El cuerpo cayó pesadamente al suelo.
—¿A cuál de nosotros te proponías atravesar? —preguntó el Ratonero a la muchacha.
—No lo sé —dijo ella con una voz sorda—. Supongo que a ti.
El Ratonero asintió.
—Un momento antes de esta interrupción estabas diciendo: «La cámara donde...» ¿qué?
—Donde a menudo me encontraba con Klevis, para estar con él.
El Ratonero asintió de nuevo.
—De modo que le querías y...
—¡Calla, estúpido! —le interrumpió ella—. ¿Está muerto?
Su voz reflejaba tanto una preocupación profunda como exasperación.
El Ratonero retrocedió a lo largo del cuerpo hasta llegar a la cabeza. Mirándole, dijo:
—Como un carnero. Era un joven apuesto.
Durante un largo momento se miraron como leopardos. Luego, desviando un poco el rostro, Ivivis dijo:
—Oculta el cadáver, imbécil. Verlo ahí me destroza el corazón.
Asintiendo, el Ratonero se agachó, hizo rodar el cadáver y lo ocultó junto con su estoque tras la colgadura situada ante la puerta del pequeño cuarto. Luego extrajo a Garra de Gato del cuerpo, del que sólo salió un poco de sangre negra. Limpió con la colgadura la hoja de su daga.
Arrebató luego la daga que sostenía la muchacha y también la ocultó bajo la colgadura. Con una mano ensanchó la abertura entre los tapices y con la otra cogió a Ivivis por el hombro y le hizo avanzar hacia la puerta que Klevis había dejado abierta para su perdición. Ella se zafó en seguida de su brazo, pero cruzó la puerta. El Ratonero la siguió. La mirada de ambos seguía siendo la de un felino.
Una única antorcha iluminaba la pequeña habitación. El Ratonero cerró la puerta y la atrancó.
—Mucho es lo que me debes, Extranjero Gris —le dijo Ivivis en tono áspero.
El Ratonero sonrió levemente, mostrando los dientes. No se detuvo a ver si alguien había tocado las piezas de su botín. En aquel momento ni le pasó por la cabeza hacer tal cosa.
Fafhrd se sintió aliviado cuando Friska le dijo que la abertura más oscura al fondo del corredor negro, largo y recto en el que acababan de entrar era la puerta del Salón Espectral. El recorrido hasta allí había sido apresurado, nervioso, con atisbos continuos antes de doblar las esquinas y rápidos saltos a los huecos oscuros para ocultarse cuando pasaba alguien. El descenso vertical había sido más largo de lo que Fafhrd había previsto. ¡Si sólo habían llegado al inicio de los Niveles Inferiores, Quarmall debía de tener una profundidad insondable! No obstante, el ánimo de Friska había mejorado considerablemente. Ahora casi brincaba por el corredor, haciendo que revolotearan a su alrededor los pliegues de su túnica blanca. Fafhrd caminaba a grandes zancadas, con el vestido y las zapatillas de la muchacha en la mano izquierda y su hacha en la derecha.
El alivio que experimentaba el nórdico no disminuía su cansancio y así, cuando alguien salió precipitadamente de la negra boca de un túnel junto a la que pasaban, golpeó casi con indiferencia, y notó y oyó que su hacha se incrustaba hasta la mitad de la pala en una cabeza.
Fafhrd vio a un joven rubio y apuesto, ahora lamentablemente muerto y con su apostura bastante estropeada por el hacha, que sobresalía de la gran herida causada. La mano del joven se había abierto y la espada que sostenía había caído al suelo.
—¡Hovis! —exclamó Friska—. ¡Oh, dioses! Oh, dioses que no estáis aquí. ¡Hovis!
Fafhrd alzó un pie calzado con la bota y empujó de costado el pecho del joven, a la vez liberando el hacha y enviando el cadáver al túnel oscuro del que aquel hombre había salido con tanta temeridad.
