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Authors: Fritz Leiber

Tags: #Fantástico

Espadas contra la Magia (21 page)

BOOK: Espadas contra la Magia
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Hasjarl refunfuñó, pero no se movió hasta que todo estuvo dispuesto. Entonces, veloz como la picadura de una víbora, cogió del tablero un peón de torre negro y rió entre dientes.

—¿Recuerdas, hermano? ¡Es el peón que me has prometido! ¡Juega!

Gwaay hizo una seña al esclavo que estaba a su lado para que avanzara su peón de rey. Hasjarl replicó de la misma manera. Tras una pausa, Gwaay ofreció su gambito: ¡peón por el cuarto alfil del rey! Hasjarl aprovechó ansiosamente la ventaja aparente, y el juego empezó de veras.

Gwaay, con su sonrisa imperturbable, parecía menos interesado en la partida que en el juego de sombras de las llamas oscilantes de los candiles sobre las tapicerías de piel de ternera, cordero, serpiente e incluso piel de esclavo y de ser humano más noble; sus jugadas parecían espontáneas, sin un plan determinado, pero con una confianza absoluta. Hasjarl, profundamente concentrado en el tablero, movía sus fichas tras largas reflexiones. Su concentración le hacía olvidarse momentáneamente de su hermano y de cuanto le rodeaba, pues Hasjarl ansiaba ganar por encima de todo.

Siempre había sido así, e incluso en su niñez el contraste era evidente. Hasjarl era el mayor, aunque sólo por unos meses, a los que su aspecto y su conducta transformaban en años. Sus piernas cortas y patizambas daban la impresión de que apenas podían sostener el torso largo y deforme. Su brazo izquierdo era visiblemente más largo que el derecho, y sus dedos, curiosamente provistos de una membrana hasta el primer nudillo, eran deformes y rechonchos, con frágiles uñas estriadas. Era como si Hasjarl fuese un rompecabezas con las piezas mal colocadas.

Esto se veía aún con mayor claridad en sus facciones. Tenía la nariz de su padre, aunque gruesa y llena de feos poros, pero este rasgo no armonizaba con la boca de finos labios, continuamente fruncida, hasta que había llegado a adoptar el aspecto de un esfínter. El cabello, lacio y deslustrado, le brotaba incluso en la frente, y los pómulos, bajos y aplanados, constituían otra contradicción.

De joven, impulsado por algún capricho perverso, Hasjarl había sobornado, persuadido o más probablemente obligado a uno de los esclavos versados en cirugía para que realizara una pequeña operación en sus párpados. Era una intervención insignificante, pero sus implicaciones y resultados habían afectado de un modo desagradable a las vidas de muchos hombres, y nunca habían dejado de satisfacer a Hasjarl.

Era increíble que dos pequeños agujeros centrados sobre las pupilas cuando los ojos estaban cerrados pudieran producir tal inquietud en los demás, pero tal era la realidad. Unas arandelas del oro más fino, jade o —como ahora— marfil, ligeras como plumas, impedían que los agujeros se cerraran.

Cuando Hasjarl miraba a través de aquellas diminutas aberturas producía el efecto de una emboscada y hacía que el objeto de su mirada se sintiera espiado; pero éste era el menos molesto de sus muchos hábitos irritantes.

A pesar de las dificultades debidas a su físico, Hasjarl lo hacía todo bien. Incluso en esgrima, su práctica constante y su brazo izquierdo demasiado largo le ponían en igualdad de condiciones con el atlético Gwaay. Su administración de los Niveles Superiores sobre los que gobernaba era económica y ágil, pues, ¡ay del esclavo que errara en el más pequeño detalle de sus deberes! Hasjarl lo veía y castigaba.

Estaba casi a la altura de su hermano en la práctica del Arte, y había reunido a su alrededor un grupo de magos cuyos poderes casi igualaban a los de Flindach. Pero no le hacía feliz la destreza tan duramente conseguida, pues entre el poder absoluto que deseaba y la realización de ese deseo se interponían dos obstáculos: el Señor de Quarmall, a quien temía por encima de todas las cosas, y su hermano Gwaay, a quien odiaba con un odio producido por la envidia y alimentado por sus propios deseos frustrados.

