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Authors: Fritz Leiber

Tags: #Fantástico

Espadas contra la Magia (6 page)

La vara empezó a inclinarse un poco más con el peso del Ratonero, y el extremo puntiagudo se deslizó unos centímetros en el hueco superior, con un horrible ruido chirriante, pero Fafhrd hizo girar las palancas y la vara se mantuvo firme.

Durante unos momentos interminables sólo vio la mitad inferior del Ratonero, sus botas de suela oscura y rugosa entrelazadas en el extremo de la vara. Luego, con bastante lentitud, como un caracol gris, y con un último impulso de un pie contra el extremo del garfio, desapareció por completo de la vista.

Lentamente, Fafhrd arrió el cabo tras él.

Al cabo de algún tiempo, la voz del Ratonero, espectral pero clara, llegó hasta el nórdico y el felino.

—¡Hola! He atado la cuerda alrededor de una protuberancia grande como un tocón de árbol. Envía a Hrissa.

Fafhrd obedeció y puso a Hrissa en la cuerda por delante de él, atándola a su arnés con un nudo de margarita.

El felino se debatió desesperadamente por un momento, aterrado de pender en el vacío, pero en cuanto empezó a ascender se quedó quieto. Mientras subía con lentitud, el nudo de Fafhrd empezó a deslizarse. El gato polar aferró la cuerda con los dientes y la retuvo entre las mandíbulas. En cuanto llegó al borde, se aferró con las garras y desapareció.

En seguida el Ratonero comunicó a su amigo que Hrissa estaba a salvo y que podía seguirles. El nórdico frunció el ceño, giró de nuevo las palancas para atornillar más la vara, aunque ésta crujió de un modo amenazante, y emprendió la ascensión con muchas precauciones. Ahora el Ratonero mantenía la cuerda tensa desde arriba, pero en el primer tramo apenas pudo tirar de Fafhrd, cuyo peso era excesivo.

El extremo superior de la vara volvió a crujir de un modo horrible en el hueco, pero se mantuvo firme. Más ayudado entonces por la cuerda, Fafhrd apoyó las manos en el borde y asomó la cabeza.

Vio una cuesta rocosa de inclinación suave, que podía escalarse por fricción, y en lo alto al Ratonero y Hrissa de pie, silueteados contra el cielo azul y dorados por el sol.

Pronto el nórdico llegó a su lado.

—Fafhrd —dijo el Ratonero—. Cuando regresemos a Lankhmar recuérdame que le dé a Glinthi el Artífice treinta diamantes de los que vamos a encontrar en el casquete de Stardock: uno por cada sección y juntura de mi vara de escalar, uno por cada escarpia de los extremos y dos por cada tornillo.

—¿Es que hay dos tornillos? —le preguntó Fafhrd respetuosamente.

—Sí, uno en cada extremo —dijo el Ratonero, e hizo que Fafhrd sujetara la cuerda para que él pudiese bajar la cuesta e, inclinándose sobre el borde, acortar la vara haciendo girar el tornillo superior, hasta que pudo recogerla.

Mientras el Ratonero guardaba las secciones desmontadas de la vara, Fafhrd le dijo en serio:

—Debes atártela al cinto como hago yo con mi hacha. No debemos correr el riesgo de perder la ayuda de Glinthi durante el resto de este viaje.

Los dos amigos se quitaron las capuchas y abrieron sus túnicas, pues el sol era intenso, y miraron a su alrededor, mientras Hrissa se estiraba y restregaba sus esbeltos miembros, el cuello y el cuerpo, cuyos moretones ocultaba el pelaje blanco.

El aire diáfano exaltaba a los dos hombres, y les embargaba la tranquilidad de mente y espíritu que se experimenta tras haber sorteado hábilmente un gran peligro.

Estaban bastante sorprendidos porque el sol, que se deslizaba hacia el sur, apenas había recorrido la mitad de la distancia hasta su cenit. Los peligros que habían parecido prolongarse durante horas sólo habían durado unos minutos.