Tras un rápido vistazo a su alrededor, con el oído atento a cualquier ruido extraño, se volvió hacia Friska, la cual estaba pálida, con la mirada perdida.
—¿Quién era ese Hovis? —le preguntó, y, al ver que ella no reaccionaba, le agitó ligeramente los hombros.
Por dos veces ella abrió y cerró la boca, mientras su rostro seguía tan inexpresivo como el de un pez. Luego, tras un pequeño gemido, le dijo:
—Te he mentido, bárbaro. Aquí me he encontrado con el paje de Gwaay, más de una vez.
—¿Por qué no me advertiste entonces, muchacha? —inquirió Fafhrd—. ¿Creíste que te iba a reñir por tu moral, como un puritano de la ciudad? ¿O es que no tienes ninguna consideración hacia tus hombres?
—Oh, no te enojes conmigo, por favor —le rogó Friska compungida—. No me riñas, te lo suplico.
Fafhrd le dio unas palmaditas en el hombro.
—Vamos, vamos. He olvidado que hace poco te torturaron y no estabas en condiciones para acordarte de todo. Sigamos adelante.
Habían dado una docena de pasos cuando Friska empezó a estremecerse y sollozar con creciente intensidad. Se volvió y echó a correr, gritando: « ¡Hovis! ¡Perdóname, Hovis! ».
Fafhrd la detuvo en seguida. La agitó de nuevo y, al ver que sus sollozos no cesaban, la abofeteó dos veces. La muchacha se quedó mirándole en silencio.
—Friska —le dijo serena pero sombríamente—. Hovis está donde tus palabras y tus lágrimas jamás podrán alcanzarle. Está muerto y es inútil que le llames. Yo le he matado, y eso es algo que tampoco tiene remedio. Pero tú sigues viva y puedes ocultarte de Hasjarl. Tanto si lo crees como si no, incluso podrás huir conmigo de Quarmall. Ahora acompáñame y no mires atrás.
Ella le obedeció ciegamente, sólo con un débil lamento.
El Ratonero Gris se estiró perezosamente sobre la piel de oso que había extendido sobre el suelo del cuartito. Se incorporó apoyándose en un codo, buscó el collar de perlas negras que había birlado y lo colocó sobre el seno de Ivivis, a la luz pálida y fría de la única antorcha. Tal como imaginaba, las perlas le sentaban muy bien a la muchacha, y empezó a rodearle el cuello con ellas.
—No, Ratonero —objetó ella perezosamente—. Despiertan en mí un recuerdo desagradable.
Él no insistió, pero, tendiéndose de nuevo, dijo incautamente:
—Ah, Ivivis, soy un hombre muy afortunado. Te tengo a ti y tengo un patrono que, aunque resulte algo tedioso con sus brujerías y su manera de hablar siempre tan suave, parece un individuo inofensivo y, desde luego, mucho más soportable que su hermano Hasjarl, si son ciertas la mitad de las cosas que he oído decir de éste.
—¿Crees que Gwaay es inofensivo? —replicó ella en tono vivo—. ¿Y más amable que Hasjarl? Qué idea tan peregrina. Mira, hace sólo una semana llamó a mi mejor amiga, Divis, que era su concubina favorita, y diciéndole que era un collar de las mismas piedras, le colgó del cuello una víbora esmeralda, cuya picadura es mortal de necesidad.
El Ratonero volvió la cabeza y se quedó mirando a Ivivis.
—¿Por qué hizo Gwaay tal cosa? —quiso saber.
Ella le devolvió la mirada, inexpresiva.
—Por ningún motivo en particular —replicó—. Gwaay es así, como todo el mundo sabe.
—¿Quieres decir que, en vez de comunicarle que estaba cansado de ella, la mató?
Ivivis asintió.
—Creo que Gwaay no puede soportar la idea de herir los sentimientos de alguien rechazándole, del mismo modo que no soporta los gritos.
—¿Es mejor ser asesinado que rechazado? —inquirió el Ratonero cándidamente.