Gwaay era la antítesis de su hermano, de miembros ágiles, bien formado y apuesto. Sus ojos, grandes y claros, daban una impresión de gentileza y amabilidad engañosa, pues enmascaraban una voluntad tan fuerte y capaz de acción como un cable de acero enrollado. Su continua residencia en los Niveles Inferiores sobre los que gobernaba daba a su piel suave y pálida un peculiar lustre céreo.

Gwaay poseía la envidiable habilidad de hacer todas las cosas bien, con poco esfuerzo y menos práctica. En cierta manera, era mucho peor que su hermano, pues mientras Hasjarl mataba con torturas, dolor lento y una evidente satisfacción personal, por lo menos daba cierta importancia a la vida, ya que era tan meticuloso para arrebatarla, mientras que Gwaay podía matar sin ninguna razón, como si bromeara y sin dejar de sonreír amablemente. Incluso el grupo de brujos que había reunido a su alrededor para que le protegiera y divirtiera no estaba a salvo de sus estados de ánimo, rápidamente cambiantes y fatales.

Algunos pensaban que Gwaay desconocía el temor, pero esto no era cierto. Temía al Señor de Quarmall y a su hermano, o más bien temía que su hermano le matara antes de que él tuviera ocasión de liquidar a Hasjarl. Sin embargo, sabía ocultar tan bien su temor y su odio que podía permanecer relajado a menos de dos varas de Hasjarl y sonreír divertido, disfrutando de la velada. Gwaay estaba orgulloso de su control perfecto de las emociones.

La partida de ajedrez había rebasado la etapa inicial y las jugadas eran ahora más lentas. Hasjarl colocó una torre en el séptimo casillero.

—Tu guerrero en su torre se adentra en mi territorio, hermano —observó Gwaay a media voz—. Corre el rumor de que has contratado a un fuerte campeón del norte, y me pregunto con qué propósito, en nuestro mundo cavernoso donde impera la paz. ¿No podría ser una especie de torre viviente?

Puso la mano por encima de uno de sus caballos y la mantuvo inmóvil.

Hasjarl rió entre dientes.

—¿Y si su objetivo es cortar bellas gargantas, qué te importa eso? No sé nada de ese guerrero en su torre, pero se dice..., cháchara de esclavos, sin duda..., que has traído a un hábil espadachín de Lankhmar. ¿Debería considerarle un caballo?

—Sí, dos pueden jugar una partida —observó Gwaay con prosaica filosofía y, alzando su caballo, lo colocó con gesto suave pero firme junto al rey.

—No retrocederé —gruñó Hasjarl—. No ganarás distrayendo mi mente.

E inclinando la cabeza sobre el tablero, se sumió de nuevo en sus profundas cavilaciones.

Los esclavos se movían en silencio, cuidando de los candiles y reponiendo su aceite. Eran necesarios muchos candiles para iluminar la sala del consejo, pues ésta era de techo bajo con vigas macizas, y las paredes, cubiertas de tapices, apenas reflejaban los rayos amarillos, mientras que el suelo de mosaico estaba desgastado y descolorido por las innumerables pisadas en el transcurso del tiempo. La sala había sido excavada en la roca viva; unos obreros muertos hacía mucho tiempo habían colocado las enormes vigas de ciprés y entarimado el suelo con tanta maña. Aquellos tapices, cuyos vivos colores originales había desvanecido el tiempo, fueron colgados por los esclavos de algún antiguo Señor de Quarmall, quien los había arrebatado a alguna caravana transeúnte, lo mismo que los ricos ornamentos. Los tableros de ajedrez, los sillones, los candelabros de pared, el aceite que alimentaba los candiles y los esclavos que los atendían...; todo era botín, un botín conseguido varias generaciones atrás, cuando los Señores de Quarmall saqueaban los territorios circundantes y cobraban su tributo a todas las caravanas que pasaban por allí.