La cima del obelisco Polaris era un gran campo ondulante de rocas pálidas, demasiado grande para medirlo por acres de Lankhmar. Habían llegado cerca del ángulo sudoccidental, y el gran prado rocoso grisáceo parecía extenderse al este y al norte casi indefinidamente. Aquí y allá había elevaciones y depresiones, pero ninguna era muy alta ni muy profunda. Había algunas rocas grandes aisladas, no muchas, mientras que al este se distinguían unas formas más oscuras, quizá arbustos y árboles pequeños, que habían arraigado en grietas rellenadas por la tierra que arrastraba el viento.

—¿Qué hay al este de la cadena montañosa? —preguntó el Ratonero—. ¿Sigue el Yermo Frío?

—Nuestro clan nunca viajó ahí —respondió Fafhrd, con el ceño fruncido—. Creo que había algún tabú sobre toda esa zona.

En las grandes escaladas de mi padre, el este siempre estaba oculto por la niebla..., o eso era lo que nos decía.

—Ahora podríamos echar un vistazo —sugirió el Ratonero.

Fafhrd meneó la cabeza.

—Nuestra ruta está por ahí —dijo señalando al nordeste, donde Stardock se levantaba como una giganta, enorme pero dormida, o fingiendo que lo estaba, y parecía siete veces más grande y alta de lo que había parecido antes de que el obelisco ocultara la cima dos días antes.

—Todo nuestro esfuerzo por escalar el obelisco sólo ha servido para que Stardock parezca una montaña más alta —dijo el Ratonero, algo entristecido—. ¿Estás seguro de que no hay otro pico, quizá invisible, en la cima?

Fafhrd asintió sin apartar la vista de la montaña, que era la emperatriz sin consorte de las Montañas de los Gigantes. Sus Trenzas se habían engrosado, formando grandes ríos de nieve, y ahora los dos aventureros podían ver en ellas unos leves movimientos que, en realidad, eran avalanchas.

La Trenza meridional descendía en una gran curva doble hacia el lado noroeste de la cumbre rocosa en la que estaban ahora.

En lo alto, el casquete nevado de Stardock, cuyo borde superior brillaba bajo la luz del sol como si estuviera tachonado de diamantes, parecía saludarles con una leve inclinación de cabeza. Era una impresión que ya habían tenido cuando la distancia que les separaba de la montaña era mayor, pero más intensa. El Rostro, con sus ojos recatados, les saludaba también, como una gran señora que diera a entender posibles favores.

Pero los largos, finos y vaporosos velos de la Gran Flámula y la Pequeña Flámula ya no ondeaban desde el Casquete. El aire por encima de Stardock debía de estar tan quieto en aquel momento como lo estaba en la cima del obelisco, donde se hallaban los dos amigos.

— ¡También es mala suerte que Kranarch y Gnarfi aborden la pared norte precisamente el día en que no sopla el viento! —exclamó Fafhrd—. Pero eso será su perdición..., sí, y la de esos dos sicarios cubiertos de pieles. Esta calma no puede durar.

El Ratonero observó:

—Ahora recuerdo que cuando nos corrimos la juerga en Illik-Ving, Gnarfi, que estaba borracho, aseguró que podía atraer a los vientos con su silbido... su abuela le había enseñado ese truco... y también podía hacerlos desaparecer, lo cual ahora viene más al caso.

— ¡Razón de más para que nos apresuremos! —dijo Fafhrd, al tiempo que cogía su bulto y deslizaba sus grandes brazos bajo las anchas correas que lo sujetaban—. ¡Vamos, Ratonero! ¡Arriba, Hrissa! Tomaremos un bocado antes de subir esa cresta nevada.

—¿Quieres decir que hoy mismo hemos de abordar ese problema gélido y traicionero? —objetó el Ratonero, a quien le habría encantado desnudarse y tostarse al sol.

