No se le había ocurrido al Ratonero apropiarse de una o dos muchachas encerrándolas también en el cuarto, aunque desde luego la idea era atractiva.
El anciano se aclaró la garganta y rió entre dientes.
—Señor Gwaay, permitid que este ambicioso espadachín ponga a prueba sus trucos. ¡Dejadle que los pruebe conmigo!
El Ratonero empezó a animarse, pero Gwaay se limitó a alzar la palma de la mano y menear la cabeza, señalando con un dedo el tablero. El anciano obedeció y se concentró en una ficha para moverla.
La decepción se apoderó del Ratonero, el cual empezaba a sentirse muy solo en aquel penumbroso inframundo donde los movimientos y las palabras eran susurrantes. Era cierto que cuando el emisario de Gwaay le abordó en Lankhmar, el Ratonero aceptó encantado aquel trabajo en solitario. Si una noche el pequeño camarada (¡y cerebro!) gris del vocinglero Fafhrd desaparecía sin decir palabra... y regresaba quizá un año después con un cofre lleno de tesoros y una sonrisa burlona, ello sería toda una lección para el bárbaro nórdico.
El Ratonero se había sentido muy eufórico durante el largo viaje en caravana hacia el sur, desde Lankhmar a Quarmall, a lo largo del río Hlal, pasando por los lagos de Pleea y atravesando las Montañas del Hambre. Había sido un auténtico placer cabalgar en un camello, libre de la presencia gigantesca, la cháchara y la jactancia de Fafhrd, mientras las noches eran cada vez más azules y cálidas, y extrañas estrellas como joyas llameantes se asomaban sobre el horizonte meridional.
Llevaba tres noches en Quarmall desde su llegada secreta a los Niveles Inferiores, tres noches con sus días, o más bien ciento cuarenta y cuatro interminables medias horas de crepúsculo subterráneo, y en el fondo de su mente ya empezaba a desear que Fafhrd estuviera allí, en vez de hallarse a medio continente de distancia, en Lankhmar, o incluso más lejos, si había llevado a cabo sus vagos planes de visitar de nuevo su tierra natal en el norte. En cualquier caso, alguien con quien beber, e incluso una ruidosa pelea, sería muy refrescante tras setenta y dos horas de no hacer nada, rodeado de servidores silenciosos, brujos en trance, setas cocidas y la indestructible ecuanimidad de Gwaay.
Además, parecía que lo único que Gwaay deseaba era un hábil espadachín que contrarrestara la amenaza de aquel campeón que, al parecer, había contratado Hasjarl, de una manera tan secreta como la empleada por Gwaay para introducir allí al Ratonero. Si Fafhrd estuviera presente, podría ser el espadachín de Gwaay, mientras que el Ratonero tendría más oportunidad de venderle a Gwaay su talento mágico. El único hechizo que guardaba en su bolsa —Sheelba se lo había dado a cambio del relato de las perversiones de Clutho— establecería para siempre su reputación como un archimago dotado de increíbles poderes. De eso no tenía duda.
El Ratonero salió de sus ensoñaciones y vio que la esclava, Ivivis, estaba arrodillada ante él —no habría podido decir cuánto tiempo llevaba allí— ofreciéndole una bandeja de ébano sobre la que había una jarra de piedra y una copa de cobre.
La muchacha se arrodillaba con una pierna doblada y la otra extendida tras ella, como para lanzar una estocada, estirando así la falda corta de su túnica verde, mientras adelantaba los brazos, que sostenían la bandeja. Su cuerpo esbelto era muy flexible y mantenía sin esfuerzo aquella postura difícil. El cabello lacio y fino era claro como su piel, del color que podrían tener los espectros. El Ratonero pensó que la joven tendría un gran aspecto en su armario, quizá acariciando contra su seno el collar de grandes perlas negras que había encontrado tras una estatuilla de peltre en una de las hornacinas de Gwaay.