Muy por encima de aquella cámara caliente y lujosamente amueblada donde Gwaay y Hasjarl jugaban al ajedrez, el Señor de Quarmall terminó los últimos cálculos de su horóscopo. Unos pesados cortinajes ocultaban las estrellas que emitían sus bendiciones y fatalidades. La única luz en aquella sala llena de instrumentos era la pequeña llama de una sola vela. Quería la costumbre que el horóscopo se leyera con tan escasa iluminación, y Quarmall tuvo que esforzar su vista excelente para ver bien los Signos y las Casas.

Al revisar los resultados finales, sus labios se contorsionaron en una mueca de desdén. «Esta noche o mañana —pensó, con un escalofrío—. Al final del día de mañana como mucho.» Desde luego, le quedaba poco tiempo.

Entonces, como si le complaciera alguna gracia sutil, sonrió e hizo un gesto de asentimiento. Su delgada sombra realizó giros monstruosos sobre las cortinas y la pared.

Finalmente, Quarmall soltó el carboncillo y, con la única vela encendida, prendió otras siete más grandes. Con la ayuda de esta mejor iluminación leyó una vez más el horóscopo. Esta vez no hubo señal alguna de placer o de cualquier otra emoción, sino que lentamente enrolló el pergamino con intrincados diagramas e inscripciones hasta formar un tubo delgado que sujetó bajo su cinturón. Luego se frotó las manos y sonrió de nuevo. Sobre una mesa cercana estaban los materiales que necesitaba para el éxito de su plan: polvos, aceites, pequeños cuchillos y otros ingredientes e instrumentos.

El tiempo apremiaba. Los expertos dedos espatulados del mago trabajaban con celeridad. El Señor de Quarmall no cometía errores, no podía permitírselos.

Poco después había completado la tarea a su satisfacción. Tras apagar las últimas velas que había encendido, Quarmall se sentó en su sillón y, a la única luz de la pequeña vela, llamó a Flindach para que anunciara su horóscopo a los que esperaban abajo.

Como de costumbre, Flindach se presentó casi de inmediato, y se acercó a su amo con los
brazos
cruzados sobre el pecho y la cabeza inclinada, con gesto sumiso. Flindach nunca obraba presuntuosamente. Su figura estaba iluminada sólo hasta la cintura, y las sombras ocultaban cualquier expresión de interés o hastío que pudiera mostrar su rostro verrugoso y marcado por la cicatriz. También el rostro de Quarmall estaba oscurecido y sólo sus iris pálidos tenían un brillo fosforescente en la penumbra, como dos pequeñas lunas en un cielo oscuro y ensangrentado.

Como si tanteara a Flindach o le viera por primera vez, Quarmall le miró lentamente desde la cabeza a los pies, y fijando la vista en los ojos velados por las sombras, tan iguales a los suyos, le dijo:

—Oh, jefe de los magos, he de pedirte una merced que está dentro de tus posibilidades. —Alzó una mano para impedir que Flindach replicara y continuó rápidamente—: Te he visto crecer desde tu infancia y he nutrido tu conocimiento del Arte hasta que sólo está por debajo del mío. Nos tuvo la misma madre, aunque yo fui su primogénito y tú el hijo de su último año fértil, y ese parentesco fue una ayuda. Tu influencia en Quarmall es casi como la mía. Por eso creo que debo recompensarte por tu diligencia y tu fidelidad.

Flindach hizo ademán de hablar, pero otra vez le disuadió un gesto de Quarmall. Éste habló ahora más lentamente, acompañando sus palabras con golpecitos regulares sobre el rollo de pergamino.