— ¡Antes del mediodía! —decretó Fafhrd.

Dicho esto se echó a andar hacia el norte, manteniéndose cerca del borde occidental de la cumbre, como para anular desde el principio los deseos que pudiera tener el Ratonero de echar un vistazo al este. El hombrecillo le siguió rezongando por lo bajo; Hrissa cojeaba y al principio se quedó muy rezagado, pero pronto estuvo a la altura de sus amos, superada la cojera e impulsado por el interés que la novedad despierta en los felinos.

Avanzaron por aquella llanura granítica, extraña, grande y ondulante, en la cima del obelisco, salpicada aquí y allá con extensiones de piedra caliza blanca como el mármol. Al cabo de un rato, el silencio y la uniformidad adquirieron una cualidad misteriosa. La profundidad de las depresiones era engañosa: Fafhrd observó varias en las que podrían haberse ocultado, agazapados, varios batallones de hombres, sin que nadie los viera hasta llegar a tiro de lanza.

Fafhrd estudiaba con creciente atención la roca que pisaban sus suelas claveteadas. Finalmente se detuvo para señalar una zona que presentaba unas extrañas ondulaciones.

—Juraría que en otro tiempo esto fue un fondo marino —dijo en voz baja.

El Ratonero entrecerró los ojos, pensó en el extraño objeto volante invisible, semejante a un pez fantasmal, que había pasado junto a ellos la tarde anterior, y se le puso la carne de gallina.

Hrissa se deslizó por su lado, en actitud sigilosa. Pronto rebasaron la última gran roca solitaria, y atisbaron el resplandor de la nieve, escasamente a un tiro de flecha de distancia.

—Lo peor de escalar montañas es que las partes fáciles terminan en seguida —comentó el Ratonero.

—¡Calla! —le ordenó Fafhrd, y se tendió de súbito como un enorme ditisco de cuatro patas, apoyando la mejilla en la roca—. ¡Escucha esto, Ratonero!

Hrissa gruñó, miró en derredor y su pelaje blanco se erizó.

El Ratonero empezó a agacharse, pero se dio cuenta de que no era necesario, tal era la rapidez con que se aproximaba el sonido: un redoble de tambor estridente, como si quinientos diablos golpearan con sus uñas gruesas y enormes la superficie de un gran tambor de piedra.

Entonces, sin transición, apareció avanzando directamente hacia ellos, por encima de la roca más próxima, una inmensa estampida de cabras, tan juntas y con un pelaje de un blanco tan brillante que por un instante parecieron un alud de nieve. Hasta los grandes cuernos curvados de los jefes de la manada tenían una tonalidad marfileña. El Ratonero observó que el aire por encima de los animales adquiría un resplandor tenue y oscilaba, como si estuviera encima de un fuego. Entonces los dos amigos, precedidos por Hrissa, echaron a correr para protegerse tras la última roca solitaria.

A sus espaldas, el estruendo de la infernal estampida era cada vez más intenso.

Alcanzaron la roca y subieron de un salto a su cima, donde Hrissa ya se había agazapado, apenas un latido de corazón antes de que les rodeara la horda blanca. Fue una suerte que Fafhrd desenfundara su hacha en el mismo instante en que llegaron allí, pues uno de los machos cabríos dio un salto, con las patas delanteras dobladas y la cabeza gacha para presentar su cremosa cornamenta, tan cerca que Fafhrd pudo ver sus puntas astilladas. Pero en aquel mismo momento, Fafhrd le alcanzó en los cuatro delanteros con un golpe certero, tan fuerte que la bestia cayó a un lado, sobre la corta cuesta que conducía al borde de la pared occidental.

La gran estampida se dividió alrededor de la gran roca, los animales tan cerca y apretados que no tenían espacio para saltar. El estrépito de sus cascos, el jadeo y ahora los balidos de temor eran horrendos, el hedor caprino era asfixiante, y su paso hacía oscilar la roca.

