Cuando enfundó en ella la pata trasera del gato polar, éste permaneció un momento sin reaccionar, y luego empezó a morder el cuero, mirando al Ratonero de un modo extraño. El hombrecillo reflexionó y, con mucho cuidado, abrió unos orificios en la piel para las garras no retráctiles, volvió a calzar la bota, hasta que las garras sobresalieron totalmente, y la ató con un bramante a través de unas ranuras en la parte superior.
Hrissa no volvió a mordisquear la bota. El Ratonero hizo otras, ayudado por Fafhrd, quien cortó y cosió una de ellas.
Cuando Hrissa estuvo completamente calzado, olió las botitas una tras otra, se levantó y recorrió varias veces la longitud del saliente, adelante y atrás, hasta que se estiró al lado del brasero aún caliente y apoyó la cabeza en el tobillo del Ratonero.
Los pequeños copos de nieve seguían cayendo, tan verticales como si los trazaran con una regla, cubriendo el saliente rocoso y el cabello cobrizo de Fafhrd. Los dos camaradas se pusieron las capuchas y se ataron los mantos, para pasar la noche al raso. El sol brillaba todavía a través de la nieve, pero su luz blanca no aportaba ningún calor.
El obelisco Polaris no era una montaña ruidosa, como lo son tantas en las que gotea el agua glacial, traquetean las piedras desprendidas y los estratos rocosos crujen a causa de una pérdida de masa o un aumento de calor. Allí el silencio era profundo.
El Ratonero sintió el impulso de hablarle a Fafhrd sobre aquella máscara de muchacha, real o ilusoria, que había visto de noche, al mismo tiempo que Fafhrd pensaba en comunicarle su propio sueño erótico.
En aquel momento, sin ningún preámbulo, el ya familiar sonido rasgó de nuevo el aire silencioso, y vieron claramente delineada por la nieve que caía una gran forma plana y ondulante.
Pasó ante ellos con bastante lentitud, a unas dos lanzas de, distancia del saliente rocoso. No se veía más que el espacio liso, sin copos de nieve, que ocupaba aquella cosa, y los remolinos que levantaba; no oscurecía de ningún modo la nieve que caía más allá. Sin embargo, los dos hombres notaron el movimiento del aire a su paso.
La forma de aquel objeto invisible era la de una raya gigante, de cuatro metros de largo y tres de ancho; incluso parecía tener una aleta vertical y una larga y flagelante cola.
—¡El gran pez invisible! —susurró el Ratonero, al tiempo que introducía la mano entre los pliegues de su manto a medio cerrar y sacaba a Escalpelo en un solo movimiento—. ¡Tenías toda la razón, Fafhrd, cuando creías estar equivocado!
Cuando la aparición esbozada en la nieve se perdió de vista tras el extremo meridional del saliente, llegó hasta ellos una risa burlona en dos tonos, uno de contralto y otro de soprano.
—Un pez invisible que ríe como unas muchachas... ¡es de lo más monstruoso! —comentó Fafhrd con voz entrecortada, alzando el hacha, que también había sacado con celeridad, a pesar de que seguía adosada a su cinturón mediante una larga correa.
Permanecieron un rato agazapados, se despojaron de sus mantos y, con las armas preparadas, aguardaron el retorno del monstruo invisible, mientras Hrissa permanecía entre ellos con el pelaje erizado. Pero no tardaron en echarse a temblar a causa del frío, y se vieron obligados a abrigarse de nuevo con los mantos, aunque blandiendo las armas y preparados para deshacer de inmediato los lazos superiores. Entonces comentaron brevemente el carácter misterioso de lo que acababan de presenciar y cada uno confesó sus anteriores visiones o sueños de muchachas.
—Las chicas debían de montar esa cosa invisible —dijo el Ratonero— tendidas en su lomo..., ¡y también invisibles! Pero ¿qué es exactamente ese fenómeno?