—Ambos sabemos bien, por lo que hemos oído decir y por conocimiento directo, que mis hijos planean mi muerte, y es asimismo cierto que es preciso frustrar sus planes de alguna manera, pues ninguno de los dos es apto para llegar a convertirse en Señor de Quarmall, y tampoco parece probable que ninguno de ellos llegue jamás a convencerse de esta verdad. Durante la lucha entre los dos por la supremacía, Quarmall moriría de inanición y descuido, como ocurrió al Salón Espectral. Además, para reforzar sus brujerías, cada uno de ellos ha contratado en secreto a un espadachín de otras tierras —ya has visto al de Gwaay—, y éste es el principio de la llegada de mercenarios a Quarmall y la ruina segura de nuestro poder. —Extendió una mano hacia las oscuras hileras de rostros momificados y máscaras de cera y preguntó retóricamente—: ¿Acaso los Señores de Quarmall guardaron y preservaron nuestro reino oculto para que capitanes extranjeros pudieran entrar en sus consejos, apremiarlos y, a la postre, capturarlos? —Bajó entonces la voz y continuó—: Ahora te hablaré de un asunto mucho más secreto... La concubina Kewissa lleva mi simiente en sus entrañas, un niño, según todos los augurios y oráculos, aunque esto sólo lo sabemos Kewissa, yo y ahora tú, Flindach. Si este nuevo vástago llegara a la adolescencia sin hermanos, podría morir contento, encargándote su tutela con toda confianza. —Quarmall hizo una pausa, impasible como una esfinge—. Sin embargo, atajar a Hasjarl y Gwaay resulta más difícil cada día, pues su poder y su radio de acción van en aumento. Su propia malignidad innata les da acceso a regiones y demonios que ni siquiera habían imaginado sus predecesores. Incluso yo, bien versado en nigromancia, me asombro con frecuencia.

Se detuvo de nuevo y dirigió a su interlocutor una mirada inquisitiva.

Flindach habló entonces por primera vez desde que había entrado. Tenía la voz de alguien adiestrado en recitar encantamientos, profunda y resonante.

—Lo que decís es cierto, mi amo. Pero ¿cómo impedir sus planes? Conocéis tan bien como yo la costumbre que prohibe lo que quizá sea el único medio de frustrarlos.

Flindach hizo una pausa, como si fuese a decir más, pero Quarmall intervino rápidamente.

—He ideado una estratagema cuyo éxito no es seguro y depende casi por completo de tu cooperación. —Bajó la voz hasta que fue casi un susurro, indicando a Flindach que se acercara más—. Las mismas piedras pueden difundir rumores, oh Flindach, y deseo que este plan permanezca totalmente en secreto.

Le hizo otra seña para que se acercara aún más, hasta que el jefe de los magos estuvo muy cerca de su señor.

Agachándose, se colocó de manera que su oído estuviera junto a la boca de Quarmall. No recordaba haber estado nunca tan cerca de él, y un extraño desasosiego invadió su mente, al recordar las consejas que en su infancia oía contar a las ancianas. Aquel anciano atemporal, con los iris perlinos como los suyos propios, no le parecía a Flindach un hermanastro, sino un padrastro extraño e implacable. Su incipiente terror se intensificó cuando notó que los dedos tendinosos de Quarmall se cerraban sobre su muñeca y le instaban a acercarse más, casi a arrodillarse al lado del sillón.

Los labios de Quarmall se movieron con rapidez, y Flindach controló su impulso de levantarse y huir a medida que su amo le explicaba el plan que había concebido. Con una frase sibilante, la frase final, Quarmall terminó su exposición y Flindach se dio cuenta de la enormidad del plan. Mientras lo asimilaba, la única vela chisporroteó y se apagó. Se hizo una oscuridad absoluta.

La partida de ajedrez avanzaba a buen ritmo. Los únicos sonidos, excepto el movimiento incesante de pies descalzos y el siseo de los pabilos, eran los golpes apagados de las piezas sobre el tablero y la tos seca de Hasjarl. La mesa baja en la que habían comido los hermanos estaba situada frente a la ancha puerta arqueada, que era la única entrada aparente a la sala del consejo.

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