Sin embargo, estaba arrodillada tan lejos de él como podía sin dejar de ofrecerle la bandeja, y bajaba la mirada recatadamente, ni siquiera parpadeaba al oír los galantes murmullos del invitado, lo único que éste consideró apropiado en aquel momento.
Cogió la jarra y la taza. Ivivis agachó todavía más la cabeza y se alejó en silencio.
El Ratonero se sirvió un dedo de vino rojo y espeso como la sangre y tomó un sorbo. Tenía un sabor dulzón, pero con un dejo amargo. Se preguntó si era una fermentación de hongos escarlata.
Las fichas negras y blancas se movían sobre el tablero obedeciendo a las miradas concentradas de Gwaay y el anciano. La incesante brisa fría doblaba las llamas de las antorchas, mientras los esclavos descalzos sobre las cintas de cuero y los grandes ventiladores al girar sobre sus ejes, musitaban sin cesar: «Quarmall... Quarmall es profundo... Quarmall es todo...».
En una sala igualmente amplia, a muchos niveles más arriba, pero también subterránea —una habitación sin ventanas donde las llamas de las antorchas eran más rojas y brillantes, pero la ocre humareda del incienso anulaba su brillantez, por lo que también allí el efecto final era una penumbra exasperante. Fafhrd estaba sentado al extremo de la mesa.
El nórdico era de costumbre un hombre de una tranquilidad casi monstruosa, pero ahora estaba inquieto, al borde de admitir que deseaba que su viejo amigo, el Ratonero, estuviera a su lado y no en Lankhmar o quizá viajando por las desérticas Tierras Orientales.
Sin duda el Ratonero habría tenido más paciencia para resolver los enigmas y comprender la extraña conducta de aquellos quarmallianos que vivían bajo tierra. Al Ratonero le sería más fácil soportar el odioso gusto de Hasjarl por la tortura, y por lo menos aquel pequeño necio vestido de gris sería otro ser humano con el que beber.
Cuando el agente de Hasjarl se puso en contacto con él en Lankhmar, prometiéndole una suma considerable si iba a Quarmall al instante, secretamente y en solitario, a Fafhrd le alegró muchísimo alejarse del Ratonero, sus ardides y su charla maliciosa. Incluso había sugerido al pequeño individuo que quizá embarcaría con algunos de sus paisanos nórdicos que navegaban por el Mar Interior.
Lo que Fafhrd no le explicó al Ratonero era que, en cuanto subió a bordo, la larga nave zarpó no hacia el norte sino al sur, costeando por el vasto Mar Exterior, a lo largo del litoral occidental de Lankhmar.
La travesía había sido idílica... Piratearon un poco de vez en cuando, a pesar de las ásperas objeciones del agente de Hasjari, habían capeado grandes tormentas y batallado con sepias, rayas y serpientes gigantescas, cuyo número iba en aumento cuanto más al sur del Mar Exterior se internaban los navegantes. El recuerdo de aquellas aventuras hizo sonreír a Fafhrd.
¡Qué distinta era la vida en Quarmall! ¡Aquella interminable y apestosa brujería! ¡Aquel Hasjarl, embrutecido por la tortura! Fafhrd empezó a golpear la mesa con el puño.
Y las reglas...! No debía explorar hacia abajo, pues allí estaban los Niveles Inferiores y el enemigo. Tampoco debía explorar hacia arriba, donde estaban los sacrosantos aposentos del padre Quarmall. Nadie debía conocer la presencia de Fafhrd, y éste tenía que contentarse con la bebida y las mozas inferiores disponibles en los limitados Niveles Superiores de Hasjarl. (¡Llamaban superiores a aquellos laberintos y criptas!)