Estas palabras avivaron tenuemente los recuerdos de Fafhrd, el cual dijo con renuencia:
—Recuerdo que, cuando era niño, desperté una noche y oí que mi padre le decía a mi madre: «... como unas velas grandes y temblorosas, pero las que no puedes ver son las peores». Entonces se interrumpieron, sin duda porque oyeron mis movimientos.
—¿Habló tu padre alguna vez de haber visto muchachas en las altas montañas... tanto de carne y hueso como apariciones, o brujas, que son una mezcla de las dos, visibles o invisibles?
—De haberlas visto, no las habría mencionado —replicó Fafhrd—. Mi madre era una mujer muy celosa y manejaba endiabladamente bien la cuchilla de cortar carne.
La blancura que habían estado escudriñando, no tardó en adquirir un color gris oscuro. El sol se había puesto y ya no podían ver la nieve que caía. Se pusieron las capuchas, se ataron los mantos y se acurrucaron en el fondo del saliente, con Hrissa entre los dos.
Apenas había amanecido, dieron comienzo los problemas. Se levantaron con las primeras luces, sintiéndose fatigados tras una noche de pesadillas, y se desentumecieron con dificultad, mientras la ración matinal de fuerte té de hierbas y carne en polio mezclada con nieve se cocía en el mismo cazo, hasta formar unas gachas aromáticas, apenas calientes. Hrissa roía los huesos de liebre recalentados, y aceptó la grasa de oso y el agua que le ofreció el Ratonero.
Durante la noche había cesado de nevar, pero la superficie del obelisco estaba totalmente cubierta de nieve, que ocultaba los salientes y asideros, mientras que debajo de la nieve había una capa de hielo: la primera nieve caída fundida por el ligero calor de la tarde anterior sobre la roca y que se había vuelto a helar rápidamente.
Fafhrd y el Ratonero se ataron con una cuerda, y el segundo preparó un arnés para Hrissa, haciendo dos agujeros en el lado largo de un trozo de cuero oblongo. El felino protestó un poco cuando le hicieron pasar las patas delanteras por aquellos agujeros y los extremos cosidos del trozo de cuero sobre los brazuelos. Pero cuando ataron un cabo de cuerda negra alrededor del arnés, donde estaban las costuras, el animal se limitó a tenderse en el lugar caliente donde había estado el brasero, como si dijera: «No voy a aceptar esa cuerda humillante, aunque lo hagan los humanos».
Sin embargo, cuando Fafhrd empezó a escalar la pared, seguido por el Ratonero, y la cuerda se tensó sobre Hrissa, y cuando éste alzó la vista y les vio atados como lo estaba él mismo, les siguió a regañadientes. Poco después resbaló en una protuberancia —sin duda al no estar acostumbrado a las botas— y permaneció oscilando unos instantes, hasta que logró sostener de nuevo su peso. Por suerte, en aquel momento el Ratonero se sujetaba con firmeza.
Tras este incidente, Hrissa avanzó con más vivacidad, y a veces incluso rebasaba al Ratonero y volvía la cabeza para mirarle. El Ratonero imaginaba que le sonreía sardónicamente.
La ascensión era más empinada que el día anterior, y era preciso poner mucho cuidado para no dar un paso en falso. Los dedos enguantados debían aferrar roca, no hielo; los clavos debían penetrar a través de la sustancia quebradiza hasta la roca. Fafhrd se ató el hacha en la muñeca derecha y usó el extremo en forma de martillo para romper placas de hielo traicioneras.
El esfuerzo era más agotador porque resultaba más difícil evitar la tensión. Incluso mirando de soslayo la escarpadura de la pared, el Ratonero sentía un calambre de pavor en las entrañas. Se preguntaba qué ocurriría si el viento soplara de repente y luchaba contra el impulso de apretarse contra la pared del precipicio. Al mismo tiempo, el sudor empezó a deslizarse por el rostro y el pecho, y tuvo que quitarse la capucha y aflojarse la túnica hasta el vientre para evitar la humedad de las ropas.
