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Authors: Fritz Leiber

Tags: #Fantástico

Espadas contra la Magia (25 page)

De pie ante la cortina, echó un último vistazo por encima del hombro. Luego se ajustó el cinto del que pendía su espada y, con una sonrisa que enmascaraba la inquietud que sentía, dijo en voz alta:

—Pero me aseguraron que eran los brujos más importantes.

Cuando tendió la mano hacia la gruesa cortina recamada, ésta se agitó de repente. El Ratonero se quedó inmóvil, el corazón latiéndole con violencia. Entonces, la cortina se entreabrió y reveló a Ivivis, cuyos ojos muy abiertos revelaban excitación y curiosidad.

—¿Ha salido bien tu gran hechizo, Ratonero? —le preguntó con voz entrecortada.

El aventurero exhaló un suspiro de alivio.

—Por lo menos has sobrevivido —respondió, y cogiéndola de la cintura la atrajo hacia sí.

El cuerpo esbelto apretado contra el suyo le produjo una sensación deliciosa. Cierto que en aquel momento habría agradecido la presencia de cualquier ser humano vivo, pero el hecho de que fuese precisamente Ivivis era un incentivo que no podía dejar de apreciar.

—Querida mía —le dijo sinceramente—. Temía ser el último hombre en la tierra, pero ahora...

—Y actúas como si yo fuese la última chica —replicó ella ásperamente—. Éstos no son ni el lugar ni el momento para consuelos amorosos y zalamerías íntimas —siguió diciendo, malinterpretando los motivos del Ratonero, de cuyo abrazo se zafó—. ¿Has matado a los brujos de Hasjarl? —le preguntó, mirándole a los ojos con cierto temor.

—He matado a algunos brujos —admitió el Ratonero juiciosamente—. Su número exacto es una cuestión discutible.

—¿Dónde están los de Gwaay? —preguntó ella, mirando hacia los sillones vacíos—. ¿Se los ha llevado consigo a todos?

—¿Todavía no ha vuelto Gwaay del funeral? —quiso saber el Ratonero, eludiendo la pregunta de la muchacha, pero como ella seguía mirándole a los ojos, añadió jovialmente—:Sus brujos están en algún lugar agradable... Así lo espero.

Ivivis le miró de un modo extraño, se apartó de él, corrió a la larga mesa y observó los asientos vacíos.

—¡Oh, Ratonero! —exclamó en tono de reproche, pero había en su mirada un auténtico temor reverencial.

Él se encogió de hombros.

—Me juraron que pertenecían al Primer Rango —se defendió.

—Ni siquiera ha quedado un dedo o un fragmento de cráneo— dijo solemnemente Ivivis, mirando con atención el montoncillo de polvo gris más cercano y agitando la cabeza.

—Ni siquiera un cálculo biliar —dijo el Ratonero ásperamente—. Mi encantamiento era atroz.

—Ni siquiera un diente —añadió Ivivis, cuya curiosidad le había impulsado a hurgar en el montón de polvo, aun a costa de revelar cierta insensibilidad—. Nada que pueda enviarse a sus madres.

—Las madres pueden quedarse con sus pañales —comentó el Ratonero, irascible pero algo incómodo—. ¡Oh, Ivivis, los brujos no tienen madres!

—Pero ¿qué le ocurrirá a nuestro Señor Gwaay, ahora que sus protectores han desaparecido? —preguntó Ivivis con más sentido práctico—. Ya viste cómo los hechizos de Hasjarl le atacaron anoche, mientras sus brujos dormían. Y si algo le sucediera a Gwaay, ¿qué nos ocurriría a nosotros?

Una vez más el Ratonero se encogió de hombros.

—Si mi encantamiento también ha alcanzado y destruido a los veinticuatro brujos de Hasjarl, entonces no hemos hecho ningún daño..., excepto a los brujos, en cuyo caso son gajes del oficio, pues firman su sentencia de muerte cuando pronuncian sus primeros hechizos... Es una profesión arriesgada.

