Quien escale la ciudadela del Rey de las Nieves
engendrará a los hijos de sus dos hijas;
aunque se enfrente a feroces enemigos y caiga,
su simiente persistirá mientras el mundo exista.
El día anterior, estas palabras le habían parecido bastante prometedoras —por lo menos lo que hacía referencia a engendrar y a las hijas—, pero hoy, tras haber perdido el sueño, lo había considerado una burla.
Sin embargo, la máscara viviente había vuelto a hacer acto de presencia y le obsequiaba de nuevo con las mismas muecas burlonas, incluido el truco estremecedor pero, a su manera, emocionante de abrir los párpados no para revelar unos ojos, sino Aria oscuridad igual que la noche. El Ratonero estaba encantado, aunque no las tenía todas consigo, pero, al contrario que la noche anterior, estaba totalmente en guardia y trataba de averiguar si sufría una ilusión parpadeando y entrecerrando los ojos, y moviendo en silencio su cabeza encapuchada, cosa que no surtía el menor efecto sobre la máscara viviente. Entonces se desabrochó las correíllas superiores del manto —aquella noche Hrissa dormía apoyado en Fafhrd— y lentamente extendió la mano, cogió un guijarro y lo lanzó por encima de las débiles llamas, a un punto situado por debajo de la máscara.
Aunque sabía que no había nada más allá del fuego, salvo piedras diseminadas y tierra endurecida, el guijarro no pareció chocar contra nada, pues no se oyó el menor sonido. Era como si lo Hubiese arrojado fuera de Nehwon.
Casi en el mismo instante la máscara le sonrió burlonamente.
Inmediatamente el Ratonero se desprendió de su manto y se puso en pie. Pero todavía con mayor celeridad la máscara se disolvió, esta vez en un solo movimiento rápido, desde la frente hasta el mentón.
El hombrecillo se precipitó al lugar donde la máscara había parecido colgar, y examinó minuciosamente la zona. No había nada, excepto un aroma muy tenue de vino, o espíritu de vino. Agitó las brasas y volvió a mirar a su alrededor. Siguió sin ver nada, salvo que Hrissa había despertado al lado de Fafhrd, con los bigotes erizados, y miraba con solemnidad, tal vez con desdén, al Ratonero, quien empezaba a sentirse bastante necio. Se preguntó si su mente y sus deseos estarían enzarzados en un juego estúpido.
Entonces tropezó con algo. Pensó que era el guijarro que había lanzado, pero cuando recogió el objeto vio que era un frasco pequeño. Podría haber sido uno de sus frascos de pigmento, pero era demasiado pequeño, apenas mayor que la falange de su dedo pulgar, y no estaba hecho de piedra ahuecada, sino de alguna clase de marfil u otro tipo de diente.
Se arrodilló al lado del fuego, examinó el frasquito y luego introdujo la punta del dedo meñique y la restregó contra la sustancia que contenía, bastante dura. Era una grasa de color marfileño, que emitía un olor aceitoso, no a vino.
El Ratonero se quedó pensativo al lado de las brasas durante algún tiempo. Luego miró a Hrissa, que había cerrado los ojos y retraído los pelos del bigote, y a Fafhrd, el cual roncaba quedamente, y se metió de nuevo en su manto convertido en saco de dormir.
No le había dicho a Fafhrd ni una sola palabra sobre su visión anterior de la máscara viviente. Su motivo superficial era que Fafhrd se reiría de semejante tontería; la razón más profunda era la que impide a un hombre mencionar que ha conocido a una bella muchacha incluso a su amigo más íntimo.
Tal vez por esa misma razón, a la mañana siguiente Fafhrd no le contó lo que le había sucedido más tarde, aquella misma noche. Soñó que acariciaba el rostro de una muchacha, que no podía ver porque estaba sumido en una oscuridad absoluta, mientras que las esbeltas manos de ella acariciaban su cuerpo. La muchacha tenía la frente redondeada, las pestañas muy largas, el puente de la nariz hacia adentro, las mejillas prominentes y la nariz respingona y descarada — ¡daba la sensación de descaro!—, los labios alargados, cuya sonrisa, los dedos grandes y suaves del nórdico podían percibir claramente.
Se despertó y vio que estaba bañado por la luz sesgada de la luna, entonces en el sur, que cubría de plata la pared interminable del obelisco. Se sentía decepcionado porque lo que acababa de soñar no había sido más que un sueño. Entonces creyó notar las yemas de unos dedos que le acariciaban brevemente el rostro y oír una leve risa cristalina que se desvanecía con rapidez. Se irguió como una momia, enfundado en el manto abrochado, y miró a su alrededor. De la fogata sólo quedaban unas ascuas, pero la luz de la luna era brillante y Fafhrd no vio nada en absoluto.
Hrissa le dirigió un gruñido de reproche por haberla despertado, y el hombretón se maldijo por haber confundido la imagen de un sueño con la realidad, maldijo al Yermo Frío, aquel desierto sin mujeres pero que engendraba visiones sensuales. El frío de la noche se deslizó por su cuello, y se dijo que debería dormirse en seguida, como lo hacía el prudente Ratonero, descansando para el gran esfuerzo del día siguiente. Se acostó y, poco después, estaba dormido.