¡Las demoras...! No debían reunir sus fuerzas e ir abajo para aplastar al hermano y enemigo Gwaay; eso sería una temeridad impensable. No debían parar los enormes ventiladores cuya crepitación perpetua atormentaba el oído de Fafhrd y que enviaban el aire vital en las primeras etapas de su viaje al submundo de Gwaay y, a través de otros pozos practicados en la roca, succionaban el aire rancio... No, aquellos ventiladores nunca debían detenerse, pues el padre Quarmall estaría en desacuerdo con toda táctica de combate que sofocara a valiosos esclavos, y los hijos de Quarmall prescindían por completo de todo aquello con lo que su padre no estaba de acuerdo.
En vez de intentar algo radical, el consejo de guerra de Hasjarl debía planear campañas que duraban años enteros, cuyas principales armas eran encantamientos brujeriles y sin más ambición que conquistar un cuarto de túnel, o la cuarta parte de un campo de setas, en los Niveles Inferiores de Gwaay.
¡Las supercherías...! Tenían que servir setas en todas las comidas, pero no para comerlas, ni siquiera saborearlas. Por otro lado, la rata asada era una exquisitez para relamerse. Aquella noche el padre Quarmall haría su horóscopo y, por alguna razón, aquella contemplación supersticiosa de las estrellas y aquellos garabatos tendrían una importancia críptica incalculable. Todas las doncellas debían gritar dos veces cuando se les sugería familiaridades, al margen de su conducta posterior. Fafhrd nunca debía acercarse a Hasjarl a menos de un tiro de daga, y esa regla le impedía descubrir cómo se las arreglaba Hasjarl para no perder nunca detalle de lo que ocurría a su alrededor, aunque casi siempre tenía los ojos cerrados. Quizá disponía de una segunda visión de corto alcance, o tal vez el esclavo más próximo a él le susurraba incesantemente todo lo que ocurría, o quizá...; en fin, Fafhrd no tenía manera de saberlo.
Pero de algún modo Hasjarl era capaz de ver con los ojos cerrados.
Este mezquino truco de Hasjarl indudablemente ahorraba a sus ojos la irritación del humo del incienso, mientras que los brujos de Hasjarl y el mismo Fafhrd siempre los tenían enrojecidos y lagrimeantes. No obstante, Hasjarl era por lo demás un príncipe de lo más enérgico e incansable; su cuerpo patizambo y deforme y sus brazos mal emparejados siempre en movimiento, su feo rostro siempre haciendo muecas y por ello el detalle de los ojos tranquilamente cerrados era especialmente irritante y estremecedor.
En una palabra, Fafhrd estaba completamente harto de los Niveles Superiores de Quarmall, aunque apenas llevaba una semana en ellos. Incluso había acariciado la idea de traicionar a Hasjarl y trabajar para el hermano de éste o actuar como informador del padre... aunque, como patronos, aquellos personajes no supondrían mejora alguna.
Pero lo que el nórdico ansiaba sobre todo era trabar combate con el campeón de Gwaay del que se hablaba tanto...; quería conocerle, matarle y luego cargarse al hombro la recompensa (preferiblemente una hermosa doncella con una bolsa de oro en cada mano) y volver la espalda para siempre a la maldita colina de Quarmall, perforada por túneles lóbregos y llena de misteriosos susurros.
En un exceso de exasperación, aferró el pomo de su larga espada Vara Gris.
El gesto no le pasó desapercibido a Hasjarl, aunque tenía los ojos cerrados, pues volvió su rostro deforme en la dirección de Fafhrd, entre las filas de los veinticuatro brujos de luengas barbas y vestidos con pesadas túnicas, sentados a la mesa hombro contra hombro. Entonces, con los párpados todavía cerrados, Hasjarl empezó a torcer la boca como un preámbulo del habla, y con un trino tembloroso a modo de obertura dijo:
—Vaya, ardes en deseos de combatir, ¿eh, Fafhrd, muchacho?