»De hecho —siguió diciendo, entusiasmado por su argumentación—, hemos ganado. Veinticuatro enemigos muertos a costa de sólo una docena..., no, en total once bajas en nuestro bando... ¡A cualquier jefe militar le parecería de perlas! Una vez eliminados todos los brujos... excepto los mismos hermanos y Flindach (¡ese verrugoso es de cuidado!) me enfrentaré a ese campeón de Hasjarl, y si...

Su voz se desvaneció. Acababa de ocurrírsele pensar por qué él mismo no había sucumbido a su propio hechizo. jamás había sospechado, hasta ahora, que pudiera ser un brujo del Primer Rango, pues a pesar de que en su juventud se había adiestrado en brujería desde entonces apenas había practicado la magia. Quizá estaba de por medio algún truco metafísico o una falacia lógica... Si un brujo hace un encantamiento que fulmina a todos los brujos, siempre que haya sido completado, ¿también desaparece él o...? > quizá, empezó a decirse jactanciosamente el Ratonero, era sin saberlo un mago del Primer Rango, o quizá incluso superior...

Mientras se entregaba a estos pensamientos el silencio era total, y ahora lo rompió el sonido de unas pisadas que se aproximaban. Primero era un golpeteo de numerosas pisadas ligeras, pero en seguida se convirtió en un tumulto. El hombre vestido de gris y la esclava apenas tuvieron tiempo de intercambiar una mirada aprensiva e inquisitiva, cuando ocho o nueve de los principales sicarios de Gwaay desgarraron los cortinajes y entraron en la cámara, pálidos como la muerte y con la mirada fija de los locos. Cruzaron precipitadamente la sala y salieron por la arcada opuesta casi antes de que el Ratonero se hubiera repuesto de la sorpresa.

Pero no fue éste el fin de las pisadas. Se oyó un último par aislado que recorría el pasillo oscuro a un galope extrañamente desigual, como la carrera de un lisiado, y con un golpe blando a cada paso. El Ratonero se acercó rápidamente a Ivivis y la rodeó con un brazo. Tampoco quería estar a solas en aquel momento.

—Si tu gran encantamiento no ha afectado a los brujos de Hasjarl y los hechizos de éstos alcanzan a Gwaay, ahora sin defensa... —empezó a decir Ivivis.

Se interrumpió al ver una figura monstruosa vestida de escarlata oscuro, que se aproximaba con paso rápido y convulso. Al principio el Ratonero pensó que debía de ser Hasjarl de los Brazos Desparejos, por lo que había oído decir de él. Entonces vio que tenía el cuello rodeado de hongos grises, la mejilla derecha carmesí, la izquierda negra, de sus ojos fluía un líquido verdoso y le caían de la nariz claras gotas de mucosidad. Cuando la repugnante criatura entró en la cámara, su pierna izquierda se desmoronó como una columna de gelatina, y la derecha, al golpear el suelo, produciendo un chapoteo como si el talón se hubiera licuado, se rompió por la mitad de la espinilla y los huesos astillados atravesaron la carne. Sus manos, llenas de costras amarillas y grietas rojas, sacudieron inútilmente el aire en busca de apoyo, y su brazo, al rozar la cabeza, hizo que se desprendiera la mitad del cabello de aquel lado.

Ivivis empezó a gemir, horrorizada, y se aferró al Ratonero, el cual tenía la sensación de que una pesadilla alzaba sus cascos para pisotearle.

De tal guisa, el príncipe Gwaay, Señor de los Niveles Inferiores de Quarmall, regresó del funeral de su padre, y cayó sobre las cortinas arrancadas, debajo de su propio busto de plata en la hornacina sobre la arcada, formando una masa hedionda, purulenta, horrorosa.