Pero lo peor no había llegado todavía. Les había parecido que la pendiente superior era suave, pero ahora, al aproximarse, vieron que a unos siete metros de donde se hallaban había una protuberancia de dos metros de anchura. Por debajo de esta repisa la pendiente presentaba varios hoyos, que eran buenos asideros, pero inútiles bajo aquel techo que impedía el paso. La protuberancia se extendía a ambos lados hasta donde alcanzaba la vista, y en muchos puntos parecía todavía más ancha.
Buscaron los mejores y más altos asideros que pudieron encontrar, se reunieron y consideraron su problema. Incluso Hrissa, aferrada a la pared al lado del Ratonero, parecía alicaída.
—Recuerdo haber oído decir que existía un resalto alrededor de la cumbre del obelisco —dijo Fafhrd—. Creo que mi padre lo llamaba la Corona. No sé si...
—¿No lo sabes? —preguntó el Ratonero, con cierta suavidad.
Permanecía rígido en sus asideros, y brazos y piernas le dolían más que nunca.
—Verás, Ratonero —confesó Fafhrd—, en mi adolescencia nunca escalé el obelisco Polaris más allá de la mitad del camino que escalamos ayer. Me jacté tan sólo para animarte.
Como no había nada qué decir, el Ratonero cerró los labios, aunque apretándolos un tanto. Fafhrd empezó a silbar una tonada y cuidadosamente extrajo de su bolsa un rezón con cinco uñas afiladas como navajas y lo ató en el extremo de la cuerda negra que seguía enrollada en su espalda. Entonces, extendiendo el brazo derecho cuanto pudo, hizo girar el rezón en un pequeño círculo, cada vez con mayor rapidez, y finalmente lo lanzó hacia arriba. Lo oyeron golpear contra una roca; en algún punto por encima de la protuberancia, pero no se fijó en ninguna grieta o saliente, resbaló en seguida y cayó. El Ratonero tuvo la sensación de que no le había golpeado de milagro.
Fafhrd recuperó el rezón —bastante despacio, pues tendía a aferrarse en todas las grietas o salientes por debajo de ellos— , lo hizo girar y lo lanzó de nuevo. Los lanzamientos se sucedieron sin éxito. Una vez quedó prendido, pero en cuanto Fafhrd tiró con cuidado de la cuerda, se vino abajo.
El sexto lanzamiento de Fafhrd fue el primero realmente malo. El rezón no se perdió de vista, y al llegar a lo alto de su trayectoria centelleó por un instante.
—¡La luz del sol! —exclamó Fafhrd con entusiasmo—. ¡Estamos casi en la cima!
—Pero ese «casi» es extraordinario —comentó el Ratonero, aunque no pudo evitar una nota de alegría en su tono.
Cuando fallaron otros siete lanzamientos de Fafhrd, su compañero ya no sentía la menor alegría. Sus dolores eran horribles, el frío le atería manos y pies, y su cerebro también estaba aterido, de modo que la próxima vez que el lanzamiento de Fafhrd fracasó, cometió la imprudencia de seguir con la mirada la caída del rezón.
Por primera vez en aquella jornada miró hacia abajo. El Yermo Frío era una extensión de color azul claro, casi como el cielo, y parecía incluso más distante que éste, todos sus sotos, montículos y lagos diminutos se habían ido empequeñeciendo hasta desaparecer. Muchas leguas al oeste, casi en el horizonte, una franja mellada de oro pálido aparecía donde terminaban las sombras de las montañas. Hacia la mitad de la franja había una brecha azulada, la sombra de Stardock, que continuaba sobre el borde del mundo.