¡Guarda tu espada envainada! Pero dime, ¿qué clase de hombre crees que es ese guerrero, del que me proteges, el sombrío asesino al servicio de Gwaay? Dicen que tiene más fuerza que un elefante y es más mañoso que los mismos Zobolds.
Con un espasmo final, Hasjarl logró mirar expectante a Fafhrd, aun sin abrir los ojos.
Durante la última semana, Fafhrd había oído aquella clase de preocupación una y otra vez, por lo que se limitó a responder con un bufido:
—¡Bah! Siempre dicen eso de cualquiera. Exageraciones. Pero a menos que pueda entrar en acción y pierda de vista a estos vejestorios con las barbas comidas por las pulgas...
El nórdico se interrumpió antes de seguir desbarrando, apuró su vino y golpeó en la mesa con la jarra de peltre, pidiendo más, pues aunque Hasjarl podía tener el porte de un idiota y el carácter de un ocelote, servía un excelente fermento de uva madurado en las cálidas y pardas pendientes meridionales de la colina de Quarmall... y no iba a ganar nada aguijoneándole.
Hasjarl no pareció ofenderse .... o, si lo hizo, transmitió su enojo a sus barbudos consejeros, pues al instante empezó a instruir a uno para que enunciara con más claridad sus signos rúnicos, preguntó a otro si sus hierbas estaban lo bastante trituradas, recordó a un tercero que era el momento de hacer sonar cierta campanilla tres veces y, en general, trató a las dos docenas de ancianos como si fuesen una clase de escolares y él su pedagogo con vista de águila, si bien Fafhrd tenía entendido que todos ellos eran magos del Primer Rango.
La doble asamblea de brujos empezó, a su vez, a moverse con más nerviosismo, cada uno dedicado a su hechizo particular: provocaban hedores, vertían negras gotas de líquidos contenidos en sucias probetas, agitaban varillas, atravesaban con agujas figuritas de cera, trazaban con los dedos misteriosos símbolos en el aire, sacaban de sus bolsas ruidosos fetiches y hacían otras cosas igualmente extravagantes para el ojo profano.
Después de tantas horas sentado al extremo de la mesa, Fafhrd ya sabía que la mayor parte de los hechizos estaban destinados a infligir a Gwaay alguna enfermedad terrible: la peste negra o roja, la consunción, la gangrena lenta o rápida, la gangrena verde, la tos sanguinolenta, la licuación abdominal, la fiebre palúdica, la fatiga perniciosa y hasta el trivial goteo de la nariz. El nórdico había comprendido que los propios brujos de Gwaay rechazaban estos encantamientos maléficos con contrahechizos, pero se trataba de seguir enviándolos con la esperanza de que algún día la oposición bajara la guardia, aunque sólo fuera por unos momentos.
No estaría nada mal, se decía Fafhrd, que la banda de Gwaay fuese capaz de devolver los maléficos hechizos contra quienes los enviaban. Incluso estaba harto de los abstrusos signos astrológicos cosidos en oro y plata en las túnicas de los brujos, así como de las cintas y los alambres de metales preciosos anudados cabalísticamente en sus luengas barbas.
Una vez disciplinados los magos, todos ellos entregados frenéticamente a sus tareas, Hasjarl, quizá para cambiar, abrió los ojos y, con una sola distorsión preliminar de los labios, le dijo al aventurero:
—De modo que quieres acción, ¿eh, Fafhrd, muchacho?
Fafhrd, muy molesto por aquella familiaridad, apoyó un codo en la mesa y apuntó con un dedo a Hasjarl.
—Así es. Mis músculos están deseando entrar en movimiento. Tenéis fuertes brazos, señor Hasjarl. ¿Qué os parece si echamos un pulso?
Hasjarl rió entre dientes.
—Ahora tengo que jugar a otra cosa con una doncella sospechosa de comercio con uno de los pajes de Gwaay. No gritó ni una sola vez... antes. ¿Quieres acompañarme y contemplar la acción, Fafhrd?