La pira funeraria ardió durante largo tiempo, pero de todos los habitantes de aquel enorme y ramificado reino encastillado, Brilla, el Alto Eunuco, era el único que se quedó contemplándola. Luego recogió un poco de ceniza para conservarla, con la vaga idea de que quizá algún día le serviría de protección, ahora que su protector viviente había desaparecido para siempre.

Pero el puñadito de ceniza gris no alegró mucho a Brilla en su desolado deambular por las salas de la fortaleza. Estaba turbado y agitado como sólo puede estarlo un eunuco, pensando en la guerra entre hermanos que sin duda estallaría antes de que Quarmall volviera a tener un solo amo. Ah, qué tragedia que el destino hubiera arrebatado al Señor de Quarmall de un modo tan repentino, sin darle oportunidad de preparar su sucesión... aunque Brilla no habría sabido decir cuáles podrían ser los preparativos, habida cuenta de las rígidas costumbres del reino. Sin embargo, Quarmall siempre había parecido capaz de conseguir lo imposible.

A Brilla también le turbaba, y con bastante intensidad, su conocimiento de que Kewissa, la concubina de Quarmal, se había librado de las llamas, lo cual le hacía sentirse culpable. Podría ser acusado de ello, aunque, por más que lo pensara, no podía ver cuál de las precauciones acostumbradas había omitido. El dolor de la cremación habría sido pequeño comparado con el que la pobre muchacha debería sufrir ahora por su transgresión. Prefería pensar en que ella misma se habría dado muerte con el puñal o el veneno, aunque en ese caso su espíritu vagaría eternamente con los vientos entre las estrellas a las que hacen centellear.

Brilla se dio cuenta de que sus pasos le llevaban al harén y se detuvo, tembloroso. Era muy posible que encontrara allí a Kewissa, y no quería ser él quien la entregara.

No obstante, si permanecía en aquella sección de la fortaleza, acabaría tropezando con Flindach, y sabía que no podría ocultar nada cuando se enfrentara a los ojos temibles del archimago, al que tendría que recordar la defección de Kewissa.

Así pues, Brilla pensó en algún recado que le llevara a las secciones más inferiores de la fortaleza, apenas por encima de los dominios de Hasjarl, donde había un almacén del que él era responsable y en el que no había hecho inventario desde un mes atrás. Al eunuco no le gustaban los Niveles oscuros de Quarmall —le enorgullecía pertenecer a la elite que trabajaba lo más cerca posible de la luz solar—, pero ahora, dadas sus inquietudes, los Niveles oscuros empezaban a parecerle atractivos.

Una vez tomada esta decisión, Brilla se sintió algo animado. Partió en seguida, moviéndose con mucha rapidez, con la energía peculiar del eunuco, a pesar de su enorme volumen.

Llegó al almacén sin incidentes. Encendió una antorcha y lo primero que vio fue una mujer de aspecto infantil acurrucada entre unos fardos de telas. Vestía una amplia túnica de color amarillo brillante y tenía un rostro atractivo, anguloso, el cabello verde musgo y los ojos azul brillante de una ilthmarixiana.

—Kewissa —susurró estremecido, pero con un afecto maternal—. Mi dulce pequeña...

Ella corrió a sus brazos.

—Oh, Brilla, estoy tan asustada... —le dijo a media voz mientras se apretaba contra el vientre enorme del eunuco y ocultaba el rostro entre sus grandes mangas.

—Lo sé, lo sé —murmuró él, cloqueando un poco, al tiempo que le acariciaba el cabello—.Siempre te asustaron las llamas, lo recuerdo bien. No importa. Quarmall te perdonará cuando te reúnas con él más allá de las estrellas. Mira, pequeña, corro un gran riesgo, pero como has sido la favorita del viejo Señor, te tengo mucho afecto. Llevo conmigo un veneno indoloro...; unas pocas gotas en la lengua y entrarás en la oscuridad y los abismos ventosos... Un largo salto, es cierto, pero mucho mejor que lo que Flindach ordenará cuando descubra...

La muchacha retrocedió.