Presa del vértigo, el Ratonero miró de nuevo el obelisco Polaris... y aunque aún podía ver el granito, éste ya no parecía contar para nada..., no había más que cuatro asideros inseguros sobre una especie de nada verde pálido. Su mente ya no podía aceptar la escarpadura del obelisco.
Sintió el impulso de precipitarse hacia abajo, pero de algún modo lo transformó en un bufido sarcástico y se oyó a sí mismo decir con punzante desprecio:
—¡Abandona tus necios intentos de pesca, Fafhrd! Te voy a enseñar cómo la ciencia montañera lankhmariana resuelve una insignificancia ante la que es impotente tu bárbara destreza.
Dicho esto, con temeraria celeridad extrajo del bulto que llevaba a la espalda la gruesa vara de bambú, y con dedos ateridos empezó a sacar y montar sus secciones telescópicas, hasta que se cuadriplicó su longitud inicial.
Este instrumento de escalada técnica, que el Ratonero había traído realmente desde Lankhmar, había sido tema de discusión entre ellos durante todo el viaje. Para Fafhrd, la vara era un mero juguete y no valía la pena llevarla con el equipaje.
Sin embargo, ahora el nórdico no hizo ningún comentario, limitándose a recoger su rezón y apretarse las manos contra el jubón de piel de lobo para calentarlas, mientras observaba la frenética actividad del Ratonero. Hrissa ocupó un lugar más cercano a Fafhrd y se agachó estoicamente.
Cuando el Ratonero alzó el extremo más estrecho de su negro instrumento hacia el saledizo, Fafhrd tendió una mano para ayudarle a afirmarlo, pero no pudo evitar decirle:
—Si crees que vas a conseguir que el garfio se fije bien en el borde para trepar por este palo...
—¡Calla, aguafiestas! —gruñó el Ratonero, y con la ayuda de su camarada introdujo el extremo puntiagudo en un hueco de la roca, apenas a un dedo de distancia del borde.
A continuación fijó el otro extremo de la vara en una oquedad pequeña y profunda por encima de su cabeza. Luego extrajo dos palancas cortas ocultas en unas ranuras de la base y empezó a hacerlas girar. Pronto resultó claro que controlaban un gran tornillo escondido en el interior de la vara, pues ésta se alargó hasta quedar fijada con firmeza entre los dos huecos en la roca.
En aquel instante, un fragmento de roca, presionado por la vara, se desprendió del borde. La vara, hasta entonces algo combada, vibró al enderezarse, y el Ratonero, soltando una maldición, se deslizó de sus asideros y cayó.
Por suerte la cuerda entre los dos camaradas era corta y los clavos de las botas de Fafhrd estaban apoyados con firmeza en la roca, como otras tantas puntas de daga forjadas por un demonio, pues cuando se produjo el súbito tirón del cinto de Fafhrd y la mano con la que sujetaba la cuerda, pudo resistirlo sin caer tras el Ratonero, sólo doblando un poco las rodillas y gruñendo levemente, mientras cogía con la otra mano la vara vibrante e impedía que se perdiera.
La caída del Ratonero no había sido lo bastante prolongada para arrastrar a Hrissa desde el lugar que ocupaba, aunque la cuerda casi se tensó entre ambos. El gato polar inclinó el peludo cuello entre la pata delantera y el pecho y miró con gran curiosidad al hombre que pendía de la cuerda.
El Ratonero había palidecido. Fafhrd no hizo ningún comentario al respecto, y se limitó a tenderle la vara negra, diciendo:
—Es una buena herramienta. La he acortado. Fíjala en otro hueco e inténtalo de nuevo.
Pronto la vara estuvo firmemente fijada entre el hueco junto a la cabeza del Ratonero y un hueco a un palmo del borde. La vara se curvaba hacia abajo, cómo un arco. El Ratonero fue el primero en trepar, con la espalda hacia abajo, usando las junturas de la vara como diminutos apoyos para sus botas, ascendiendo por el espacio gris y azul claro que últimamente le había producido vértigo.