Los dos camaradas se despertaron al rayar el alba, cuando la luna todavía brillaba como una bola de nieve en el oeste, desayunaron rápidamente y se prepararon para partir. Antes de ponerse en marcha contemplaron el obelisco Polaris, bajo el frío cortante. Ya no pensaban en muchachas y su virilidad se dirigía exclusivamente a la montaña.
Fafhrd llevaba botas altas, provistas de gruesos clavos recién afilados. Vestía una túnica de piel de lobo, con el pelaje hacia adentro, pero ahora abierta desde el cuello hasta el abdomen. Tenía desnudos brazos y piernas. Se cubría las manos con unos guantes de cuero sin curtir. Atado en lo alto de la espalda, llevaba un bulto pequeño, envuelto en su manto, y una cuerda enrollada de cañameño negro. De su grueso y liso cinturón, pendía, a la derecha, un hacha enfundada, y a la izquierda, un cuchillo, un pequeño odre y una bolsa llena de escarpias con anillas en las cabezas.
El Ratonero llevaba su capucha de piel de carnero, ceñida ahora al rostro mediante un cordón, y vestía una túnica de seda gris y triple capa. Sus guantes eran más largos que los de Fafhrd y estaban forrados de piel, lo mismo que sus esbeltas botas, cuyas suelas estaban confeccionadas con la piel arrugada de una bestia monstruosa. Del cinto pendía su daga Garra de Gato, y un odre equilibraba el peso de su espada Escalpelo, cuya vaina llevaba atada al muslo. En su bulto, envuelto en el manto, llevaba una curiosa vara de bambú gruesa, corta y negra, con una púa en un extremo, y en el otro una púa y un gancho grande, parecido a un cayado de pastor.
Ambos hombres tenían la piel curtida por la vida al aire libre, sus cuerpos musculosos desconocían la adiposidad y se hallaban en la mejor forma para escalar, fortalecidos por los aires puros de los Trollsteps y el Yermo Frío, que habían ensanchado un poco más sus pechos.
No era preciso buscar la mejor ruta de ascenso, pues Fafhrd lo había hecho el día anterior, cuando se aproximaban al obelisco.
Los caballos pacían de nuevo; uno de ellos había encontrado la sal y la lamía con su gruesa lengua. El Ratonero miró a su alrededor, en busca de Hrissa, para darle unas palmaditas de despedida, pero el gato polar estaba husmeando una pista más allá del lugar de acampada, con las orejas erguidas.
—Bueno, se despide como un felino —comentó Fafhrd.
Una leve tonalidad rosada cubrió el cielo y el glaciar junto al Colmillo Blanco. El Ratonero miró hacia este último con los ojos entrecerrados y reteniendo el aliento, mientras Fafhrd lo contemplaba bajo la visera de su palma.
—Unas figuras marrones —dijo por fin el Ratonero—. Kranarch y Gnarfi siempre vestían de cuero marrón, si mal no recuerdo. Pero veo más de dos.
—Yo veo cuatro —dijo Fafhrd—. Dos de ellos muy velludos...; sin duda visten prendas de piel marrón. Y los cuatro trepan por la pared rocosa desde el glaciar.
—Donde el viento... —empezó a decir el Ratonero, pero se interrumpió y alzó la vista.
Fafhrd hizo lo mismo. La Gran Flámula había desaparecido.
—Has dicho que a veces...
—Olvídate del viento y de esos dos y sus rudos refuerzos, Ratonero —dijo Fafhrd secamente.
Los dos volvieron a mirar el obelisco Polaris. El Ratonero escudriñó la vertiente blanca y verdosa, con la cabeza muy echada hacia atrás.
—Esta mañana parece más empinado incluso que esa pared norte. Hay demasiada distancia hasta la cima.
—¡Bah! —replicó Fafhrd—. De niño lo escalaba antes del desayuno..., a menudo. —Alzó el puño enguantado como si tuviera un bastón de mando y gritó—: ¡Adelante?
Dicho esto, avanzó a grandes zancadas y, sin detenerse, empezó a subir por la nudosa superficie... o así lo parecía, pues aunque utilizaba asideros, mantenía el cuerpo muy separado de la roca, como debe hacer un buen escalador.
El Ratonero siguió sus pasos, utilizando los mismos asideros, estirando más las piernas y manteniéndose algo más cerca de la pared rocosa.
A media mañana seguían escalando sin pausa. El Ratonero sentía dolores y escozor en todo el cuerpo. El bulto que llevaba a la espalda parecía tan pesado como un hombre gordo, y Escalpelo un niño rollizo aferrado a su cinto. Y en cinco ocasiones había experimentado un desagradable chasquido en los oídos.
Por encima de él, las botas de Fafhrd chocaban con protuberancias rocosas y se introducían en grietas o entrantes, con un ritmo mecánico ininterrumpido que el Ratonero había empezado a detestar. Sin embargo, mantenía la vista fija en aquellas botas. Una vez se le había ocurrido mirar abajo, entre sus piernas, y decidió no hacer tal cosa de nuevo, pues no es conveniente ver el azul de la distancia, o incluso el gris azulado de la media distancia, por debajo de uno.