—¡Fue Flindach quien me ordenó que no siguiera a mi Señor a la pira! —reveló ella con una expresión de reproche—. Me dijo que las estrellas habían dispuesto otra cosa, y también que tal había sido el último deseo de Quarmal. Dudé de esto último, temerosa de Flindach, con su rostro horroroso y esos ojos atrozmente idénticos a los de mi Señor, pero no podía hacer nada más que obedecer..., cosa que, a fuer de sincera, querido Brilla, agradecí un tanto.

—Pero ¿por qué razón de este mundo o del otro... ? —balbució Brilla, totalmente perplejo.

Kewissa miró a uno y otro lado.

—Llevo en mis entrañas la semilla de Quarmall —susurró.

Por un instante, estas palabras sólo aumentaron la confusión de Brilla. ¿Cómo podía Quarmall haber esperado que el hijo de una concubina fuese aceptado como Señor de todos cuando tenía dos herederos legítimos? ¿Era posible que le hubiese preocupado tan poco la seguridad de su reino como para dejar vivo a un bastardo que aún no había nacido? Entonces se le ocurrió —y meneó la cabeza al pensarlo— que quizá Flindach trataba de hacerse con el poder supremo, utilizando el bebé de Kewissa e inventando un último deseo de Quarmall como su pretexto. Las revoluciones de palacio no eran totalmente desconocidas en Quarmall. Incluso existía una leyenda según la cual la dinastía presente se había hecho con el poder generaciones atrás, abriéndose paso por ese camino a golpe de daga, aunque quien repitiera esa leyenda firmaba su sentencia de muerte.

—Permanecí oculta en el harén —siguió diciendo Kewissa—. Flindach me dijo que ahí estaría segura, pero en cuanto el jefe de los magos se ausentó, llegaron los esbirros de Hasjarl, desafiando a la costumbre y la decencia. Por eso huí y vine aquí.

Brilla pensó que todo esto seguía encajando de un modo atroz. Si Hasjarl sospechaba que Flindach pretendía hacerse con el poder, le atacaría instintivamente, convirtiendo la querella fraterna en un conflicto entre tres partes, que implicaría lamentablemente al vértice de Quarmall iluminado por el sol, que hasta entonces había parecido a salvo del peligro de guerra...

En aquel mismo instante, como si los temores de Brilla hubieran dado fruto, la puerta del almacén se abrió y apareció un hombre rudo que parecía la misma encarnación de los bárbaros horrores del combate. Era tan alto que su cabeza rozaba el dintel; su rostro era apuesto pero sereno e inquisitivo; el cabello, rubio con una tonalidad rojiza, le caía enmarañado sobre los hombros. Vestía una túnica de piel de lobo con incrustaciones de bronce; una larga espada y una gruesa hacha de mango corto le colgaban del cinto, y en el dedo corazón de su mano derecha, la mirada de Brilla, acostumbrada a no perderse ningún detalle ornamental y ahora aguzada por el terror, reparó en un anillo con el sello de Hasjarl, un puño cerrado.

El eunuco y la muchacha se abrazaron, temblorosos.

Tras asegurarse de que no había nadie más en la estancia que aquellos dos, en el semblante del recién llegado se dibujó una sonrisa que podría haber sido tranquilizadora en un hombre de menor estatura o menos armado.

—Saludos, abuelo —dijo Fafhrd entonces—. Sólo necesito que tú y tu chica me ayudéis a encontrar la luz del sol y los establos de este reino penumbroso. Vamos, lo hacemos de modo que podáis satisfacerme con el menor peligro para vosotros.

Avanzó rápidamente hacia ellos, sin hacer ruido a pesar de su envergadura y su atuendo, y su mirada se fijó interesada en Kewissa, al observar que no era una niña sino una mujer.

Kewissa se dio cuenta y, aunque tenía el alma en vilo, dijo con valentía:

—¡No te atrevas a violarme! ¡Llevo en mis entrañas al hijo de un hombre muerto!

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