Cuando más intenso era el estruendo, se produjo una momentánea corriente de aire que eliminó brevemente el hedor, mientras algo se deslizaba a baja altura por encima de sus cabezas, agitando el aire como una larga manta aleteante de cristal fluido, mientras se oía entre el estrépito una risa áspera, detestable.

La porción menos numerosa de la estampida pasó entre la roca y el borde, y muchas de aquellas cabras cayeron por el borde, emitiendo balidos que eran como gritos de condenados, llevando consigo el cuerpo del gran macho cabrío al que Fafhrd había herido.

Entonces, con la celeridad con que una tormenta de nieve desarbola un barco en el Mar Helado, la estampida dejó atrás la roca donde estaban los dos amigos y siguió hacia el sur, con las últimas cabras, en general animales muy viejos o muy jóvenes, saltando alocadas tras las otras.

Alzando un brazo hacia el sol, como si fuese a lanzar una estocada, el Ratonero gritó enfurecido:

—¡Mira ahí, donde los rayos del sol se bifurcan encima del ganado! Es el mismo objeto volante que acaba de pasar por encima de nosotros y que anoche vimos bajo la nevada... ¡Es eso lo que ha provocado la estampida, y sus jinetes la han guiado hacia nosotros! ¡Malditas sean esas dos brujas fantasmales y traidoras que nos han atraído hacia una destrucción caprina más hedionda que una orgía en un templo de la Ciudad de los Necrófagos!

—Creo que esa risa era mucho más profunda —objetó Fafhrd—. No eran las chicas.

—Entonces tienen un proxeneta de voz profunda... ¿Acaso eso las hace mejores a nuestros ojos? ¿O a tus oídos embelesados por el amor?

El estruendo de la estampida se había extinguido por completo, y en el silencio recuperado oyeron ahora un entrecortado gruñido de satisfacción. Hrissa había saltado de la roca cuando sólo quedaban algunas reses rezagadas, se había apoderado de un gordo cabrito y ahora estaba desgarrando su cuello blanco ensangrentado.

—¡Ah, ya puedo oler esa carne asada! —exclamó el Ratonero con una sonrisa radiante. En un instante habían desaparecido sus preocupaciones—. ¡Muy bien, Hrissa! Oye, Fafhrd, si eso que hay al este es vegetación, y debe de serlo, pues de lo contrario, qué comerían esas cabras?, tiene que haber leña... ¡A lo mejor hasta encontramos unas hojas de menta! Podríamos...

—¡Comerás la carne cruda o te quedarás sin comer! —replicó el nórdico en tono inflexible—. ¿Vamos a correr el riesgo de que nos sorprenda de nuevo esa estampida? ¿O le daremos a esa cosa volante la oportunidad de dirigir unos leones de nieve contra nosotros? Seguro que los hay por aquí, con tanta cabra suelta. vamos a regalar a Kranarch y Gnarfi la cima de Stardock en bandeja de plata con diamantes engastados? Si esta calma maligna se mantiene también mañana y son escaladores fuertes y diligentes, y no unos perezosos triperos como alguien que podría nombrar...

El Ratonero refunfuñó un poco, pero ayudó a desangrar, destripar y desollar el cabrito, y a empaquetar parte del lomo y los cuartos traseros para la cena. Hrissa tomó más sangre y comió la mitad del hígado, y luego siguió a los dos hombres hacia el norte, en dirección a la cresta nevada. Los dos masticaban finas tiras de cabrito crudo con pimienta, pero avanzaban a grandes zancadas y ojo avizor por si aparecía otra estampida.

El Ratonero esperaba ver al fin las profundidades orientales, mirando al este a lo largo de la pared norte del obelisco Polaris, pero se lo impidió la primera gran ondulación de la garganta nevada. En cambio, el panorama septentrional era de una severa majestuosidad. A media legua por debajo y visto casi verticalmente, la Cascada Blanca tenía un aspecto misterioso y centelleaba incluso en la parte umbría.

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