—No, pero Gwaay se siente mejor matando a uno que rechazándole. Aquí, en Quarmall, la muerte está en todas partes.
El Ratonero tuvo una visión huidiza del cadáver de Klevis poniéndose rígido detrás del tapiz.
—Aquí, en los Niveles Inferiores —siguió diciendo Ivivis—, estamos enterrados antes de nacer. Vivimos, amamos y morimos enterrados. Incluso cuando nos desnudamos, seguimos llevando una prenda de moho invisible.
—Empiezo a comprender por qué es necesario cultivar cierta insensibilidad en Quarmall, para poder disfrutar de algún momento de placer arrancado a la vida, o quizá debería decir a la muerte.
—Eso es muy cierto, Ratonero Gris —dijo Ivivis muy seriamente, apretándose contra él.
Fafhrd empezó a apartar las telarañas que unían los dos lados polvorientos de la puerta alta, tachonada de clavos, entreabierta, pero prefirió agacharse mucho y pasar por debajo de ellos.
—Agáchate también —le dijo a Friska—. Es mejor que no dejemos señales de nuestra entrada. Luego me ocuparé de nuestras huellas en el polvo, si es necesario.
Avanzaron unos pasos y se detuvieron, cogidos de la mano, esperando que sus ojos se acostumbraran a la oscuridad. Fafhrd seguía llevando en la otra mano el vestido y las zapatillas de Friska.
—¿Esto es el Salón Espectral? —preguntó Fafhrd.
—Sí —susurró Friska a su oído, temerosa—. Algunos dicen que Gwaay y Hasjarl envían aquí a sus muertos para que luchen. Muchos aseguran que unos demonios que no deben fidelidad a ninguno de ellos...
—Dejemos eso, chiquilla —le ordenó Fafhrd bruscamente— he de batirme con demonios o difuntos, debo tener intactos mi oído y mi valor.
Permanecieron un rato en silencio, mientras la llama de la Última antorcha, veinte pasos más allá de la puerta entreabierta, ¡es reveló lentamente una vasta cámara de techo bajo y abovedado, formado por enormes y ásperos bloques unidos con argamasa. Tenía algunos muebles cubiertos con fundas andrajosas y numerosas puertas cerradas. A cada lado había anchas tribunas que se alzaban algunos pies sobre el nivel del suelo, y hacia el centro se veía el detalle sorprendente de un surtidor seco.
—Algunos dicen que el Salón Espectral fue en otro tiempo el harén de los señores de Quarmall, los cuales habitaron durante siglos bajo tierra, entre los Niveles, hasta que el padre de Quarmall, persuadido por su esposa marina, regresó a la fortaleza. Mira, se marcharon con tanta rapidez que dejaron el nuevo techo sin acabar: no está pulido, ni cementado ni adornado con dibujos.
Fafhrd asintió. No le gustaba aquel techo sin columnas y pensó que el lugar parecía bastante más primitivo que las cámaras de Hasjarl, con los muros de roca pulimentada y colgaduras de cuero. Aquello le dio una idea.
—Dime, Friska. ¿Cómo es que Hasjarl puede ver con los ojos cerrados? ¿Acaso...?
—¿Cómo? ¿No sabes eso? —le preguntó ella sorprendida—. —No conoces el secreto de su horrible mirada? Simplemente...
Una borrosa forma aterciopelada que producía un sonido casi inaudible se deslizó ante ellos. Friska emitió un leve grito, ocultó el rostro en el pecho de Fafhrd y se aferró a él con todas sus fuerzas.
Fafhrd pasó sus dedos por el cabello de la muchacha, oloroso a brezo, para mostrarle que ningún murciélago se había alojado allí, y le acarició los hombros desnudos y la espalda, continuando su demostración. Mientras lo hacía, el nórdico empezó a olvidarse de Hasjarl y el enigma de su segunda visión... y también de sus dudas sobre la posibilidad de que el techo se les viniera encima.
Siguiendo la costumbre, Friska gritó dos veces, muy suavemente.
