había sido un maestro de escuela severo, Stardock era una reina loca, que preparaba incansable sus conmociones y sorpresas y cuyos caprichos eran impredecibles.
Los salientes de la Guarida estaban hechos de roca que a veces se quebraba al tocarla, y una lluvia de grava caía sobre los escaladores. Éstos conocieron las avalanchas de piedras de Stardock, que se producían de improviso, por lo que tenían que aferrarse a las paredes. Fafhrd lamentaba haber dejado su casco en el túmulo. Al principio Hrissa gruñía a cada piedra que caía cerca de él, pero cuando al fin un pequeño guijarro le golpeó en un costado sintió miedo y se acercó al Ratonero, tratando de pasar entre las piernas de éste y la pared, hasta que su amo le hizo desistir.
En una ocasión vieron un pariente del gusano blanco que habían matado. Se irguió hasta la altura de un hombre y les miró fijamente desde un saliente, pero no atacó.