Por este motivo se llevó una sorpresa cuando un rostro blanco y peludo, con el hocico ensangrentado, pasó por su lado y siguió ascendiendo.
Hrissa se detuvo en un pequeño saliente, junto a Fafhrd. Emitía un silbido al respirar, y la peluda piel de su abdomen presionaba contra la espina dorsal con cada exhalación. Sólo respiraba a través de las fosas nasales rosadas, porque tenía la boca tapada por dos liebres, cuyas cabezas y cuartos traseros colgaban a cada lado.
Fafhrd cogió las presas, las metió en su bolsa y la cerró. Entonces, en un tono algo grandilocuente, dijo:
—Ha demostrado resistencia y habilidad, y se ha ganado su puesto entre nosotros.
El Ratonero no tenía ninguna duda al respecto, y aceptó con toda naturalidad el hecho de que ahora eran tres camaradas los que escalaban el obelisco Polaris. Además, le estaba muy agradecido a Hrissa porque su repentina presencia había significado una pausa en la ascensión. En parte para prolongarlo, extrajo un poco de agua de su odre y se la ofreció al gato polar para que la bebiera. Luego, él y Fafhrd también bebieron un poco.
Durante todo el largo día de verano escalaron la pared occidental de aquel obelisco inclemente pero seguro. Fafhrd parecía incansable. El Ratonero recuperó el aliento, lo perdió de nuevo y ya no volvió a recuperarlo. Tenía la sensación de que su cuerpo era de plomo y el dolor irradiaba desde los huesos, filtrándose en todos sus órganos como un veneno refinado. Ya no veía más que protuberancias rocosas, reales y recordadas, mientras que la necesidad de no perder un sólo asidero o lugar donde apoyar los pies parecía la obligación impuesta por un maestro de escuela divino y loco. Maldecía en silencio el proyecto maníaco de escalar Stardock, diciéndose que la idea de que las estrofas escritas en el fragmento de pergamino podían tener algún significado era absurda. Puros castillos en el aire. Sin embargo, no podía renunciar o intentar prolongar de nuevo los breves descansos que se tomaban.
La agilidad con que Hrissa ascendía a su lado le había maravillado, pero hacia media tarde observó que el felino renqueaba y una vez vio una huella sanguinolenta en el lugar donde había apoyado una pata.
Acamparon por fin casi dos horas antes de la puesta del sol, porque habían encontrado un saledizo bastante ancho... y porque había empezado a caer una ligera nevada.
Prepararon el pequeño brasero que Fafhrd había llevado consigo, alimentado con bolitas de resina, y pusieron agua a calentar en su único cazo alto y estrecho, para hacer un te de hierbas. El agua tardó mucho tiempo en calentarse. Utilizando su daga Garra de Gato, el Ratonero añadió dos porciones de miel.
El saledizo tenía la longitud de tres hombres estirados y la anchura de uno, pero en la lisa superficie del obelisco Polaris, aquel espacio parecía una gran extensión.
Hrissa se tendió detrás del minúsculo fuego. Fafhrd y el Ratonero se acurrucaron a los lados, enfundados en sus mantos, demasiado cansados para mirar a su alrededor, hablar e incluso pensar.
Los copos de nieve engrosaron un poco, lo suficiente para ocultar el Yermo Frío, allá abajo.
Tras un par de tragos del té azucarado, Fafhrd afirmó que por lo menos habían escalado dos tercios del obelisco. El Ratonero no comprendía cómo su amigo podía decir tal cosa, de la misma manera que un hombre que navegara por las aguas del Mar Interior, sin ver la costa, no podría saber la distancia recorrida. Para el Ratonero, se hallaban en el centro exacto de una superficie de granito claro, veteado de verde y ahora cubierto de nieve, y que se inclinaba vertiginosamente en su extremo. Aún estaba demasiado cansado para expresar su idea a Fafhrd, pero le dijo:
—Así que de niño subías y bajabas el obelisco antes del desayuno, ¿eh?
—En aquella época desayunábamos bastante tarde —rezongó Fafhrd.
—Sin duda en la tarde del quinto día —concluyó el Ratonero.
Una vez tomado el té, calentaron más agua y echaron en el cazo los trozos cortados de una de las liebres, los dejaron hervir y luego los masticaron lentamente y tomaron la insípida sopa. Hrissa también se interesó por el cadáver desollado de la otra liebre, que habían puesto ante su hocico, junto al brasero, para evitar que se congelara. La descuartizó con los colmillos y fue comiéndola poco a poco.
El Ratonero examinó las patas del felino. Estaban desgastadas y presentaban varios cortes, y el pelaje blanco entre las garras estaba manchado de color rosa intenso. Con mucho cuidado, el Ratonero aplicó un ungüento a las heridas, meneando la cabeza mientras lo hacía. Luego sacó de su bolsa una larga aguja, un carrete de cordel fino y un rollito de cuero delgado y fuerte. Recortó este último con Garra de Gato, en forma de gruesa pera, y lo cosió: Hrissa ya tenía una bota.