Lánguidamente, Gwaay batió palmas y, con un leve gesto, indicó a los esclavos que se llevaran los platos. Se recostó en su mullido asiento y, a través de los párpados semicerrados, miró a su compañero por un momento, antes de hablar. Su hermano, sentado en el otro extremo de la mesa, no estaba de buen humor. En cualquier caso, era raro que Hasjarl no estuviese enojado, furioso o lo que era más frecuente, taciturno y arisco. Esto tal vez se debiera a que Hasjarl era un hombre muy feo y deforme, y tenía un carácter amoldado a su físico; o quizá ocurriera exactamente al revés. Ambas teorías dejaban indiferente a Gwaay, el cual corroboró de una sola mirada todo lo que su memoria almacenaba sobre Hasjarl, y una vez más se dio cuenta de la enorme magnitud del odio que sentía hacia su hermano. Sin embargo, cuando habló lo hizo a media voz, en un tono agradable:
—Bien, mi querido hermano, ¿qué te parece si jugamos al ajedrez, ese juego demoníaco que, según dicen, existe en todos los mundos? Así tendrás ocasión de vencerme de nuevo. Siempre ganas al ajedrez, excepto cuando abandonas. ¿Hago que nos traigan el tablero? —Halagadoramente, añadió—: ¡Te daré un peón!
Alzó una mano, como si se dispusiera a batir palmas de nuevo para que pusieran en práctica su sugerencia.
Con el látigo que llevaba colgando de la muñeca, Hasjarl golpeó el rostro del esclavo que tenía más cerca y señaló en silencio el tablero macizo y ornamentado al otro lado de la sala. Esta actitud era muy característica de Hasjarl, hombre de acción y pocas palabras, por lo menos cuando estaba fuera de su territorio.
Además, Hasjarl tenía un humor de perros. Flindach le había hecho abandonar la diversión que más le interesaba y excitaba: ¡la tortura! ¿Y para qué? Para que jugara al ajedrez con su pedante hermano, para estar allí sentado, contemplando el hermoso rostro de su hermano, para tomar una comida que le desagradaba, pata esperar la respuesta del horóscopo, que ya conocía, que sabía desde años atrás, y finalmente para verse obligado a sonreír ante los horribles ojos ensangrentados de su padre, únicos en Quarmall con excepción de los de Flindach, y brindar por la Casa de Quarmall y su prosperidad durante el año siguiente. Todo esto era de lo más desagradable para Hasjarl, y lo mostraba sin ambages.
El esclavo, con un cardenal ensangrentado en el rostro que se hinchaba rápidamente, depositó con cuidado el tablero de ajedrez entre los dos. Gwaay sonrió mientras otro esclavo colocaba las piezas en sus casillas, pues se le había ocurrido un ardid para incomodar a su hermano. Había elegido las negras, como siempre, y planeado un gambito que sin duda su avaricioso contrario no podría rechazar, uno que Hasjarl aceptaría para su perdición.
Hasjarl se había arrellanado en su asiento con expresión torva y los brazos cruzados.
—Debería haberte obligado a coger las blancas —se quejó—. Conozco los elles trucos que eres capaz de hacer con las piedras negras... Te he visto cuando eras un crío pálido como una niña, arrojándolas al aire para asustar a los hijos de los esclavos.
¿Cómo puedo saber que no me engañarás moviendo tus piezas sin tocarlas con los dedos, mientras yo reflexiono profundamente?
—Mis viles trucos, como los valoras justamente, hermano —respondió Gwaay con suavidad—,sólo son útiles con fragmentos de basalto, obsidiana y otras rocas propias de mi nivel inferior, pero estas piezas son de azabache, que, como sabes sin duda por tu gran erudición, no es más que una clase de carbón, una materia vegetal prensada que ni siquiera forma parte de los pocos materiales sometidos a mi humilde magia. Además, hermano, sería muy extraño que tus extraordinarios ojos pasaran por alto el menor truco.